La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

04
Los enanos de las Colinas Rojas

»Hubo un tiempo en el que el comercio era fluido entre los diversos clanes enanos —Quiebrarrocas, Pies de Hierro, Rompehuesos y Escarbadores, entre otros— y los asentamientos humanos en los bosques de Deilainth, situados en las faldas de las Colinas Rojas.

Los enanos extraían metales de las profundidades de la montaña y forjaban armas y útiles de bella factura, con multitud de filigranas que vendían a los hombres de Deilainth. Estos hombres eran grandes productores de cerveza de malta y aguamiel, y pastores de renombre. Asimismo, los hombres de Deilainth eran consabidos carpinteros y fabricantes de mobiliario rústico de alta calidad. De hecho, llegaron a especializarse incluso en mobiliario enano. El intercambio y comercio de mercaderías y productos elaborados fue constante, y sin otros problemas que los inevitablemente derivados de la terquedad innata de los enanos y del orgullo de los hombres. Nada de importancia relevante.

Se sabe que esta relación entre clanes y razas se mantuvo desde el final de los Días Oscuros, aunque todavía se desconoce si antes de aquellos nefastos días había una relación distinta. A todo esto, esta convivencia entre vecinos fue tan fuerte y tanta era la confianza entre los pueblos, que los humanos no fabricaban ya ningunos enseres metálicos, ya que el sonido y el humo de las fraguas les molestaban a ellos y al bosque de Deilainth. De aquellas tareas se ocuparon los enanos. Los asentamientos enanos se dedicaban a extraer los minerales y metales, y a forjar todo aquello que les era necesario tanto para ellos como para los humanos. Habiendo dejado el trabajo de la madera y la elaboración de cerveza para las manos de los hombres de los bosques de Deilainth, olvidaron así incluso el arte del pastoreo y la crianza de otros animales de granja. Se podría decir que la convivencia era armoniosa, pero a su vez, se había convertido en necesaria, pues se trataba de una clara relación de dependencia, aunque los propios implicados no parecieron darse cuenta hasta que fue demasiado tarde.
Se usaban las fuertes aguas del río Génath para el transporte de los pesados útiles y armas de hierro, acero, o incluso del liviano y resistente mithril hasta los territorios de los hombres de los bosques. Este sistema económico y comercial funcionó sin demasiados problemas durante mucho tiempo, pero hubo un acontecimiento que cambió esta situación de forma radical.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Un Quiebrarrocas, llamado Urnnart el Cejijunto, al descubrir un túnel sepultado en tiempos remotos, halló en él un pequeño cofre con esmeraldas y otras piedras preciosas, y halló también tendido en el suelo y sin polvo alguno, un fabuloso pico de mithril. Runas mágicas estaban grabadas en bajorrelieve, así como también un yunque grabado dentro de un triángulo. Éste era el símbolo de Haîkkan, el dios enano de la fortaleza y la herrería, y el Cejijunto se asombró de la eficacia de estas runas mágicas cuando probó en golpear con él contra la dura roca. En el lugar donde se había efectuado el impacto, la roca se hacía añicos con tremenda facilidad. Siendo los enanos grandes excavadores de túneles, se consideró aquel pico como una bendición, un regalo del propio dios herrero, por lo que desde el primer día pasaron a denominarlo como “el Pico de Haîkkan”.

Excavando verticalmente donde se había encontrado dicho pico, los enanos fueron encontrando esmeraldas y otras gemas, no en forma de veta o yacimiento, sino en pequeños trozos ya tallados y acabados, e incluso también engarzadas en objetos a modo decorativo, tales como jarras, armas, anillos, colgantes y demás útiles.
Los Quiebrarrocas dedujeron que se trataba de los antiguos tesoros enanos que fueron sepultados en la antigüedad junto a las galerías y túneles majestuosos que conformaban un complejo minero de extrema belleza. Y no se equivocaron. Lo que no sabían era que fueron sus propios antepasados quienes decidieron derruir su propia morada, ni tampoco, claro está, su motivo.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

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En un principio Urnnart quiso el Pico de Haîkkan para sí mismo, pues fue él quién lo encontró con su sudor y se creyó propietario lícito porque el Dios Haîkkan le había guiado hasta él. Pero Ondyrk el Barbatosca, jefe indiscutible de los Quiebrarrocas, viendo la tremenda utilidad de aquel pico para los intereses generales de los Quiebrarrocas, se lo arrebató cuando éste dormía y decidió establecer turnos de uso para aquel pico. De este modo, el sonido atronador del Pico de Haîkkan no cesó desde aquel día, y el propio Urnnart, su hallador, fue uno de los Quiebrarrocas elegido para excavar, eso sí, respetando los turnos de sus hermanos de clan. Aún así, el resentimiento del Cejijunto hacia Ondyrk el Barbatosca nunca se extinguió.

A partir de ese momento, y como cabía esperar, los Quiebrarrocas se fueron enriqueciendo rápidamente. Esto tuvo graves consecuencias para las relaciones comerciales con el resto de clanes, sobre todo con los Pies de Hierro. De hecho, la riqueza de los Quiebrarrocas fue desbordante, y el comercio se intensificó entre éstos y los hombres de los bosques de Deilainth. Así, los Pies de Hierro, eran los que geográficamente estaban más próximos, y por tanto, fueron los más afectados por la creciente riqueza de los Quiebrarrocas, quedando aquéllos en segundo plano en las relaciones con los humanos. Los Pies de Hierro se vieron rápidamente al margen de las negociaciones; subordinados a las acciones de sus poderosos vecinos, y sobrevivían penosamente vendiendo sus útiles forjados, que ya no eran ni mucho menos tan bellos ni valiosos como los de los Quiebrarrocas, los cuales eran engalanados mayoritariamente con alguna que otra piedra y luego revendían.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

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Por ello, nació una enemistad evidente entre los clanes enanos, pero fue una enemistad que los clanes circundantes al más poderoso tuvieron que tragarse, pues su papel había cambiado por completo. Éstos, mayoritariamente se sustentaban entonces fabricando enseres y útiles que luego vendían a los propios Quiebrarrocas para que estos últimos los remataran con sus deslumbrantes joyas. Por ello, no podían quejarse en voz muy alta, porque su paupérrima supervivencia dependía por completo de los Quiebrarrocas, y un enfrentamiento o ruptura de las relaciones sólo perjudicaría al más débil.
Entonces se destinaron muchos enanos Quiebrarrocas para vigilar los envíos fluviales de sus mercancías, pues se sospechaba que otros clanes se apoderaban de ciertos bultos de valioso cargamento para revenderlo, o mejor dicho, venderlo bajo otros canales de distribución.

Los otros clanes enanos reclamaron parte de los hallazgos de los Quiebrarrocas, ya que, si las leyendas eran ciertas, el antiguo y enorme complejo minero que iban destapando, antaño perteneció a todos los clanes colindantes. O mejor dicho: los habitantes de la gigantesca red de túneles y galerías pertenecieron antiguamente a un vasto clan que luego se subdividiría en varios por razones ahora ya olvidadas.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

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Como era de esperar, los tercos y orgullosos Quiebrarrocas de ningún modo accedieron a compartir aquellas riquezas encontradas, alegando que los minerales estaban en la montaña, y que a cada clan le pertenecía aquello que encontrara. Por ello, el resto de clanes decidieron continuar sus galerías en la misma dirección vertical, pues si las antiguas redes fueron en su día tan vastas como se suponía, seguramente debajo de sus propiedades también encontrarían las riquezas y útiles de sus antepasados. Pero aunque su ritmo de trabajo era tan intenso como el de los Quiebrarrocas, ni mucho menos igualaba el tremendo avance de las excavaciones del Pico de Haîkkan. Cuando ambos clanes confluían en un mismo túnel, rápidamente se sellaba y cada cual continuaba con su parte de excavación. Los Quiebrarrocas, que eran más rápidos excavando, pronto canalizaron una red de túneles que delimitaban un amplio territorio que consideraron como propio, y alejaban así a los otros clanes del verdadero centro de riqueza.
Hubieron intentos de alianzas entre los distintos clanes enanos para arrebatarles el pico a los Quiebrarrocas, pero la desconfianza entre ellos fue más fuerte. No creyeron que el clan que lograra apoderarse del poderoso pico de mithril quisiera posteriormente compartirlo con el resto. Y un enfrentamiento directo con los Quiebrarrocas nunca fue deseable.
Aún así, Gûnyrch Puño de Hierro, jefe del clan Pies de Hierro, no desistió en su empeño de apoderarse de aquella herramienta mágica, e ideó un plan para llevar a cabo sus propósitos sin el uso de la fuerza. Así que una fría mañana llamó a Gimkal, su fiel comandante. . . «
Fragmento del Libro de las Revelaciones.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

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Aquí estoy, mi Señor —dijo Gimkal en postura de genuflexión frente a Gûnyrch Puño de Hierro.
Puño de Hierro estaba sentado en su trono de piedra decorado con tallas de madera de serbal, una obra exultante del arte propio de los Pies de Hierro esculpiendo la roca, combinado en armonía con el buen hacer de los hombres de los bosques tratando la madera. Algunas esmeraldas engastadas remataban ciertas filigranas y dibujos intrincados. Era toda una obra de arte, propia de aquellos tiempos de comercio libre con los hombres.
—Tengo una misión que recomendarte, Gimkal.
Gimkal se incorporó.
—Como gustes, mi Señor. Dame las instrucciones y no te defraudaré.
Gûnyrch escupió a un lado el líquido transparente que estaba bebiendo de una jarra de plata.
—El jefe del clan de los Pies de Hierro no debería beber agua, ¿no te parece, Gimkal? —dijo éste.
—Así es, mi Señor. Nuestras provisiones de cerveza y aguamiel, son escasas, pero hay suficiente para que nuestro líder beba cuanto le plazca.
—No creas que voy a atiborrarme de cerveza mientras mis súbditos beben agua del arroyo. El problema no es ése.
—Lo sé mi Señor. La culpa la tienen los Quiebrarrocas. Están convenciendo a los hombres de Deilainth para que rehúsen nuestros enseres.
—¿Has hablado con Loncar?
—Sí, mi Señor. Dice que lamenta nuestro estado, pero que no va a comprar jamás nuestros productos. Los Pies de Hierro le están abasteciendo más deprisa que nosotros, y todos sus cacharros superan en mucho nuestro arte.
—Entonces rebajaremos el precio.
—Ya lo hemos hecho, mi Señor. Sólo las familias más pobres de Deilainth compran nuestras ollas y cacerolas, pero nada quieren saber de armas, escudos o cotas de malla.
—¿Y los objetos decorativos?
—Tampoco. Y hemos llegado a un punto en el que tampoco vendemos ni los cubiertos. Cuando ya tienen sus cacharros para cocinar, prefieren ahorrar y dedicarse al cultivo de legumbres, criar cerdos, e incluso utilizar su tiempo en la fermentación de cerveza. Y todos esos productos los venden a los Quiebrarrocas. Los intercambian por objetos decorados en plata y oro y luego los revenden. He de admitir que estamos perdidos, mi Señor.
—¡Silencio! —ordenó Puño de Hierro.
Gimkal calló inmediatamente.
—Presta atención, Gimkal, pues de ti depende de que salgamos de este precario estado en el que nos encontramos. Tal y como están las cosas, sólo disponemos de una opción: que el Pico de Haîkkan caiga en nuestras manos. Esta es la misión que te encomiendo.
—¿Y cómo lo haremos, mi Señor? Sabemos de sobras que un ataque sobre los Quiebrarrocas resultaría infructuoso, pues nos superan en armamento y unidades de combate.
Gûnyrch Puño de Hierro sonrió.
—Escúchame atentamente...

04. Los enanos de las Colinas Rojas

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§

Resultó que estaba Urnnart el Cejijunto en uno de los puestos de vigilancia observando —cabe añadir que de forma más aburrida que atenta— los barriles que circulaban río abajo marcados con la enseña de su clan. No era una tarea gratificante para ninguno de los enanos, pues preferían mil veces excavar los túneles y encontrar los preciosos tesoros de sus antepasados antes que pasar interminables horas expectantes frente a las aguas del río Génath, pero debía hacerse. Por ello, no fue de extrañar que el Cejijunto se levantara de aquella piedra sobre la que estaba sentado y se dirigiera en la dirección donde había escuchado unos extraños sonidos. Quizás con un poco de suerte, pudiera encontrarse con algún orco y poder hundirle su hacha de doble filo en su feo cráneo. Sí, aquello sería más reconfortante que observar impávido aquellas aguas.
Buscó y buscó entre la maleza, pero no encontró nada. Se adentró un poco más, ya que le pareció oír de nuevo el sonido de unos pasos lejanos. Pero para su decepción, no fue un orco a quien encontró, sino a un enano Pies de Hierro que le esperaba. Bien, de todos modos, si buscaba pelea, habría valido la pena abandonar la orilla, pensó él.
—¿Qué haces por aquí? —preguntó el Cejijunto.
Para su sorpresa, aquel Pies de Hierro no contestó, sino que lo hicieron por él sus cinco acompañantes con el mero hecho de salir de los arbustos de los alrededores, cercándole y evitando una posible huida. En ese momento, Urnnart, cual bestia acorralada, amarró el mango de su hacha con ambas manos, apretó los dientes y se dispuso en posición de combate. Los Pies de Hierro sacaron a relucir también sus hachas y sus martillos de guerra. Todos menos uno. Gimkal se adelantó a sus cinco guerreros y con un ademán ordenó:
—¡Bajad las armas, estúpidos! —les gritó.
A la voz de su comandante, los Pies de Hierro apoyaron las cabezas de hachas y martillos sobre el suelo y esperaron expectantes nuevas órdenes.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Urnnart airado.
—He venido hasta aquí para hablar contigo, Urnnart el Cejijunto.
—En las reuniones de los Quiebrarrocas usamos las palabras, nunca las armas.
—En las de los Pies de Hierro obramos de igual modo, pero me parece que fuiste tú el primero en mostrarnos tu hacha.
—Si no me equivoco, no he sido yo quien os ha preparado una emboscada.
—Está bien. Dejémonos de insulsas discusiones —dijo Gimkal—. Esta emboscada, como tú la llamas, ha sido realizada con el fin de asegurarme de que tendríamos una pequeña charla tú y yo, y de que no huyeras ni fuéramos estorbados por otros Quiebrarrocas.
—Un Quiebrarrocas no huye, Gimkal. Si en verdad quieres que hablemos tú y yo, ordena a tus esbirros que se marchen. Entonces hablaremos hasta que se nos seque la garganta, si es ése tu deseo.
—Está bien —accedió el comandante de los Pies de Hierro—. ¡Marchaos! —les ordenó a sus hombres.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

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Cuando sólo quedaron Gimkal y Urnnart, el comandante en jefe de los Pies de Hierro habló:
—¿Qué hace un Quiebrarrocas tan importante como tú custodiando el cargamento en lugar de excavar con el fabuloso Pico de Haîkkan? ¿Acaso no fuiste tú quién lo encontró? ¿Por qué dejas que otros lo usen?
—Eso no te incumbe, Gimkal —dijo Urnnart sombrío. No lo dijo, pero Gimkal había dado en el clavo. Las palabras que acababa de oír se le clavaron como cien puñales en su corazón, pues era exactamente lo que pensaba.
—Oh, pues claro que sí que me incumbe —replicó Gimkal—, porque me parece que se está cometiendo una injusticia contigo, Cejijunto. Y yo podría poner fin a tus preocupaciones de una vez por todas.
—¿A qué te refieres?
—Si tú hubieras sido uno de los nuestros y hubieras encontrado el Pico de Haîkkan, hubiera sido distinto. El Pico es tuyo, Urnnart. Te pertenece por derecho.
—¡Explícate de una vez o cierra tu bocaza para siempre! —exclamó Urnnart molesto, a la vez que impaciente por saber adónde quería llegar Gimkal.
—Te voy a hacer una proposición, y no espero que me contestes ahora. Consigue el Pico de Haîkkan y te acogeremos con los Pies de Hierro. El Pico será sólo tuyo, Urnnart. Y Urnnart el Cejijunto será el único que lo utilice. Además, te ofreceremos la mitad de las riquezas que encontremos si excavas en nuestra propiedad.
—Estás loco si crees que voy a traicionar a los míos.
—Piénsalo bien, Cejijunto. Te harías muy rico y muy pronto.
—Está muy vigilado...
—Serías muy rico...

04. Los enanos de las Colinas Rojas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Gimkal se marchó dejando a Urnnart en aquel lugar con sus pensamientos como única compañía. Urnnart volvió a su puesto de vigilancia turbado por el encuentro que había tenido y se sentó de nuevo en aquella enorme piedra al lado del río. Meditó durante largo tiempo. Era una oferta realmente tentadora, pues los enanos aman por naturaleza ese tipo de riquezas que podría ofrecerle Gimkal. Pero aquello no era lo más tentador, después de todo.
—Sería mío... —murmuró para sus adentros.

Aún así, y aunque sus ganas por adquirir en posesión única el Pico de Haîkkan eran muy fuertes, Urnnart no era estúpido. Le había dicho una gran verdad a Gimkal: el pico estaba muy vigilado. Tanto, que sencillamente no pasaba mucho tiempo sin ser usado, y normalmente era un centro de atención tal que siempre había alguien con sus ojos clavados en él.
Así que pasaron varios días con la tentación de Urnnart, y con la resignación de que aquello era una misión imposible para él.


§

Pero los acontecimientos de aquellas tierras volvieron a cambiar radicalmente cierto día, cuando Gimkal llegó apresuradamente a los aposentos de su líder.
—Habla, mi comandante —dijo Gûnyrch—. ¿Traes noticias acerca de Urnnart o del Pico de Haîkkan?
—No, mi señor.
—¿Entonces, qué te trae hasta aquí con tanta prisa y preocupación?
—Una de las patrullas de vigilancia ha encontrado a alguien husmeando por los alrededores.
—¿Un Quiebrarrocas? ¿Un hombre de los bosques?
—No. Se trata de un elfo, mi señor, y está acompañado de un animal bastante peligroso.
—¿Le habéis capturado?
—Al elfo sí. No ofreció resistencia. La bestia escapó.
—Traedlo a mis aposentos —ordenó Gûnyrch.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Un grupo de seis Pies de Hierro llevaron al elfo hasta la cámara personal de Gûnyrch Puño de Hierro. Lo habían escoltado con sus hachas listas para matarle, intimidando a su presa y para que así desistiera de una posible fuga. Al prisionero no le desarmaron porque sólo llevaba un bastón entre manos, y aunque posiblemente un bastón podría ser usado como arma, no creyeron capaz al elfo de usarlo con la eficiencia necesaria como para malherirles, ni mucho menos escapar.
A pocos metros del trono de Puño de Hierro, el grupo se detuvo. El elfo parecía esperar a hablar cuando fuera preguntado, pues no quería parecer maleducado ante aquellos enanos. Esta raza de corta estatura y hombros robustos era conocida por su tozudez y sobre todo por su mal carácter, así que el elfo esperó paciente. Hubo unos instantes de tenso silencio. Los enanos parecían esperar algo del elfo de cabellos dorados. En vista de que nadie decía nada, el prisionero se decidió a hablar. Pero cuando abrió la boca para hacerlo, antes de que su lengua articulara palabra alguna, uno de los enanos le golpeó con el mango de su hacha en la rodilla, haciéndole caer.
—¡Arrodíllate! —le ordenó.
El elfo no desobedeció aquellas palabras y se quedó en aquella sumisa postura. Esperó de nuevo, pero tampoco nadie habló. Decidió hacerlo de nuevo, y esta vez le dejaron hacerlo.
—Os saludo, oh, rey de los enanos —dijo con voz solemne.
Aquello pilló por sorpresa a Gûnyrch. Hacía tiempo que soñaba con haber reunido a todos los clanes de las colinas y formar una sola tribu de enanos, como se relataba en las leyendas de antaño. Él hubiera sido un buen rey, pero ahora los tiempos habían cambiado, y aquel sueño se había tornado del todo imposible.
—No soy rey de ningún enano —le dijo—. Estás delante de Gûnyrch Puño de Hierro, jefe del clan Pies de Hierro. Di ahora quién eres y qué has venido a hacer aquí.
El elfo levantó la mirada y observó a Gûnyrch. No parecía distinto de los demás enanos, pues su vestimenta y aseo personal eran muy similares. Su rostro era bien parecido: espesas cejas, largos pelos enmararañados y una barba larga y oscura. Sólo una coraza de inconfundible mithril y unos cuantos anillos de oro le diferenciaban claramente del resto.
—Mi nombre es Algoren’thel —dijo—. Y simplemente soy un errante viajero en busca de nuevos caminos que recorrer y nuevas tierras que conocer.
—¡No! —le gritó Puño de Hierro—. Nada de viajero. ¡Eres un elfo! Un larguirucho y esmirriado elfo de cabellos descoloridos.
Algoren’thel no esperaba que lo reconocieran como elfo. A pesar de ello y por su forma de hablar, parecía que aquellos enanos no apreciaban demasiado a los de su raza. Aún así, pensó que en cierto modo tuvo suerte, pues intuyó que de haberlo reconocido como un demonio blanco la situación hubiera sido más peliaguda si cabe. Por eso, desde la su salida de los dominios del Bosque del Sol, se había estado ocultando de los ojos de los humanos. Para llegar hasta las montañas, había pasado por el bosque de Deilainth. Había ido con cautela y sigilo cuando hubo descubierto a unos humanos peculiares. Los cabellos de muchos de ellos eran rubios, y los confundió a primera vista con elfos, pero pronto había comprendido que no eran de su misma raza, así que continuó su camino hasta las montañas ocultándose entre los arbustos y las ramas y troncos de los árboles, como tan bien sabía hacerlo.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

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—Es cierto —admitió finalmente—. Soy un esmirriado y larguirucho elfo de cabellos... descoloridos —estuvo a punto de decir “cabellos dorados”, pero aquel adjetivo hubiera expresado una cualidad que quizás no agradara demasiado a los enanos.
Los enanos sonrieron, pareciendo satisfechos por aquella sumisión.
—¿Y por qué rondabas por nuestras tierras si puede saberse? —le preguntó el jefe enano.
—Ya os lo he dicho. Por nada en concreto. Simplemente soy un viajero. Como veis no voy armado.
—Eso que dices es cierto, pero un elfo nunca revela sus verdaderas intenciones. Así que te exijo que confieses o pagarás tu osadía.
Algoren’thel decidió no irse con rodeos. ¿Por qué ocultar su verdadero motivo?
—Dicen que una vez, hace mucho tiempo, un dragón asoló estas montañas. Quisiera saber si eso es cierto, y de ser así, me gustaría saber cuáles son vuestros conocimientos acerca de este asunto.
—¿Un dragón dices? —Gûnyrch Puño de Hierro miró a los presentes. Pasados breves instantes, agregó—: Nunca vimos a un dragón por estas tierras.
—Os hablo de hace mucho tiempo, Puño de Hierro. Os hablo de los Días Oscuros.
Todos los enanos allí congregados se miraron confundidos. No sabían a qué venían aquellas preguntas acerca de un hecho tan lejano en el tiempo.
—Ya nadie recuerda nada de aquellos tiempos, elfo —le contestó—. Ni sé de nadie que quiera saber nada de ellos. ¿Por qué tanto interés?
—Busco respuestas, noble enano.
—Hay escritos en varias tablas y paredes que hablan de tiempos muy remotos, pero nada referente a un dragón.
—Quisiera verlos, si no es molestia.
Los enanos volvieron a sorprenderse y cruzaban miradas iracundas. Aquel elfo descarado estaba pidiendo favores, cuando debía pedir clemencia por su vida.
—De eso nada, elfo. Eres nuestro prisionero, no nuestro invitado de honor —le respondió el jefe enano.
—¿Entonces, qué vais a hacer de mí?
—De momento irás al hoyo, y permanecerás allí hasta que tu actitud cambie.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

¿Cambiar a qué?, pensó el elfo. Pero no dijo nada. Prefirió seguirles la corriente a los Pies de Hierro. Quería ganarse su amistad, no enfurecerlos todavía más.


§

De este modo, lo llevaron hasta el hoyo, que no era más que un pozo de unos cinco metros de profundidad excavado verticalmente en la roca. Tenía un diámetro de unos dos metros, y sus paredes eran lo suficientemente lisas como para evitar ser escaladas. Allí lo dejaron durante días, alimentándolo sólo con hogazas de pan y un cubo de agua diario que le bajaban mediante una cuerda.
El elfo oyó durante su estancia varias conversaciones. El oído el elfo era fino, y los ecos de los túneles en principio le confundieron, pero acabaron por revelarle muchos secretos. Por ejemplo, dedujo que había varios clanes más de enanos en la zona y cuáles eran sus relaciones. También oyó algo acerca del Pico de Haîkkan, y que también esperaban que el Cejijunto se lo llevara hasta ellos.
Aunque la información era de lo más interesante, Algoren’thel estaba incómodo en aquella situación, pues él estaba acostumbrado a vivir al aire libre, a la anchura infinita de los bosques y las llanuras. Muy pocas veces en su vida había permanecido largo tiempo entre paredes, y lo había pasado mal, muy mal. Y resistió un día, incluso dos, pero al tercero no pudo más. Notaba cómo la circunferencia de roca que le rodeaba se estrechaba y le ahogaba los pulmones, y su corazón latía con una fuerza brutal. Hubiera querido permanecer allí dentro durante más tiempo hasta que los enanos le tomaran confianza, pero su cuerpo no podía más. Tenía que salir de allí cuanto antes.
Desde que entró en aquel agujero, que Algoren’thel supo sobradamente que podía salir con cierta facilidad. Allí abajo tenía a Galanturil, su inseparable cayado de madera de roble. Los infelices enanos no sospecharon en ningún momento que aquel bastón fuera el arma más mortífera que aquel elfo podía usar, y ni mucho menos que le fuera de utilidad para salir de un hoyo de tanta profundidad. Había arena y algo de tierra enfangada en el suelo de aquella húmeda prisión de roca.
Así que esperó a que los sonidos de las rocas le indicaran que no había ningún enano cerca del hoyo y se puso manos a la obra. El elfo amontonó una cantidad considerable de tierra en el centro de la circunferencia y hundió un extremo de Galanturil sobre ella. Automáticamente, de la base sepultada del bastón empezaron a brotar raíces y a anclarse en el suelo de roca. Como si años de evolución pasaran en un abrir y cerrar de ojos, el cayado del elfo se ensanchó y creció, naciendo de él ramas y hojas, incluso agrietando parte de la roca con sus gruesas raíces hasta alcanzar el aspecto de un majestuoso roble.
Cuando pareció haberse terminado aquella transformación, el elfo trepó por su tronco y sus ramas con la agilidad de un gato, alcanzando la cima en un santiamén. Asomó su cabeza fuera del agujero y vislumbró el túnel por el que lo habían llevado. Salió de allí, y sujetando una de las ramas de la copa del árbol, dijo en voz baja:
—Vuelve a ser bastón, Galanturil.
Obedeciendo a su dueño, las raíces se encogieron, y con ellas el tronco y el resto de las ramas que parecían regresar hacia su punto de origen, sólo que esta vez, el punto originario era justo donde el elfo tenía amarrada una de sus ramas. El proceso fue tan rápido como su inverso y, finalmente, en las manos de Algoren’thel se hallaba su inconfundible y versátil cayado de madera de roble.
Algoren’thel les había dicho la verdad a los enanos. Había ido allí para saber de los hechos acaecidos en los Días Oscuros, y una parte de él quería ver aquellas escrituras enanas talladas en piedra y estudiarlas. Pero otra parte de su ser mucho mayor quería salir de aquellas cavernas, pues necesitaba el viento fresco acariciando su rostro, el dulce trino de los pájaros en sus oídos, el olor de la refrescante hierba en su nariz y la blanca y suave luz de las estrellas en sus ojos. No entendía cómo aquella peculiar raza que eran los enanos era capaz de vivir la mayor parte de su vida encerrada entre cuevas y túneles como aquellos, con tantas toneladas de piedra sobre sus cabezas, sobre todo cuando tenían la posibilidad de vivir al aire libre y contemplar las maravillas de la Madre Naturaleza.
Con el sigilo y la gracilidad propia de los elfos, Algoren’thel consiguió eludir a varios enanos que pululaban por aquellas cámaras y túneles aprovechando cada sombra y cada resquicio que pudiera ocultarle de los atareados y distraídos enanos.
Sabía que tenía que haber otros caminos, pero el que él conocía le llevaba muy cerca de los aposentos de Gûnyrch Puño de Hierro y de éste a la salida. Esa zona estaba tremendamente vigilada, y sabía que no podría pasar por allí sin ser visto. Aun así, no quiso aventurarse a probar otros caminos y perderse por aquella extensa red de túneles que, en el mejor de los casos, le llevarían finalmente a una salida también vigilada. No parecía tener mejor opción.
El túnel desembocó en una amplia sala. Una docena de enanos hablaban y discutían metidos en sus quehaceres, la mayoría armados. El plan del elfo era simple: llegar lo más cerca posible de la salida, y cuando no tuviera más remedio saldría al descubierto y echaría a correr. Así ocurrió. Llegó hasta un punto de aquella cámara donde entendió que no tardaría en ser visto. Se levantó de detrás de aquel arcón y corrió como el viento hacia la puerta. Los desprevenidos enanos tardaron en reaccionar y Algoren’thel pudo llegar hasta el otro extremo de la habitación sin ser detenido.
—¡El elfo ha escapado! —gritaron varios enanos.
Los ecos naturales de aquellos túneles sirvieron esta vez a los propósitos de los Pies de Hierro, y prácticamente todo el clan pudo oír aquella alarma que, por si fuera poco, se fue propagando de boca en boca como el fuego lo haría sobre la seca yesca. Algoren’thel sabía que sólo le quedaba ahora un túnel por recorrer para poder llegar al mundo exterior, pero varios enanos corrían para detenerle en su huida. Por suerte para él, la mayoría de éstos venían por detrás. Usó a Galanturil para quitárselos de encima, pero sin querer causarles demasiado daño. No eran malas gentes, simplemente tenían mal carácter y quizás un excesivo sentimiento de la prudencia. Pero pronto descubrió que debería de golpear con más energía si quería escapar, porque los rudos enanos eran muy corpulentos y fuertes, y su centro de gravedad estaba muy bajo. Resumiendo: eran muy difíciles de tumbar. Por suerte lo descubrió pronto y se empleó al máximo en su tarea. De todos modos, sus cascos y corazas les protegían de los tremendos golpes que les asestaba, así que finalmente decidió usar su cayado para protegerse de los enanos y usar la inercia de sus embestidas para esquivarlos mediante medios giros y dejarlos atrás. Los últimos dos enanos franqueaban la puerta y no se movieron. Esperaron a Algoren’thel, que venía a la carrera. El elfo no aminoró su marcha, sino que la aumentó ante la sorpresa de los centinelas. ¿Acaso pretendía embestirlos? Si era así, los barbudos tenían las de ganar. Lanzó con fuerza a Galanturil como si de una lanza o jabalina se tratase. Los centinelas se apartaron en un acto reflejo, y el bastón pasó ligeramente por encima de sus cabezas. Había errado el tiro, pensaron los enanos, mas el elfo no pareció preocupado y siguió su loca carrera.
En el último instante, el elfo hizo un amago y se dirigió hacia la pared de su derecha. Con una mano apoyada en el casco de uno de los enanos, sus livianos pasos recorrieron el muro derecho y pasó literalmente por encima de los dos centinelas. Cuando sus pies tocaron el suelo corrió como un gamo hasta alcanzar su bastón. Siguió corriendo con una veintena de Pies de Hierro persiguiéndole y sorteando a otros tantos que estaban por allí fuera, sumidos en principio en sus quehaceres. No lograron detenerle, y el elfo llegó a una zona bastante despejada.
Cuando creyó haber logrado una distancia considerable que le mantenía a salvo, al frente suyo se encontró con otra veintena de enanos fuertemente armados.

04. Los enanos de las Colinas Rojas

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal