La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

02
El matador de yetis

Pasaron los cinco días y Drónegar ya era conocido en todo Smethbrokshûrm como el consejero del rey de Tharler. Había sido hospedado durante todo este tiempo en la casa de Dûsmeth y Mûniel, pues eran pocos los extranjeros que por allí pasaban y no había ninguna posada para darles cobijo. Drónegar comprobó que esta familia era humilde, a la vez que hospitalaria.
A los primeros rayos de sol, una expedición de treinta y dos hombres equipados con antorchas, lanzas y arcos, se dispuso a batir las zonas escarpadas. Era en aquellas paredes rocosas donde los yetis se refugiaban en sus grietas y cuevas poco profundas. Los hombres emprendieron su partida sabiendo que exponían sus vidas, pero también con el coraje que infundía el saber que lo hacían para mantener la prosperidad de su pueblo. Miraron por última vez a sus esposas, hijos, hermanos y padres, y emprendieron la marcha.
Cuando llegaron al pequeño bosque, se alinearon para avanzar en modo de batida. A partir de aquí era cuando la probabilidad de encontrar a algún yeti aumentaba considerablemente a cada paso. Drónegar advirtió el defecto de aquella batida. No sabía mucho acerca de los yetis —afortunadamente para él, no se había encontrado con ninguno en su camino—, pero intuyó que éstos no serían estúpidos. En cuanto vieran las antorchas y la multitud huirían hacia sus refugios y no habría posibilidad de darles caza. Comentó aquello con Dûsmeth, que marchaba a su lado, y éste le dijo:
—No importa. Siempre hay alguno que se queda por aquí, seguramente por imprudencia. O tal vez alguno que esté tan especialmente hambriento que nos vea a nosotros como alimento, y no como enemigos. Además —prosiguió—, los que se retiran a sus cuevas dejan un rastro fácil de seguir, y como no viven en comunidades, solemos encontrar a uno o dos solos en sus cuevas —explicó. Luego, aclaró—: Treinta hombres armados contra dos yetis, tres a lo sumo, es una buena proporción, ¿no te parece?

02. El matador de yetis

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Siguieron avanzando en línea frontal subiendo la pequeña, pero constante pendiente de aquel bosque. Las antorchas llameaban amenazantes, al igual que brillaban las afiladas puntas de las lanzas, y los pasos de los pueblerinos eran rápidos y decisivos. De pronto, una voz, gritó:
—¡Yeti desnudo!
Aquello significaba que habían encontrado a un yeti muerto y despellejado. Sólo los más próximos a aquella voz fueron a verlo con sus propios ojos; los demás siguieron su camino. Pero Drónegar no buscaba yetis, buscaba al matador de yetis, y aquel yeti abatido y sin piel era el primer indicio de su proximidad. Fue corriendo tan rápido como pudo, con una pequeña espada en su mano derecha, y con su brazo izquierdo todavía entablillado, arrebatándole gran parte de su libertad de movimientos. Llegó hasta el yeti caído. Era una mole enorme y horripilante, sobre todo despellejado así como estaba, sin el abrigo de su protectora piel. Era un amasijo de carne inmunda.
—Es reciente —dijo uno de los aldeanos tras tocar con su mano desnuda aquel cuerpo. El calor que aún desprendía y la sangre aún no congelada eran signos evidentes.
No cabía la menor duda de que aquel yeti había sido abatido hacía muy poco tiempo. Drónegar veía que por fin estaba muy cerca de conseguir su cometido. El paladín de Tharlagord estaba muy cerca.
—¡Huellas de caballo, hacia allí! —gritó otro de los aldeanos, y señalando en dirección sur.

02. El matador de yetis

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Los montañeses de Smethbrokshûrm siguieron su ruta preestablecida hacia delante, pero uno de ellos se detuvo, y observó al ensimismado Drónegar, que miraba en la dirección en la que desaparecían las huellas de caballo.
—¡Consejero del rey! —le gritó—. ¿Acaso no vienes?
Drónegar no respondió. Ni tan sólo le dirigió la mirada. Es más, se diría que ni tan siquiera le había oído. Sólo le importaba encontrar al paladín. El aldeano de Smethbrokshûrm lo dejó por imposible y siguió los pasos de sus vecinos, imaginando que Drónegar pronto se pondría en marcha.
Pero la dirección que tomó fue otra distinta. Drónegar anduvo rápidamente siguiendo aquellas huellas. Incluso corrió, a pesar de su precario estado de salud, desesperado por encontrarle. Esquivó arbustos y árboles hasta que perdió de vista la línea de batida.
Estaba a punto de salir de aquel bosque de negros árboles deshojados, cuando le pareció ver a lo lejos una figura blanquecina moverse entre los árboles. Aguzó la vista para ver si realmente se trataba de Vallathir o de un espejismo fruto del cansancio y el arduo deseo de que así fuera. Fijó su mirada en aquel punto durante unos instantes y nada vio. Pero cuando dio un par de pasos para seguir en aquella dirección, volvió a ver una sombra blanquecina, aunque ahora unos metros más hacia la derecha, y le pareció también que el viento traía consigo el sonido del golpeteo de unos cascos contra el suelo helado.
Volvió a mirar detenidamente. Esta vez estaba seguro de que lo había visto. Al parecer, el paladín se había percatado de su presencia, y como mandaban los cánones clericales de los sacerdotes de Cristaldea, ahora se ocultaba de él, como sería su costumbre desde haría años. Vallathir debía experimentar la soledad para completar su entrenamiento espiritual. Eso, por lo menos, es lo que tenía entendido el bueno de Drónegar. ¿Se habría vuelto totalmente insociable después de tanto tiempo?
Esta vez creyó localizarlo y se dirigió hacia él, gritando el nombre del paladín. Cuando avanzó bastante, la figura blanquecina salió a su encuentro, mas Drónegar tardó en reaccionar demasiado tiempo. Aquella visión le desconcertó. Era como acabar de salir de un sueño, pues él esperaba al matador de yetis, no a un yeti. ¿Cómo pudo ser tan estúpido? La peluda piel del yeti era tan blanca como podría haberlo sido la vestimenta y el caballo del paladín.
El yeti corrió hacia él con ansia. Era una presa fácil, separada imprudentemente del resto de los aldeanos. El criado del Rey de Tharler corrió con todas sus energías hacia el interior del bosque.
—¡Yeti vivo! —gritaba—. ¡Yeti vivo! —Pero no pareció que el resto del grupo le hubiera oído, pues la distancia entre ellos era muy grande y ni siquiera distinguía ninguna de sus antorchas.
Drónegar miraba hacia atrás continuamente y veía la cada vez más grande y próxima masa peluda del yeti avanzando hacia él de forma inexorable. Inevitablemente, Drónegar resbaló y cayó de bruces al suelo. Se levantó como pudo y siguió corriendo. Aún así, dando trompicones avanzaba con bastante celeridad. Pero él sabía que no era lo suficientemente rápido, pues el yeti, con su cuerpo adaptado como estaba a aquellas condiciones invernales tanto como al terreno, no tardaría en darle alcance. Lo único que Drónegar oía eran sus latidos del corazón, su propia respiración, y lo que era peor: la respiración y pasos del yeti cada vez más fuertes y más próximos. Resbaló por segunda vez y se volvió para ver el feo rostro de la muerte.
El yeti, al ver a su presa derrotada se frenó y emitió un rugido que encogió terriblemente el corazón de Drónegar. Éste echó mano de su pequeña espada, pero no la encontró. Debió de haberla perdido en alguna de las caídas. No tenía ahora siquiera la posibilidad de defenderse mínimamente del monstruo de las nieves. El yeti abrió sus enormes brazos y soltó otro profundo y ronco rugido que pareció nacer desde lo más hondo de sus entrañas, y que pareció estremecer al bosque por completo.
Al desaparecer el rugido del yeti, Drónegar oyó golpeteo de cascos de caballo que aumentaba de volumen. El suelo tembló ante la proximidad del caballero montado sobre su blanco corcel. Drónegar lo vio aparecer por detrás del yeti. Era él, no le cabía la menor duda. El yeti volvió la cabeza para ver quién se le acercaba tan temerariamente a sus espaldas, pero era demasiado tarde. Tanto el monstruo como el humano tendido, vieron lo mismo. El caballero estaba de pie sobre la silla de su caballo a la carrera y saltó, abalanzándose encima del yeti. En cada mano destellaba un largo puñal, y cuando el caballero cayó sobre las espaldas del monstruo, un puñal fue certero a la garganta, y el otro lo clavó en el hombro. Apoyándose en ellos, el matador de yetis trepó por la enorme espalda y clavó el segundo puñal también en el cuello. El yeti se revolvió y el matador de yetis cayó al suelo, pero ante la sorpresa de Drónegar, éste rodó sobre sí mismo y se levantó con naturalidad. Con un movimiento rápido guardó sus ensangrentados puñales en las fundas de su cinto, desenvainó su espada y fue directo hacia el yeti. Borbotones de sangre manaban del cuello del monstruo, que se tambaleaba mientras los chorros escarlata tintaban su blanco pelaje. El matador de yetis le hundió la hoja de su espada en el vientre del monstruo, el cual cayó irremediablemente abatido sobre la nieve.
Drónegar estaba aún absorto por la velocidad en la que se había desarrollado la acción, viendo cómo se desangraba la bestia, cuando el caballero blanco montó sobre su caballo y se dispuso a marcharse tan velozmente como había llegado. Drónegar volvió en sí y fue consciente en ese momento de que estaba a punto de desaparecer el hombre por el que había hecho tantos y tan penosos kilómetros.
—¡Vallathir! —le gritó—. ¡Espere, mi señor!
El caballero blanco se detuvo, volvió grupas y le miró como extrañado, como si no fuera posible que hubiera oído aquel nombre salir de los labios de aquel personaje.
—¡Mi señor Vallathir! —insistió Drónegar.
Con un movimiento de su pie, el matador de yetis hizo que el caballo avanzara lentamente hacia Drónegar. Cuando se puso a su altura, el jinete desenvainó de nuevo su espada y se la puso en el cuello del mayordomo real.
—¿Quién eres? —le preguntó con voz tosca.
El caballero blanco tenía el rostro barbado. Unos ojos negros como el carbón le miraban de modo inquisidor.
—Soy Drónegar, mi señor —le dijo.
Al ver que no parecía reconocerle, le insistió.
—Drónegar... El siervo de nuestro rey Emerthed. ¿Le han borrado a mi señor Vallathir los años la memoria del castillo de Tharlagord?
—Vallathir... —musitó el caballero—. Hace mucho tiempo que no oigo ese nombre.
—Tenemos que hablar, mi señor.
Pero el matador de yetis no apartó en ningún momento la espada del gaznate del siervo de Tharlagord. Al contrario, ahora la mantenía más firme que antes.
—¡Habla, miserable! ¿Para qué quieres encontrar a Vallathir? —le preguntó.
—Nuestro reino está en peligro, mi señor. Necesitamos de su ayuda.
—Yo no soy tu señor —le dijo—. Soy el matador de yetis. Si sirves a Vallathir, entonces debería matarte.

02. El matador de yetis

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Drónegar estaba confuso. O Vallathir había perdido el juicio, o no se encontraba frente a él. Pero debía de ser él. Tenía que serlo.
—¿Matarme? ¿Qué mal os he causado yo, mi señor?
—¿Tú? —dijo el jinete con ironía. De sus ojos abiertos manaba un atisbo de demencia—. Insensato. Tú no podrías hacerme ningún daño aunque quisieras. Vallathir fue el que me hizo daño, sí. Mucho daño.
Drónegar enmudeció, y el caballero continuó manteniendo su espada firme, amenazando con rebanarle el cuello.
—Si alguna vez conociste a Vallathir —continuó el caballero blanco—, puedo decirte que ya no es la misma persona. No te ayudará en absoluto.
Drónegar no podía creerlo. ¿Hasta dónde habría llegado la demencia del paladín? Pero éste continuó:
—Vallathir fue el primer matador de yetis de la región —explicó el jinete blanco—, y salvó a mi aldea muchas veces de la amenaza de los yetis. Todo fue bien hasta que un funesto día nos abandonó de nuevo a nuestra suerte.
Fue entonces cuando Drónegar cayó en la cuenta de que realmente no estaba frente al paladín de Tharlagord. En un principio creyó que no había conocido al paladín porque aquella barba cubría sus facciones adultas y que sus palabras fueran fruto del frío y del tiempo en la Sierpe. Pero no era así. Ahora veía más claramente que los rasgos de aquel rostro, por mucho que los años lo hubieran cambiado, no eran los de Vallathir.
—Mi señor Vallathir no se resistirá a ayudar a su reino —le dijo Drónegar.
—A tu señor Vallathir ya nada le importa. Nada más que él mismo. Los asuntos de los demás ya no son de su incumbencia. ¡Es un cobarde!
—¡Mentís! —le replicó, esta vez desafiante—. Y aunque fuera como vos decís, he de encontrarle.
—Si lo encuentras, dile que el día en que nuestros caminos se crucen de nuevo lo mataré.
—No me convence la posibilidad de que Vallathir se marchara de vuestra aldea para abandonarlos frente a esos monstruos. Estoy seguro que debió haber algún motivo importante —intentó defender al paladín.
—¿Qué motivo puede tener un caballero, del que depende la supervivencia de un poblado, para abandonar a su gente?
—No, no puedo saberlo —le respondió Drónegar—. Pero cuando lo encuentre, podéis estar seguro que se lo preguntaré.
—Hazlo. Y dile también que la sangre de mi padre clama venganza.
—¿Venganza? ¿Insinuáis que mató a vuestro padre?
El matador de yetis escupió en el suelo como si lo hubiera hecho sobre el cadáver de Vallathir.
—El mismo día en que nos abandonó, mientras muchos fuimos en su búsqueda para implorarle que regresara, ese mismo día, un yeti atacó a mi padre y se lo llevó. Ni siquiera pudimos darle sepultura, pues nunca encontramos su cuerpo. Para mí, es como si lo hubiera matado con sus propias manos. Desde ese día me juré a mí mismo que nunca más un yeti rondaría tranquilo por nuestra aldea. Me entrené a conciencia durante mucho tiempo, imitando el estilo de Vallathir hasta mejorarlo incluso. Esta armadura que yo mismo me forjé me salvó la vida en los primeros enfrentamientos, pues carecía de la experiencia necesaria. Me equipé con armamento adecuado y este caballo blanco. Me atavié con las vestiduras blancas similares a las de Vallathir, pues sabía que ellas camuflarían mi presencia sobre la nieve, tanto como el pelaje blanco a los yetis.
—Entiendo que sois ahora vos el matador de yetis, ocupando el lugar que Vallathir dejó en su día.
—Exactamente. He exterminado a todos los yetis de la zona de mi poblado, pero he jurado por la sangre de mi padre y la de Vallathir que acabaré con todos los que pueda mientras me quede un aliento de vida.
El matador de yetis enfundó su espada.
—Ayudadme a encontrar a Vallathir, matador de yetis, y os compensaré.
—¿Me compensarás? —sonrió—. ¿Y cómo se supone que vas a hacerlo?
Drónegar se escarbó entre sus ropas y sacó una bolsa. Le mostró el contenido. Varias monedas de plata.
—Con esto —le dijo.
—No seas estúpido. Las pieles de los yetis que mato me reportan beneficios más que suficientes para sobrevivir. Tantos que no despellejaré éste.
—Pero...
—Si algún día voy tras la pista de Vallathir —le interrumpió el matador de yetis—, será porque no me quedarán yetis que matar. Y no lo haré por dinero, sino por venganza. Tenlo por seguro.
—Decidme pues por dónde empezarías vos la búsqueda, os lo suplico.
—¿Me suplicas? Me complace ver a un siervo de Vallathir suplicándome. Si me lo pides de rodillas, quizá te ayude.
Drónegar no vaciló un instante. Se postró a los pies de aquel caballero y le suplicó como nunca lo había hecho.
—Patético —murmuró el matador de yetis—. ¡Levántate! —le ordenó poco después—. Si en verdad eres capaz de humillarte tanto por Vallathir, debe ser porque tu situación es realmente desesperada. Le deseo los peores designios a tu señor, pero no quiero que se diga que yo tengo su mismo corazón de hielo. Te indicaré por donde puedes empezar a buscar, aunque te puedo asegurar que él mismo no te ayudará tanto como yo lo haré ahora. Ignorará tus palabras y desoirá tus súplicas como hizo conmigo y todos mis vecinos.
—Es una cuestión de vida o muerte. El destino de mi familia y todo el reino puede depender de que lo encuentre. ¡Por favor!
—Está bien. Pero estás avisado.

02. El matador de yetis

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§

Con la piel de aquel yeti Drónegar pagó a la familia que le había acogido. Adquirió un asno por una moneda de plata y se aprovisionó para un largo viaje. Cuando llegó el momento, se despidió de todos los aldeanos. Su camino era claro. El matador de yetis le hizo un plano más detallado de la zona, y tenía marcado un itinerario de búsqueda, con unas cruces indicando los lugares más probables en los que Vallathir podría encontrarse.

Y así, Drónegar salió de nuevo de viaje por los paisajes helados de la Sierpe, y pasó varios días con la única compañía de aquel asno. Habían recorrido juntos mucha parte ya de su trayecto, y aunque aún le quedaban víveres, y eso sí, abundante licor de endrinas silvestres que calentaba su cuerpo, Drónegar empezó a sentirse desamparado. Pensó en lo cerca que creyó haber estado de su destino y qué rápidamente se vino abajo aquella esperanza. Estaba buscando a un hombre solitario dentro de una inmensidad montañosa. Hubiera sido una tarea menos desesperada el encontrar una aguja en un pajar, porque cuando se cansara de buscar, podría volver a su casa con su familia, y dejarlo para el día siguiente. Este no era el caso. ¿Quién le aseguraba que no habría pasado ya cerca del paladín y que no le habría visto? O incluso, ¿quién podía negar la posibilidad de que Vallathir le hubiera visto y se hubiera ocultado de él a propósito? Al fin de cuentas, el paladín no sabría ni quién era Drónegar, ni cual era su cometido allí.
En uno de aquellos interminables días agotadores e insustanciales creyó que todo lo que estaba haciendo era inútil, que todos sus esfuerzos no servirían para nada, que seguramente no era voluntad de Arkalath que él encontrara a Vallathir. Aunque, bien pensado, si eso era así, significaba que la guerra sería catastrófica, y que a Arkalath no parecía importarle. No se imaginaba qué podía ser peor; que Tharler fuera vencido y sometido bajo el yugo de Fedenord, o que el Rey Emerthed continuara con su reinado tiránico.
Drónegar bajó de su burro y extendió los brazos mientras se postraba de rodillas. Miró hacia arriba y empezaron a cristalizarse lágrimas bajo sus ojos.
—¡Oh, poderoso Arkalath! —invocó, exclamando a los vientos—. ¡Si tu deseo es que no encuentre a Vallathir, que así sea! ¡Si el destino de nuestras tierras es padecer el odio y el sufrimiento, que así sea! ¡Si los avatares dicen que mi familia debe sufrir, que así sea! ¡Si estos son tus designios, que así sean! ¡Si estos son tus designios, al menos déjame morir en paz!

02. El matador de yetis

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Y esta vez se rindió por completo. Pasó varios días y varias noches en aquel punto, sin avanzar ni un solo paso, esperando a la nada, soportando el frío bajo aquellas pieles. Los víveres se iban consumiendo cada vez más, al igual que el cuerpo y el alma del desafortunado Drónegar. El frío penetrante le machacaba los huesos, sobre todo los de su brazo izquierdo, que no acabaron de sanar. El recuerdo de su familia le turbó a cada instante, pero él se dijo a sí mismo que no podía cambiar el destino de un reino, que Arkalath no se lo permitía, que él no tenía baza en esta partida de cartas. Había hecho todo cuanto estaba en sus manos, y no estaba obligado a más.
Acabó con las provisiones y con el licor de endrinas. Acabó comiendo nieve para saciar su sed y engañar a su estómago. El asno murió congelado, y Drónegar pensó seriamente en comérselo. Pero, ¿de qué serviría alargar todavía más aquella agonía? La carne de aquel animal que tan lejos le había llevado podría mantenerlo con vida por algún tiempo, pero él ya no deseaba vivir por mucho más. Todo había acabado para él y sólo le quedaba aguardar a la muerte. De hecho, su abatido cuerpo le pedía que se dejara llevar. El contacto de la muerte ahora parecía cálido, tentador. Ya no tendría más problemas. Sólo un sueño profundo y oscuro. Por fin tendría paz eterna.

02. El matador de yetis

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Estaba acurrucado bajo sus pieles, totalmente debilitado y dormitando. Una mano le zarandeó, pero él no notó nada. Su piel era ya insensible, sus sentidos estaban adormilados y su cuerpo fláccido y debilitado.

—¿Estás vivo? —le preguntó la voz, mientras le levantaba la cara.
Drónegar entreabrió los ojos y atisbó un rostro emborronado. No supo si era real o un sueño, o si era ya el rostro de la muerte que clamaba su presencia. Intentó articular dos palabras, pero tenía la lengua engarrotada. Aún así, se le llegó a oír penosamente:
—Estoy... muerto.
—Perfecto —dijo la voz.

02. El matador de yetis

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal