La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

05
El final de un largo viaje

Ahora lo habéis visto con vuestros propios ojos —dijo ella tras saborear un sorbo de aquel espléndido vino—. ¿Qué opináis ahora?
Era ya de noche, y allí estaban los tres, a la luz mortecina de unas velas observando una y mil veces aquel viejo plano. Se hallaban en la morada de Jennek, socio de una cooperativa vinícola de Hyragmathar. Tras un largo y penoso viaje, habían conseguido llegar hasta allí desde la ahora tan lejana Bernarith’lea. Habían terminado gran parte de su viaje atravesando la Sierpe con las dificultades que ello conllevaba. No obstante, la bardo los había conducido bien. Se notaba que Avanney tenía un conocimiento exhausto de la Sierpe Helada, o en cualquier caso, un conocimiento exacto de las rutas que llevaban a Hyragmathar, así como de la supervivencia y de los recursos que ofrecían aquellos parajes montañosos.
De este modo llegaron a buen puerto con bastante rapidez, no sin librar una pequeña liza con un grupo de orcos cuando empezaron su primera ascensión. En esta ocasión Endegal pudo observar que la destreza que Avanney mostraba en los entrenamientos en Ber’lea era perfectamente aplicada en las batallas reales, y que no dudaba en hundir a Las Dos Hermanas en los cuerpos de sus desafortunados enemigos, sobre todo tratándose de orcos. Tras llegar a Hyragmathar, se habían instalado en la casa de Jennek, un amigo de la joven bardo.
Avanney les había mostrado las señales a Endegal y Dedos. Habían visto las gigantescas piedras pertenecientes a una antigua torre apiladas y distribuidas por el suelo, formando una enorme circunferencia. Y algunas de ellas mostraban los efectos devastadores de un fuego infernal, semiderretidas algunas, arañadas y partidas otras. Y las más inquietantes presentaban unos surcos que ninguna arma o artefacto conocido pudieran haber provocado.

05. El final de un largo viaje

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

—Tenías razón, Avanney —admitió el medio elfo—. Solamente un dragón o una bestia similar puede haber sido la responsable de esos escombros. Pero no debemos olvidar el verdadero motivo que nos ha traído hasta aquí. Debemos encontrar la espada mágica.
Avanney se echó las manos a la cara.
—No te desesperes, mujer —la consoló el mediano mientras observaba el reflejo de las velas sobre la pulimentada superficie de su esfera de granito—. Este mentecato no lo entenderá nunca.
Endegal lo agarró con una mano por los pliegues de su manto y lo aproximó, haciéndole apoyar su tórax sobre la mesa.
—¡No te permito que me insultes, enano!
—¡Suéltame, animal! —gritó él.
Sus miradas se sostuvieron durante largo tiempo. En ese momento entró Jennek en la habitación.
—¿Qué ocurre aquí, amigos?
—Nada nuevo —admitió la bardo —. Endegal, por favor... —le pidió.
El semielfo soltó a Dedos, y éste se incorporó poniendo un pie sobre la silla y otro sobre la mesa hasta colocarse a la altura de Endegal.
—Sí que ocurre —dijo el mediano clavando su mirada sobre el semielfo—. Por lo visto, este señor no sabe todavía que para encontrar la espada es necesario reunir cierta información. Y parece no recordar que fue esa misma espada que buscamos la que mató a aquel dragón. Así que si nunca hubo dragón, nunca hubiera habido espada. Y si hubo dragón, como parece que así es, sólo tenemos que averiguar qué le sucedió al portador de la espada que lo mató.
Endegal tenía ganas de darle una reprimenda, pero las palabras de aquel mediano eran de una lógica aplastante, y aunque no supo por qué, ni siquiera pudo replicarle nada.
—Ya está bien —dijo Avanney mientras se interponía entre ambos—. Dejadlo de una vez.
Jennek trajo más de aquel sabroso vino acompañado de algunos embutidos y hogazas de pan.
—Tengo entendido que el caballero de la espada se refugió en alguna parte de Drah-Smeth. ¿No es así, Avanney? —intervino el propietario de la casa.
—Eso dicen.
—Entonces hay algo que no entiendo —dijo Endegal—. Si él acabó con aquel dragón, ¿por qué tuvo que refugiarse?
—Seguramente aquel dragón no fue el último reducto de las fuerzas del enemigo, y quizás quisiera ocultarse en otro lugar para que no atacaran Hyragmathar de nuevo —aventuró el propietario de la casa.
—Eso no tiene sentido —dijo Dedos—. Si Hyragmathar fue atacado en un principio, supongo que sería porque era una ciudad importante. Si se encontraba aquí aquel guerrero fue para defenderla, no para refugiarse.
—Entonces quizás, una vez muerto el dragón, el guerrero se desplazó hacia algún lugar para atacar las últimas fuerzas del enemigo —razonó Avanney.
—¿En Drah-Smeth? —preguntó Endegal—. ¿En uno de los picos más altos y condenadamente fríos de la Sierpe?
—Yo tengo otra teoría —terció Dedos—. Yo creo que huía porque querían arrebatarle la espada.
—¿Huir? ¿De quién? —preguntó Endegal, asombrado por aquella hipótesis—. ¿De los aldeanos?
—De quien fuera —respondió—. Posiblemente, de los propios aldeanos, sí, ¿por qué no? Tened en cuenta del increíble poder que atesora esa arma, capaz de matar a un dragón. ¿A quién no le gustaría tenerla? Supongo que a muchos. Y aunque nadie fuera capaz de derrotar a su portador, supongo también que éste acabaría harto de tener que lidiar continuamente, así que optaría por desaparecer del mapa.
—Y al parecer lo consiguió —apuntó Avanney—. Nadie supo más de él desde que se marchó de aquí. Aunque las leyendas hablan de que alguien consiguió encontrarlo y derrotarlo, pero que en la lucha, la espada se precipitó al vacío por el barranco ciego y se perdió por siempre en las aguas del río Hyranuin.
—Por siempre no —dijo Endegal convencido—. Nosotros la encontraremos.
—Será difícil —apuntó Jennek—. Las aguas del Hyranuin son bravas. Pueden haberla arrastrado muy lejos de aquí, o puede que después de todo la espada se rompiera en su caída.
—Esperemos que la magia que la creó fuera lo suficientemente fuerte como para evitar eso —dijo Endegal.
—No creo que se rompiera —dijo Avanney—. De haberlo hecho se habrían encontrado pedazos de mithril. Es más fácil encontrar muchos trozos que una espada de una sola pieza. Muchos la buscaron y no hallaron ni eso.
—Quizás esté en alguna parte del río recubierta de musgo, y por eso nadie la ha visto.
—O quizás alguien la encontró, pero la ha ocultado.
—O quizás esté en alguna parte, enterrada por el tiempo.
—Es algo difícil de evaluar —zanjó Avanney—. Pero hay que trazar un plan de búsqueda.
—Recorramos el Hyranuin palmo a palmo —sugirió Endegal.
—No. Eso sería una locura. Y muchos lo han intentado ya, ¿no es así? —preguntó Dedos. Avanney asintió.
—¿Entonces qué podemos hacer?
—Yo creo que nos estamos saltando los pasos —dijo Dedos.
—¿Los pasos?
—Sí. Hasta ahora nos hemos estado basando en leyendas —continuó el mediano—. Las leyendas no son fiables.
—Pero lo del dragón y la espada...
—Correcto. Así es. Hemos verificado, aunque Avanney ya lo sabía, que esa parte era cierta. Ahora debemos averiguar si la siguiente suposición lo es. No nos basemos en el final de la leyenda. Podría ser errónea. Vayamos paso a paso.
—Entiendo —intervino Avanney—. Tiene razón. No podemos ponernos a buscar la espada a lo largo de un barranco y de todo un río sin asegurarnos que, efectivamente, la espada cayó.
—¡Pero eso no se puede demostrar! —replicó el semielfo.
—Deberíamos seguir los pasos de aquel guerrero. Si se supone que se ocultó en el pico Drah-Smeth, vayamos allí a ver si encontramos señales de su paso.
—Eso es una pérdida de tiempo —replicó el medio elfo—. Con toda seguridad el paso del tiempo habrá borrado las huellas de su estancia, y la montaña es grande. ¿Cómo hallar el refugio de alguien que vivió allí hace no sabemos cuánto tiempo? Y si lográramos hallarlo, luego tendríamos que bajar otra vez al cauce del río para buscar la espada.
—De todos modos, Endegal —terció Avanney—, me parece que el razonamiento de Dedos es bueno. Es mejor sacar las conclusiones desde el lugar mismo que desde la distancia. Intentemos llegar hasta donde podamos y veamos sobre el terreno qué posibilidades se abren ante nosotros. Ten en cuenta que aquel guerrero no subiría demasiado, pues por muy solitario que un ser humano quiera estar, nunca soportaría el frío de la cumbre. Quizás haya pocos sitios donde vivir.

05. El final de un largo viaje

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—Está bien —concluyó Dedos—, puesto que hemos llegado todos a la misma conclusión, mejor será que partamos mañana por la mañana otra vez a ascender la Sierpe. Esta vez hacia la cumbre de Drah-Smeth.


§

Al amanecer, ataviaron a los caballos con los bultos pertinentes de alimentos, mantas, pieles y demás. Sólo habían llevado hasta Hyragmathar a Niebla Oscura y a Trotamundos. Dedos montaba en compañía de Avanney, puesto que su corcel era físicamente más brioso que Niebla Oscura, aunque después de todo, la yegua de Endegal tampoco tenía mucho que envidiarle al negro corcel de la bardo.

—¿Qué camino seguiremos? —preguntó Dedos.
—¿Qué camino crees que debió seguir aquel guerrero? —dijo ella.
—De momento, supongo que cabalgaría en dirección al pico, y cuando empezara la ascensión elegiría el camino que él supiera que va directo a Drah-Smeth, o en su defecto, elegiría el camino más próximo.
—Entonces, ése será el camino que recorreremos nosotros. De todos modos, en mitad de la ascensión, existe un poblado. Allí descansaremos y buscaremos nuevas pistas, porque si hacemos esta ruta lógica que hemos acordado, llegaremos irremediablemente a Smetherend.

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§

De este modo emprendieron el primer tramo de la ascensión, y llegaron hasta Smetherend como había predicho la bardo, sin demasiados problemas. En aquel pequeño poblado, Avanney no tenía amigos de tanta confianza como Jennek, así que fueron directos a una taberna (la única existente), que al parecer ofrecía un par de camas a los escasos viajeros que por allí pasaban, eso sí, a un módico precio de cinco cobres, les informó Avanney. El tiempo por allí era bastante frío y fuerte, y empezó a nevar con intensidad unos instantes antes de que los tres viajeros llegaran a la taberna. Lo primero que hizo Avanney al entrar fue ir directo al mostrador, y dirigirse a una mujer que estaba sirviendo vino.
—¿Dónde podemos dejar a nuestros caballos?
La mujer señaló en una dirección y respondió:
—Allí detrás hay un cobertizo con paja y abrevaderos —dijo con voz queda—. Un cobre por caballo y por día. Por adelantado —añadió.
La bardo dispensó dos cobres tan rápido como pudo. Sabía que Trotamundos estaría sufriendo las inclemencias del tiempo de la zona. Hubiera pagado diez veces aquel precio por mantener a su corcel resguardado del frío y la nieve. Salió presurosa a exterior y guió a Trotamundos y a Niebla Oscura hacia el interior del cobertizo.
Mientras tanto, Endegal y Dedos se sentaron cerca de la chimenea para desentumecer sus músculos con el calor de aquel fuego para ellos bendito.
—¿Forasteros? —les preguntó un hombre bastante viejo, con barba desaseada, corta y pelo cano.
Endegal pareció ignorarle. No quería revelar nada de la misión que hasta allí les había llevado. Avanney tenía más facilidad de palabra y de conseguir información u ocultarla. No sería la primera vez que la bardo les habría sacado de apuros similares. Además, el aliento del anciano olía sobremanera a vino, e intuyó que estaba beodo.
—Así es —contestó Dedos—. Somos viajeros, y venimos de muy lejos.
Endegal le echó una mirada asesina a Dedos. ¿Es que no podía mantener su bocaza cerrada más de cinco minutos?
—Ya veo... —farfulló el anciano mientras les observaba su indumentaria con desconfianza—. ¿Y qué les trae por aquí, caballeros?
Endegal maldijo al mediano por haber incitado al viejo a continuar con aquella conversación. Le dio un toque disimulado con la rodilla para que no respondiera.
—Venimos buscando una espada mágica —dijo Dedos sin reparo alguno.
Aquello irritó a Endegal de tal modo que quiso estrangular a su compañero con sus propias manos. ¿Cómo podía ser tan imprudente y estúpido? No obstante hizo como si no lo hubiera oído, pues entendió que hubiera empeorado la situación. Su mirada perdida entre las danzas caprichosas de las llamas, ocultaron a los ojos de los demás que le hervía la sangre a causa de la imprudencia del mediano.
—¡Lo suponía! —rió el viejo—. ¿Para qué si no iban a venir por aquí unos viajeros desde tan lejos? Este lugar no es demasiado bueno para cruzar la Sierpe. Es prácticamente un suicidio. Si no te mata la montaña, lo hacen los yetis.
Endegal permanecía a la escucha, aunque aparentaba estar ausente. Ya arreglaría cuentas con el mediano en otra ocasión.
El viejo continuó:
—A no ser que elijáis otra ruta. En Drah-Smeth no hay demasiados yetis, pero el frío es insoportable, y soplan vientos que atraviesan los mantos como si fueran cuchillos. Pero todo eso merece la pena si llegáis a encontrar la mítica espada del guerrero mata dragones, ¿eh?
—Así que ya otros la han buscado... —incidió Dedos.
—¡Por supuesto! —dijo el viejo sin dejar de reír.
—¿Qué te resulta tan gracioso, anciano? —preguntó Endegal harto de aquella cháchara.
—Oh, hacía mucho tiempo que no veía a nadie preguntar por la espada. Y me gusta conocer a la gente que cree que existe y que intenta todo por llegar a encontrarla y que muere en el intento. Y ahora mismo me parece que estoy hablando con un par de muertos, sí. ¿No os parece extraño? Pues eso es lo que sois. ¡Un par de muertos! ¡Muertos! —esta vez rió con más gana que antes.
Qué macabro, pensó el medio elfo. Endegal esbozó una media sonrisa y se levantó. Si el viejo quería burlarse de alguien, que lo hiciera del mediano. Al diablo con todos. Se dirigió a la barra en busca de vino, que por seguro calentaría el interior de su frío cuerpo.
—Así que usted cree que no existe —insistió Dedos ignorando la marcha de Endegal. Parecía disfrutar con aquella charla.
—Yo no creo nada, medio hombre —le dijo—. Sólo sé que de todos los que por aquí pasan con esa estúpida idea de encontrar una espada mágica apilada sobre los huesos de un guerrero ancestral, nunca regresan por aquí para contar su experiencia. Es un camino de sólo ida, amigo, eso es lo único que sé.

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En aquel momento entró Avanney en la taberna. Vio al mediano haciendo coro junto a la chimenea, y a Endegal en la barra sumido en sus pensamientos mientras daba cortos sorbos de su jarra. La bardo se le aproximó.
—¿Sucede algo? —le preguntó.
—Nada —respondió el semielfo—. No sé para qué hemos traído hasta aquí al mediano. Sólo nos trae problemas.
—Yo, sin embargo, creo que a partir de ahora nos será de gran ayuda.
—Pues de momento ya ha conseguido que toda la taberna sepa por qué estamos aquí.
—¿Ha hablado de ello?
—Como te digo. Lo ha proclamado a los cuatro vientos. Míralo. Ha hecho ya un montón de amigos.

El grupo de gente que estaba pendiente del mediano reían al unísono de vez en cuando. Desde allí no se oía con claridad lo que Dedos decía, pero era evidente que tenía un público al que estaba entreteniendo de lo lindo.
—Qué inteligente... —dijo la bardo.
—¿Inteligente? —A Endegal no le pareció que el tono de ella fuera de sarcasmo.
—Sí. Verás, Endegal, por aquí no llegan muchos forasteros. Y los que llegan se quedan a vivir aquí, o vuelven por el mismo camino por donde vinieron. Con mentiras sólo hubiéramos conseguido despertar recelos y suspicacias que no nos convienen en absoluto. De todos modos no hay nada de malo en buscar algo que por aquí creen que es imposible de hallar. Nos tomarán por unos locos aventureros.
—A veces me pregunto si no somos eso mismo.
—Puede que lo seamos, después de todo —convino ella apurando de un sorbo el vino que quedaba en la jarra de Endegal.
El semielfo no se inmutó en absoluto, ni por sus declaraciones ni por el hecho de que la bardo se acabase su vino. Su cuerpo estaba allí, pero su mente parecía estar en otra parte muy alejada de aquella taberna. Unos rasgos de preocupación y desencanto permanecían en aquel rostro medio élfico desde hacía ya mucho tiempo. Avanney lo recordaba como si fuera ayer. Desde el día en que Endegal descubrió que su madre había muerto que no había cambiado ni su semblante ni su actitud. Por aquel entonces Avanney conocía a Endegal poco más de un día, pero lo que se comentaba en la aldea oculta de Bernarith’lea, era que el carácter del medio elfo había caído en una depresión continua. Y al parecer, nada tenía que ver con la maldición que asolaba la aldea de los elfos.

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—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
—Nada.
—Sé que algo te ocurre. Estás muy irascible últimamente.
Endegal no pudo contenerse. Era uno de los pocos ratos de los que podía disfrutar de la ausencia del mediano, y aprovechó la ocasión para desahogarse.
—No lo soporto —dijo él dirigiendo su mirada hacia el coro que Dedos había creado en torno suyo—. Se cree el más listo de los seres y se regodea con ello. Se cree que es él quién debe dirigir nuestros pasos. Quiere que hagamos lo que él diga. Quiere imponer su voluntad sobre nosotros. Y lo que más me repatea es que encima tú le apoyas. Todo lo que él hace o dice siempre está bien y lo que hago o digo yo siempre está mal.
—Eso no es del todo cierto, Endegal. Por alguna razón Dedos te cae mal y a él no pareces tampoco gustarle demasiado. Por eso os habéis pasado tanto tiempo discutiendo. Si alguna vez me he puesto de su parte, es porque creo que tiene razón, sobre todo en lo que concierne a encontrar la espada. Endegal, no te lo tomes a mal, pero no sé por qué me parece que ese mediano que tanto detestas tiene un don. Sus razonamientos y deducciones son dignos de los más sabios. Incluso sus corazonadas, aunque no parezcan estar basadas en razonamientos, de algún modo extraño son correctas. Estoy segura que nos conducirá hasta la espada y con ella haremos desaparecer la maldición. Bernarith’lea volverá a florecer.
Endegal apartó su mirada perdida de la nada y fijó sus verdes ojos, ahora ligeramente vidriosos, en los de la joven bardo.
—En ese caso y como suponía, no es Dedos quién estorba en este grupo, sino yo. No me necesitáis para nada.
Endegal volvió de nuevo su mirada al fondo de la barra. Avanney se reposicionó y se le acercó todavía más. Puso su mano sobre el hombro del medio elfo y le dijo:
—Eso no es cierto, Endegal. Eres el mejor luchador que conozco, o uno de los mejores. Nos hemos enfrentado ya a varios orcos y lo has hecho muy bien. Y no sabemos qué podemos encontrarnos más adelante. Por supuesto que nos haces falta. Además, preveo que esa espada nos será útil para otros asuntos aparte de liberar a Bernarith’lea de su maldición —al ver que Endegal no le preguntaba, continuó—: Imagínate una espada capaz de matar a un dragón, Endegal. En manos de un gran luchador como tú, esa espada podría desequilibrar la balanza a nuestro favor.
—¿A nuestro favor? ¿A favor de quién?
—Endegal, hay alguien que está intentando arrasar con la relativa tranquilidad que conocemos. No sé cuál es su plan, pero poderes oscuros están surgiendo. Cada vez hay más orcos, goblins, y hasta trolls donde hace unas pocas décadas se creyeron extinguidas todas estas razas. No es una extraña coincidencia. Me huelo una batalla de dimensiones similares a la de los Días Oscuros.
—Te veo muy segura de ello.
—Lo estoy. Cada día más. Y sea quien sea nuestro enemigo, ha conseguido que ignoremos las señales. Cuando esté listo para destruirnos lo hará con tanta rapidez que ni siquiera tendremos tiempo de preguntarnos qué ha pasado. Caerá sobre nosotros como un torrente de agua.
»En la antigüedad, los elfos forjaron esa espada y la dotaron de gran poder. Con ella se derrotó, que nosotros sepamos, a todo un dragón. Y un dragón no se mata así como así, Endegal. Con la espada que tienes en la mano no le harías ni cosquillas, si es que el dragón llegara a dejarte que hicieras con él cuanto quisieras. La romperías en pedazos mucho antes de atravesar su armadura de escamas. Sin embargo, con La Espada Purificadora... Imagínate poder usarla. Serías invencible.

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Endegal hizo una mueca, que no era más que una sonrisa irónica. Era importante saber que estaba siendo útil en aquella misión, pero los intentos de la bardo no le convencieron del todo.

Avanney pidió la cena para los tres, y pagó también el alojamiento para esa noche. Dormirían los tres en la misma habitación —pues resultó que sólo había una habitación simple libre— aunque sólo uno de ellos lo haría sobre la cama. Se sentaron en una mesa para comer. Endegal se sentía observado por todos los presentes, y no era para menos, después de la juerga de Dedos. Tenía la extraña sensación de que el mediano habría hablado mal de él a todos aquellos desconocidos.
Cuando empezaron a cenar, el mediano sacó un mapa que ni Avanney ni Endegal habían visto hasta entonces. Al observarlo, se dieron cuenta que se trataba de un mapa bastante ampliado que abarcaba la zona que albergaba desde Smetherend hasta Drah-Smeth, con un buen número de rutas para llegar hasta la cima, con sus arroyos, caminos, barrancos y, cómo no, el curso del río Hyranuin. Se había marcado incluso el punto donde se suponía que el matador del dragón había perdido su espada.
—¿De dónde lo has sacado? —le preguntó Avanney.
—Me lo han dado mis amigos. Hay que ver qué fácil es hacer amigos por aquí... y cómo conseguir cierta información de interés —dijo mirando a Endegal, pero éste no quería discutir y le ignoró por completo.
De nuevo parecía que el mediano y la bardo se ponían de acuerdo, y eso lo desazonaba. Así que tomó la decisión de no hablar hasta que no le preguntaran directamente. No opinaría sobre nada, pues seguro que sus observaciones serían desechadas al instante. Se dedicaría a combatir cuando hubiera dificultades. Sí, ése era el papel que al parecer le habían asignado. Que no le pidieran nada más.
—¿Qué has averiguado? —preguntó Avanney con interés.
—Hay tres rutas que ascienden hasta la cima, pero sólo una de ellas tiene una senda en el propio barranco del Hyranuin. Es un angosto camino estrecho y escarpado en muchos lugares. A tu derecha mantienes a la montaña, y a tu izquierda el despeñadero. ¿Lo ves?
Lo sabía, pensó Endegal. El mediano y la bardo hablaban como si él no estuviera presente. Estaba convencido de que si él no abría la boca en toda la noche, no le dirigirían ni palabra. No tenía ni voz ni voto. Menuda amistad aquella. Y él que llegó a pensar que tal vez él y Avanney...
Mejor así, pensó.
—Ya veo —observó Avanney desconociendo por completo los pensamientos de Endegal—. Es la única ruta donde pudo haberse caído la espada al río. Está a una altura tal que, quienquiera que hubiese derrotado a su portador, debería emprender un largo descenso hasta el cauce del río con probabilidades prácticamente nulas de encontrarla.
—Eso es. Aquí hay marcado el lugar donde presuntamente cayó la espada, pero ciertamente pudo haber sido en cualquier punto de todo este tramo —dijo el mediano acotando con dos de sus dedos una parte de la ruta y el río.
—Entonces lo mejor será llegar hasta allí, y ver si encontramos alguna pista más.
—Sí, será lo mejor —dijo Dedos—. Aunque parece que el frío que hemos sufrido desde que entramos en los dominios de la Sierpe no será nada con lo que nos espera. Se dice que Arkalath maldijo esa cumbre por haber matado a un guerrero tan valeroso como aquél, y que nadie que se acerca allí consigue salir con vida. Hay quien dice también que el fantasma del guerrero se aparece a los alocados aventureros que van en busca de su espada, y les espera justo donde está la cruz para matarles... con su espada. Se cuenta que su espíritu la recogió de las aguas del Hyranuin y se la llevó al más allá y que por eso nadie la ha encontrado.
—Increíble... —murmuró Avanney atraída por esa clase de historias.
—Bueno, entonces mañana al alba podemos dirigirnos hacia allí, ¿no?
—Me parece bien, Dedos —dijo ella.
Fue entonces cuando Avanney y Dedos levantaron su vista hacia Endegal, para ver si tenía alguna objeción, pero éste había estado comiendo mientras aquéllos hablaban y ya se había terminado su cena. Estaba ahora con la cabeza apoyada mirando hacia otro lugar, absorto en sus pensamientos. Giró su cabeza hacia ellos como si al oír su nombre se hubiera despertado de algún profundo trance.
—Voy a la habitación. Estoy cansado —dijo levantándose de la silla—. Lo que decidáis me parecerá bien. Nos vemos mañana.

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Un gesto de satisfacción asomó en el rostro de Dedos; percibió que Endegal no estaba muy a gusto con ellos. Se había anotado otro tanto a su favor. Avanney se percató también de ello y recordó la conversación que había mantenido poco antes con el medio elfo. Endegal lo estaba pasando mal y en cierto modo era por su culpa. Pero era porque le fascinaba ver al mediano en acción. Sonsacaba información a cualquiera y luego era capaz de filtrarla y contrastarla hasta llegar a unas conclusiones más que aceptables. Si Dedos hubiera sido instruido en el arte de la canción, hubiera sido un buen bardo, pensó ella. Su atención hacia el mediano era mayor que hacia Endegal, y eso molestaba al semielfo. Quizás Endegal no tuviera motivos suficientes como para comportarse así. ¿O quizás sí? En cualquier caso, Avanney le tenía mucho aprecio y no podía verlo tan decaído y distante a la vez. ¿Qué podía hacer?
—¿Quisieras terminarte tú mi cena, Dedos? —le preguntó. Si había algo que Dedos había heredado de sus congéneres del Valle del Ancres, eso era sin duda el amor por la comida, y la bardo lo sabía.
—Por supuesto —dijo él sin dudarlo.
—Voy a descansar yo también. Necesitamos reposo. Mañana será un día duro.
—Imagino —concluyó Dedos—. ¡Ah, te recuerdo que tenemos que sortear la cama! —vociferó mientras ella estaba ya de camino.
Avanney se giró y asintió. Unos murmullos subidos de tono se oyeron cerca del mediano cuando Avanney desapareció de su vista. Dedos sonrió y añadió:
—La tengo en el bote...
Risas.

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§

Avanney se dispuso a entrar en la habitación. Aún no había saciado su hambre, pero en ese momento prefería tener otra charla a solas con Endegal. Cuando abrió la puerta, allí estaba él, preparando su lecho en el suelo. Habían estado acampando durante muchos días en la Sierpe Helada, por lo que dormir en una dura superficie como aquel entarimado una vez más no era nada que les fuera desconocido. Pero Endegal podría haber elegido la cama, mucho más cómoda para descansar. De hecho, los dos días que habían pasado en casa de Jennek, en Hyragmathar, los cuellos y las espaldas de los tres lo habían agradecido enormemente. Y, sin embargo, Endegal, en un acto totalmente altruista allí estaba, dispuesto a ofrecer la cama a los demás, incluso con el riesgo de que fuera Dedos quien disfrutara de ese privilegio. Era un gesto que le honraba. ¿Era el único o el primero del que Avanney se daba cuenta? Endegal tenía razón, pensó ella. Desde que partieron de Bernarith’lea sólo había tenido ojos para Dedos.
—Endegal, ¿te encuentras bien? —le dijo ella.
Endegal levantó los hombros, indiferente, mientras se descalzaba las botas. Ni siquiera la miró.
—He estado pensando —continuó ella mientras procedía a desabrochar las correas que mantenían a Las Dos Hermanas sobre sus muslos—. Puede que tengas razón. No te hemos tenido en cuenta en algunas ocasiones.
—Si tú lo dices... —dijo simulando una total despreocupación por el tema.
Avanney dejó sus espadas sobre la cama y se sentó en el suelo, a su lado.
—Endegal, lo siento. No fue mi intención.
—Eso no cambia las cosas, ¿no te parece? —dijo esta vez visiblemente disgustado.
Avanney le cogió de la mano.
—Entenderé que no me perdones, pero quiero que sepas que me importas más de lo que tú imaginas.
Aquello sobrecogió al semielfo.
—Avanney, yo...
Ella acercó su cara hacia la de Endegal y le besó en la mejilla.
—¿Me perdonas? —le dijo con cara de niña buena.
Endegal no pudo resistirse y la besó. Ella no hizo amago alguno de rechazar el beso. En ese momento oyeron unos pasos en la puerta que se abrió y ambos se separaron sobresaltados. Dedos entró en la habitación.
—Me hubiera quedado un poco más, pero... —decía éste mientras atravesaba el umbral, y vaciló viendo que allí estaba pasando algo extraño—. Quisiera estar presente durante el sorteo de la cama. ¿O lo habéis decidido ya?
—Esto... —dijo la bardo ocultando la incomodidad de la situación—. Sí, lo hemos sorteado ya. Te ha tocado a ti. Enhorabuena.
Aquello olía mal, pero el mediano decidió no cuestionar el sistema que habían usado aquellos dos para asignar la cama. Así que se acostó, un poco mosqueado por lo que hubiera podido ocurrir entre Avanney y Endegal, pues aunque la estatura de la bardo prácticamente doblaba la suya, no desechó nunca la idea de una posible relación con ella. ¿Un mediano con una humana? ¿Por qué no? Cosas más extrañas se habían visto, y en Vúldenhard ya había tenido sus particulares relaciones con algunas mujeres de la calle. Y a decir verdad, a punto estuvo días atrás, en Smethanha concretamente, de contratar los servicios de una de estas damas. Pero con Avanney era diferente; le parecía que de un tiempo a esta parte la había estado conquistando. Endegal había puesto en evidencia muchas veces su incompetencia. Sin embargo, ahora parecía que mientras él había estado ausente, ellos dos habían estado intimando más de lo necesario.
Muy astuta la bardo, pensó él, dándole su cena para entretenerle y estar a solas con el semielfo. Muy astuta.

05. El final de un largo viaje

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal