Avanney descubrió que Endegal estaba ya consciente aunque todavía aturdido y visiblemente dolorido por el terrible zarpazo del yeti, aunque sus heridas estaban prácticamente cicatrizadas. Era evidente que Dedos había aplicado los ungüentos sobre la piel medio élfica. No obstante, Endegal se afanaba extrañamente en llevarse a la boca puñados de nieve.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó ella al medio elfo.
Endegal escupió la nieve para poder hablar. Hizo una mueca de repugnancia y dolor al mismo tiempo y farfulló con voz agria:
—Mal... Muy mal —dijo—. Este piernas cortas me ha dado ese brebaje amarillento del druida. ¡Siento que voy a tener su amargo sabor todo el día en mi garganta!
Aquello explicaba los bocados de nieve.
—Lo hice por tu bien, Endegal —se excusó Dedos—. Yo intenté despertarte de varias formas, incluso te eché nieve en la cara. Sin embargo, sólo reaccionaste, y he añadir que de inmediato, cuando vertí la poción del despertar en tus labios.
Maldito mediano, se dijo Endegal. Seguro que hacerle tragar aquella insoportable poción fue lo primero que se le había ocurrido para hacerle recobrar el sentido. Y seguro también que se había excedido en la dosis. Aristel, el druida, les había advertido que aquella poción era tremendamente efectiva para sacar de cualquier trance a quien le llegara a tocar la lengua, pero que su sabor era tan horrendo y amargo que aunque pasaran años después de haberla probado, siempre se recordaba aquella desagradable sensación. Desde luego que revivía. El primero de los sentidos que “despertaba” era el del gusto, y lo primero que se sentía era un ardor en toda boca que se extendía hasta lo más hondo de la garganta, y cuando llegaba allí era como si mil agujas se clavaran en toda la lengua. El proceso terminaba en una amargura que aminoraba tan lentamente que parecía no desaparecer nunca. El druida les había dicho que aquel brebaje era capaz de despertar a un muerto. En su momento todos pensaron que Aristel exageraba con aquellas palabras, pero después de probarlo, Endegal ya no estaba tan seguro de ello.
—¿Has recuperado tus espadas? —le preguntó Dedos a Avanney obviando la mirada reprochante de Endegal.
La bardo echó hacia un lado su manto y mostró orgullosa que Las Hermanas de Hyragmathar estaban perfectamente enfundadas y amarradas a sus piernas.
—¡Bien hecho! —le alentó Dedos. Desde luego era una buena noticia. Avanney sabía sacarles a aquellas espadas cortas un eficiente y mortífero partido.
Avanney se ciñó de nuevo su manto y cargó a hombros con su bolsa de viaje.
—Venga —dijo con un ademán—. Ya hemos perdido demasiado tiempo.
Endegal, a pesar de su estado, se levantó con rapidez. Estaba de acuerdo con la decisión de Avanney. De hecho, si por él hubiera sido, nunca se hubieran detenido allí, y, por consiguiente, él no habría bajado la guardia ni aquel yeti le habría pillado por sorpresa. Empezaba a vislumbrar que las acciones y decisiones del mediano no eran tan resolutorias ni infalibles como él había creído. Avanney estaba ahora más al lado de Endegal y, además, estaba enamorada de él a pesar de los esfuerzos de Dedos por desacreditar todo lo que hacía. El ataque del yeti lo había derrotado, y sin embargo, ahora se sentía con más confianza que nunca. Se sentía renovado por dentro.
Endegal encabezó de nuevo la ascensión. Sus pasos livianos parecían flotar sobre la nieve virgen en comparación con los de Dedos y Avanney, y el ritmo de subida que impuso fue agotador para sus dos compañeros. Cuando se dio cuenta de que Avanney se estaba resintiendo aminoró la marcha.
—Creí que ibas a abandonarnos —le dijo ella poco después, al llegar a su altura.
—Nunca te abandonaría —le dijo él como cumplido. Ella sonrió.
Continuaron el ascenso hasta que Endegal se detuvo en seco. Avanney lo hizo también, adivinando en el rostro del medio elfo que algo le preocupaba. Sus ojos escrutaban el ambiente.
—Por fin un descanso —dijo Dedos cuando llegó hasta ellos. No se había percatado de la situación. Estaba tan ocupado pensando en lo cansado que estaba que sólo el descanso le parecía un motivo razonable para aquel alto en el camino.
Avanney hizo un claro gesto con la mano para que callara. Endegal habló:
—He percibido algo ahí delante.
—¿El qué? —pregunto Avanney.
—Ha sido sólo un instante, pero me ha recordado al yeti de antes.
—¿Crees que has visto su aura calorífica?
—Es posible. El viento helado disimula y disipa el calor emitido, pero me da la sensación de que ahí delante hay un yeti oculto, en algún lugar de la pared. Probablemente no a ras del suelo, sino igual como el que antes nos atacó.
—Su blanco pelaje les camufla a nuestros ojos —razonó Avanney.
—Pero no a los míos —dijo Endegal orgulloso de su don innato, aunque en ese momento se arrepintió de no ser un elfo puro, pues si lo hubiera sido, ahora no estaría dudando de si había o no un yeti acechando. Estaría completamente seguro, y sabría su localización exacta. Pero en aquella situación recordó un dicho que su madre le recitaba tiempo atrás, cuando era pequeño: «Un tuerto ve mucho más que un ciego». Cuánta razón tenía.
Avanney desenfundó sus espadas. Endegal preparó su arco y avanzó lentamente. El mediano miraba impávido los movimientos de sus compañeros de viaje, pero debajo por de su manto, sus manos aferraban fuertemente dos dagas.
—¡Le veo! —dijo Endegal entusiasmado—. Voy a acercarme un poco más, desde aquí no tengo ángulo para acertarle.
Avanney entendió lo que el semielfo quería hacer. Estaban en un camino angosto y casi sin maniobrabilidad para combatir contra un yeti. La bestia de las nieves estaba en su entorno y su corpulencia le permitiría desplazar con facilidad sus ligeros cuerpos. Con un simple zarpazo les haría, como mínimo, precipitarse al vacío. En pocas palabras: en aquellas condiciones no era deseable un combate cuerpo a cuerpo. Endegal había optado por abatirle a distancia con su arco, pero, ¿y ella? Esta vez no lanzaría a Las Dos Hermanas. Las probabilidades de perderlas si lo hacía esta vez eran cien veces mayores que cuando lo había hecho anteriormente. Se arriesgaría a un combate frontal si fuera necesario.
Endegal se adelantó hasta obtener una visibilidad del cuerpo del yeti lo suficientemente grande como para albergar una esperanza razonable de impacto. Apuntó con calma y disparó. La flecha surcó rápida el aire, pero el fuerte viento la desvió sensiblemente y ésta rebotó en la roca, muy cerca del costado de la bestia. El yeti cayó en la cuenta de que había sido descubierto y saltó rápidamente al camino. Se encaró rápido hacia ellos, pero Endegal tuvo esta vez en consideración la fuerza y dirección del viento y corrigió su disparo. La flecha voló y fue a clavarse directa en el hombro. El yeti lanzó un gruñido y continuó su marcha. Endegal realizó otro disparo. Esta vez impactó en el pecho. El yeti se acercaba más deprisa que antes. Otro disparo. La flecha se clavó en la pierna. El yeti todavía más cerca. Otro disparo. De nuevo en el pecho. El yeti avanzaba ahora más despacio. Endegal se concentró, ahora con más calma. Otra flecha más. En el cuello. Y otra más. En la frente. El yeti se quedó unos instantes paralizado, como si estuviera analizando su situación, pero finalmente se desplomó totalmente muerto.
—¡Bien! —exclamó Dedos.
Pero cuando todavía no habían comenzado a alegrarse por abatir al yeti, se dieron cuenta de que ahora su problema era mayor. Al caer, el cuerpo había resbalado, y la dura pendiente estaba lanzando la peluda mole hacia ellos como si de un enorme proyectil se tratase. El cuerpo del yeti cogió pronto velocidad. En un instante todos comprendieron que no podían apartarse, pues el volumen de la bestia anulaba los espacios.
Los reflejos y la agilidad del semielfo le permitieron saltar grácilmente a tiempo mientras el yeti le pasaba por debajo. Avanney también saltó, pero descubrió primero que su condición física distaba de la de Endegal e inmediatamente después descubrió que el cuerpo del yeti era demasiado grande, incluso tumbado como estaba. Tropezó en su vuelo con el monstruo pero consiguió superar el obstáculo rodando por encima de éste. Fue Dedos quien no pudo escabullirse. Su mediana estatura no le permitía las acrobacias de los otros dos y vio aterrado cómo se acercaba vertiginosamente la enorme mole de pelo blanco.
El yeti arrolló al mediano y ambos siguieron resbalando conjuntamente en la frenética bajada. Dedos miró hacia delante, y se le heló la sangre cuando advirtió que se aproximaban al recodo que hacía poco que habían superado en la ascensión, antes de atisbar a este yeti. Endegal y Avanney sólo podían mirar aterrados el fatal desenlace de la situación. Les era imposible hacer nada para ayudar al mediano, pues la distancia entre ellos crecía exponencialmente a cada segundo que pasaba.
Dedos se agarró al peludo brazo con ambas manos e intentó trepar sobre el cuerpo del yeti. Luego echó mano a una de las flechas incrustadas en el pecho y la otra sobre el pelaje del vientre. Cuando llegó hasta la cumbre del yeti, se giró para ver cuán cerca estaba de despeñarse. El recodo estaba ya a pocos metros de ellos.
—¡Salta! —gritó Avanney.
Dedos saltó en dirección opuesta al movimiento de caída. Cuando todavía él se encontraba por el aire sintió el silencio; el cuerpo del yeti ya no se oía patinar por la nieve. Había caído al vacío. Sin embargo, el mediano no se había librado del peligro. Al aterrizar no lo hizo de pie, sino de barriga y siguió resbalando inexorablemente hacia abajo, aunque con mucha menos velocidad que antes. Aún así, su muerte parecía del todo inevitable.
Movió sus extremidades desesperadamente en busca de algún apoyo y sus pies se quedaron en el aire en plena curva cuando sus manos encontraron un pequeño, pero oportuno, saliente de roca. Su barriga estaba en un punto de inflexión entre el sendero y el precipicio. Dedos sabía que el mínimo movimiento podría ser fatal. Miró de reojo la caída. Riscos escarpados y rocas afiladas le estaban esperando a muchos metros de profundidad. Sus dedos congelados por el frío deambulaban entre la insensibilidad y el dolor gélido mientras amarraban fuertemente aquel saliente. No creyó que pudiera aguantar por mucho más tiempo. Miró al frente y vio a sus compañeros acercarse presurosos a él, aunque con las debidas precauciones para no caer. Tardaban demasiado.
Cuando estuvieron lo bastante cerca, Endegal hincó una rodilla en el suelo y cogió al mediano por la muñeca. Sus miradas se cruzaron unos breves instantes que, sin embargo, a ambos les resultaron eternos, sobre todo para Dedos. Endegal tiró con fuerza hacia sí. Avanney le sujetó para ofrecer más resistencia y evitar que también el semielfo pudiera caer.
—¿Todos bien? —preguntó la bardo, una vez que todos estuvieron en pie y a salvo de todo peligro.
Nadie contestó.
—Está bien —concluyó ella—. Lo consideraré como un “sí”. Continuemos.
Endegal pasó delante de nuevo. Los tres eran conscientes que la visión del medio elfo podría alertarles de otros peligros. Pero Dedos estaba resentido con Endegal. Le debía la vida, y ambos lo sabían. Emprendieron de nuevo la marcha por aquel angosto sendero.
Si la dureza física que infligía aquella ruta era desazonante, más lo era el mirar a la derecha y ver que un pequeño descuido podría hacerlos caer al vacío del barranco del Hyrannuin. Esa visión les obligaba a mantener una atención máxima durante todo el tiempo. Se detuvieron momentáneamente para observar la situación. Miraron en derredor buscando indicios o posibilidades de habitabilidad en la zona. Luego miraron hacia la caída vertical. Se veían allá abajo las bravas aguas del Hyrannuin espumosas. Seguramente el sonido de su rumor llegaría con claridad hasta ellos pero el gélido viento en sus oídos lo amortiguaba hasta hacerlo prácticamente desaparecer.
—¡Estamos en la mismísima cruz! —dijo Endegal gritando para poder ser oído. El silbido de la ventisca y la nieve azotando sus cuerpos les impedía oírse con normalidad.
—Desde aquí se supone que cayó la espada hasta el río —observó Avanney.
Los tres se asomaron y vieron lo complicada que resultaría la tarea de encontrar una espada caída desde aquella altura. Y eso suponiendo que fuera realmente cierto que hubiese caído exactamente ahí. El tramo de camino susceptible de ser el lugar donde había sido derrotado aquel formidable guerrero era en verdad muy extenso, y eso multiplicaba enormemente las posibilidades, y, por tanto, la incertidumbre.
—No me extraña que nadie la haya encontrado todavía —comentó Endegal.
—Puede estar en cualquier parte —convino Avanney—. Puede que incluso no llegara al río. Pudo haberse quedado estancada en algún risco y estar sepultada bajo la nieve.
—Y puede que nunca cayera —observó Dedos.
—Es cierto —dijo la bardo—. Quizás debiéramos continuar para ver si encontramos alguna pista por aquí.
—¿Continuar? —exclamó Endegal—. ¡Eso es de locos! Cada vez se hace más imposible el paso por este sendero. Además, ya sabéis lo que cuentan las historias. Nadie ha regresado para contar su fracaso.
—Seguro que exageran —dijo el mediano—. Hemos tenido nuestros problemas, lo admito, pero dudo de eso que se cuenta de que nadie haya podido llegar hasta aquí. ¿Acaso un guerrero tan formidable como tú tiene miedo de seguir?
Endegal lo miró silenciosamente durante un breve espacio de tiempo y añadió:
—Sigamos adelante.
Así zanjaron la discusión y reemprendieron la marcha. Hacia arriba el paisaje era invariable, pero hacia abajo se abría con una rectitud inaudita el desfiladero del Hyranuin. El río circulaba con fuerza desgarrando la montaña, y al frente se observaba su espectacular cascada. El desnivel que el Hyrannuin salvaba era brutal a juzgar por la furia en que sus aguas golpeaban la roca de la Sierpe.
El frío y el viento no amainaron en lo más mínimo, y las fuerzas de los tres compañeros estaban ya muy mermadas por las duras condiciones del terreno y las horas de viaje. Incluso el medio elfo estaba agotado. Pararon unos instantes. Se comieron una lemba y media entre los tres para recuperar fuerzas y remojaron el gaznate con un buen vino tinto.
—Esto ni es comida ni es nada —inquirió Dedos tragando afanosamente aquel trozo de lemba.
No era la primera vez que comían el pan de los elfos en su largo viaje, pero el mediano no acababa de acostumbrarse a aquel alimento. A él le gustaba comer en abundancia y paladear todos los manjares remojando su garganta con cerveza aromatizada. Eso y una buena siesta era la mejor forma de llenar el estómago y recuperar fuerzas. Una simple torta de cereales y hierbas que alejaban el apetito no era de su agrado.
—No te quejes tanto y saca de una vez el plano —repuso Endegal.
Dedos accedió a su petición.
—Estamos llegando al final del sendero, según el mapa —dijo Dedos desplegando con dificultad aquel viejo pergamino.
—Eso quiere decir que estamos llegando al final de nuestro viaje —apuntó Avanney.
—¿Y qué son esas dos rayas que marcan el final del camino? —preguntó Endegal.
—No lo sé —repuso el mediano—. Nadie en la taberna lo sabía. Hubo alguien que dijo que representaban la muerte para quien osara llegar hasta allí. Pero no tengo ni idea.
—Quizás sea un puente —aventuró la bardo.
—Sea lo que sea —dijo Endegal con decisión—, de todos modos, lo sabremos dentro de muy poco.
Se levantó e incitó a los demás que lo siguieran. Avanney lo hizo de inmediato. A Dedos, sin embargo, le costó algo más. Había perdido la iniciativa en aquella búsqueda, pero finalmente obedeció a regañadientes. No creyó que hubieran descansado lo suficiente.
Más adelante, la vista de Endegal se percató mucho antes que la de los demás de que algo extraño ocurría. Observó que el camino había llegado a su fin. Cuando estuvieron allí mismo vieron con resignación a qué se debían las dos líneas oblicuas. El camino se cortaba por una caída de rocas que, en su tiempo, se derrumbaron desde lo más alto de un gran peñasco que se levantaba imponente a su izquierda. Unos cuantos metros al frente se vislumbraba que el camino continuaba serpenteando.
—¿Y ahora qué? —preguntó Endegal mirando a Dedos, como exigiéndole que demostrara el porqué de su inclusión en aquel grupo de búsqueda—. Es obvio que no podemos continuar por aquí —prosiguió en vista de que Dedos no respondía.
—Tienes razón —dijo Avanney—. No podemos atravesar esta avalancha de rocas. Están demasiado heladas. —Y tras levantar un pie y apoyar su bota sobre una, concluyó—: Y resbaladizas.
—Hemos llegado al fin de nuestra aventura —se resignó Endegal—. Por lo menos hasta ahora hemos sobrevivido.
Dedos parecía estar pensando algo. Finalmente dijo:
—¿Vamos a rendirnos ahora, después de tanto esfuerzo?
—¿Acaso estás ciego? —le reprochó Endegal—. ¡Sería un suicidio pasar por aquí!
—¿Es que no ves que estamos a punto de llegar a nuestro objetivo? ¡Esta debe ser la barrera que impidió a los demás continuar su búsqueda!
—¡Y este fue su error! ¡Todos los que habrán osado pasar por aquí habrán muerto en el intento!
Hubo un silencio descorazonador. Los tres reflexionaron sobre aquel obstáculo. Sabían que habían llegado lejos, y que probablemente aquel inconveniente bien podía ser el último. Pero al mismo tiempo les parecía del todo insalvable. Ni el frío ni el viento amainaban, por eso Endegal expuso su parecer.
—Debemos decidir algo rápido. No podemos permanecer aquí mucho tiempo más.
—He estado pensando —intervino Dedos—. Tú que pareces el más hábil de los tres —le dijo al semielfo—, podrías intentar pasar, eso sí, con una cuerda atada a la cintura. En el caso que resbales no caerás porque la amarraremos en cualquier sitio y estaremos Avanney y yo para subirte. ¿Qué te parece?
—Parece buena idea —dijo Avanney intentando convencer a Endegal—. Y si llegas al otro extremo, puedes afianzar la cuerda desde allí. Así Dedos y yo podríamos pasar agarrados a ella a modo de puente.
Endegal no estaba seguro de que aquello funcionara, pero creyó que por probarlo no perderían nada. Él asumiría todo el riesgo si aquel plan fallaba, pero Dedos tenía razón. Él era el más capacitado de los tres para emprender aquella tarea y, además, confiaba en la seguridad de la cuerda y por supuesto en el buen hacer de la bardo.
Buscaron un saliente donde amarrar la cuerda, y luego aseguraron un lazo en el pecho de Endegal. El semielfo apoyó sus pies sobre las heladas rocas. Estaban muy resbaladizas, pero pudo mantener el equilibrio. Volvió la vista y vio a sus dos compañeros aguantar la cuerda con fuerza y listos para tirar de ella si era necesario. Adelantó un paso más y a punto estuvo de resbalar. Luego otro. Encontró un hueco donde afianzar la bota. Luego encontró otro donde agarrarse. Ahora pasaba prácticamente tumbado en la pendiente de rocas. Había recorrido una cuarta parte del trayecto. Dio otro paso más y esta vez resbaló. Su cuerpo se precipitó hacia abajo y el tirón que dio la cuerda casi tumbó a los otros dos, que estaban absortos por como Endegal se estaba desenvolviendo. El cuerpo de Endegal se quedó suspendido en el aire, pendiendo de una simple cuerda que le separaba del abismo de la muerte. Miró hacia abajo y vio el rostro amenazante del desfiladero del Hyrannuin. Hace pocos días no le hubiera importado morir, pero ahora sabía que tenía una misión que cumplir, que la expedición ahora dependía de él para encontrar aquella espada mágica y liberar así a la aldea oculta de los elfos del Bosque del Sol. No. Ahora no deseaba morir.
Finalmente Avanney y Dedos pudieron rehacerse y empezaron a subir a Endegal. Una vez arriba, el semielfo volvió a intentarlo. Esta vez avanzó con más decisión, pero volvió a caer en el mismo lugar. Volvió a la carga por tercera vez y esta vez cayó antes. Estaba furioso por no conseguirlo.
—Lo has intentado... —quiso animarle la bardo.
—Todavía hay una oportunidad —dijo Endegal abstraído.
—¿Cuál? —quiso saber el mediano.
Endegal no contestó. Se volvió hacia el derrumbamiento de rocas y musitó:
—Ligero como la brisa...
El manto de Endegal ondeó más todavía que los del resto. Todos sabían el porqué. El semielfo poseía el manto del viento; un manto mágico que disminuía notablemente el peso de su portador, haciéndole tan ligero como la brisa al ser pronunciadas esas mismas palabras. Había sido un regalo del druida Aristel, un regalo que le había sido de mucha utilidad hasta la fecha.
Endegal notó cómo, poco a poco, disminuía el peso de su cuerpo. Ahora podría dar pasos más largos, incluso saltar grandes distancias. Sólo tenía que calcular muy bien sus saltos para aferrarse a algún saliente o alguna cavidad óptima para sus pies o manos. Dio un par de pasos, y pronto comprendió cuál era el inconveniente de su poco peso. El viento le empujaba con igual fuerza, pero su peso corporal ahora no resistía sus embistes, así que cayó. A Dedos y Avanney les costó ahora mucho menos subirle, aunque esta vez el viento le zarandeaba violentamente.
—¡Hay que ver qué poco cerebro que tienes! —le replicó el mediano—. Pensabas que con el peso de un ratón podrías pasar por ahí, ¿verdad? Pero no pensaste que el viento hace fuerza sobre toda la superficie de tu cuerpo. ¡Insensato! Ha sido como dejar una hoja en manos de un vendaval.
Endegal quiso increparle, pero sabía que Dedos tenía razón. Aunque bien pensado, si tan listo era, ¿por qué le había dejado intentarlo? Desde luego, o el mediano no sabía a priori cual iba a ser el resultado de aquella prueba o, en realidad, le había dejado hacer para luego mofarse de él con más sorna. Endegal se liberó de la cuerda.
—Estamos como al principio —dijo él—. ¿Qué proponéis?
Avanney, que parecía estar reflexionando desde hacía tiempo, habló:
—Creo que deberíamos considerar otras posibilidades.
—Bajar al río... —apuntó Endegal—. Después de todo ésa es la información que tenemos, ¿no? La espada se arrojó al río desde aquí arriba. Vosotros insististeis en subir hasta aquí para obtener alguna pista más. Pues ya la tenéis. Este camino no conduce a ningún sitio habitable. Y si lo hace, debe ser al otro lado del derrumbamiento y de todos modos no podemos llegar hasta allí. ¿Para qué perder más tiempo? Simplemente llegaremos a la conclusión de que la espada fue arrojada. Demos media vuelta y bajemos al cauce del Hyrannuin.
—Quizás tengas razón —dijo la bardo—, pero también nos queda otra opción.
Ambos la miraron incrédulos. No sabían de qué podría tratarse. Avanney se explicó:
—No os lo he contado hasta ahora, porque creía firmemente que éste era el camino a seguir. Pero como no podemos avanzar, me he visto obligada a considerar otras posibilidades.
—¡Habla! —le exigió Endegal.
—Cuando he bajado para recuperar mis espadas, allí abajo, en un lugar donde se suponía que no existía camino alguno para llegar, me topé con dos orcos —aquella información extrañó a sus dos compañeros—. Habían salido desde una gruta excavada en la montaña.
—¿Acabaste con ellos? —le preguntó el mediano.
—Uno escapó. Le seguí dentro de la gruta, pero no profundicé mucho. Luego salí y regresé por donde vine.
—Es evidente que ese túnel tiene otra salida en algún lugar —dijo Dedos—. Puede que nos lleve hasta la otra parte del camino.
—O puede que baje hasta el cauce del río, o puede que tenga no una, sino varias salidas —añadió Avanney.
—O puede que allí mismo fuera donde viviese el portador de la espada —apuntó Endegal. Se sentía satisfecho de su propio razonamiento. ¿Cómo era posible que ni el mediano ni la bardo hubieran pensado en aquella posibilidad?
—De todos modos, lo que parece claro es que debemos ir allí a averiguarlo —resolvió Avanney.
Avanney y Endegal empezaron a volver sobre sus propios pasos, en dirección descendente, cuando la bardo se dio cuenta de que Dedos permanecía todavía en aquel lugar mirando hacia arriba, a la izquierda del camino, pensativo.
—¿Te quedas? —le dijo Endegal.
—¿Y si...? —empezó a decir el mediano.
—¿Qué?
—Existe aún otra posibilidad —dijo Dedos.
—¿De qué hablas?
—¿Por qué no pensar que antiguamente existió un camino hacia allí? —dijo señalando en la dirección de donde se suponía que habían caído aquellos cascotes.
Tanto Avanney como Endegal se escandalizaron ante aquella hipótesis.
—¿Porque tal vez sea técnicamente imposible? —le reprochó Avanney.
—¿Por qué imposible?
—¿A dónde iba a llevar tú camino? ¿Ves lo que hay ahí enfrente? No se puede escalar, pedazo de alcornoque. Es imposible que hubiera nunca un camino ahí.
—¿Cómo que no se puede escalar? Lo más duro sería esta parte de los cascotes, pero luego la pendiente asciende más levemente hasta aquel entrante de la montaña. Ten en cuenta que la orografía protege aquel pequeño rellano del viento. Es un buen lugar para instalarse y vivir.
Avanney se puso furiosa. ¿Qué clase de juego se traía entre manos aquel astuto mediano?
—¿Se puede saber qué te pasa? Ahí no hay nada de eso que tú dices. Sólo una pendiente muy pronunciada que acaba en una pared in-es-ca-la-ble.
—No es mi problema si estáis ciegos, ¿vale? Si lo que queréis decirme es que preferís volver atrás y meteros en esa cueva de orcos, por mí perfecto, pero no me digáis que aquel llano no es un buen lugar para montar campamento.
Avanney cogió al mediano por los pliegues de su manto. En ese momento Endegal habló:
—Esperad un momento. Hay algo extraño en todo esto.
Avanney soltó a Dedos. Endegal había percibido algo.
—No me había fijado hasta ahora, pero ahora que Dedos lo menciona... —dijo él—. Veo la pared inescalable, Avanney. Pero por alguna razón que no acabo de entender, cuando centro todos mis sentidos en ella, siento que no está.
—¿Cómo es eso posible?
—No lo sé. Sólo me parece que no está. La veo, pero sé que no existe.
Dedos encolerizó.
—¿Qué clase de broma es esta? ¿Estáis intentando decirme que no veis el llano aquél? —dijo señalando hacia arriba.
Avanney observó que caía la tarde. Al sol le faltaba bien poco para ocultarse por detrás de la Sierpe. Una idea abordó sus pensamientos.
—Acampemos aquí —dijo—. Creo que vamos a descubrir pronto este misterio.
Descargaron los bultos y montaron unos parapetos para el viento. Sacaron una cazoleta e hicieron un fuego con unos leños secos que traían en sus mochilas. Cenaron con toda la tranquilidad que la Sierpe les permitía. Cuando soplaba una ráfaga de viento fuerte, los tres tenían que trabajar duro para evitar que el campamento volara por los aires. Pero aguantaron hasta el anochecer.
—Ya es de noche, Avanney. ¿Cuál era tu plan?
—Levantémonos y vayamos a verlo de nuevo.
Se podía considerar que era de noche, mas el sol acababa de ocultarse, y un último reducto de luz teñía levemente el contorno de las montañas.
—¿Qué ves ahora?
—Veo el terraplén del que hablaba Dedos allá a lo lejos. La pared vertical infranqueable ahora aparece ante mis ojos como un velo traslúcido, ¿pero cómo?
—Yo sigo viendo la pared, igual que antes —dijo Avanney—. Supongo que la luz del sol disminuía tu visión nocturna, y es ahora cuando ves la realidad.
—No lo entiendo. ¿Entonces por qué veíamos la escarpada pared de roca?
—Creo que se trata de una ilusión. Una ilusión creada para los ojos normales, pero que no engaña a tu visión semiélfica.
—¿Y qué me dices de él? —dijo Endegal señalando a Dedos.
Avanney se encogió de hombros. Realmente lo ignoraba. Ella conocía las facultades de muchas razas de homínidos y animales que habitaban el mundo, y que ella supiera, la visión de los medianos no era demasiado distinta a la de los humanos.
—¿Una ilusión? —preguntó Dedos—. ¿Te refieres a que un mago ha dejado un hechizo para que aparezca la imagen de una pared de roca donde no la hay?
—Exacto.
—Eso explicaría muchas cosas —dijo Dedos—. Por eso nadie ha encontrado la espada. Está protegida por la ilusión y por el despeñe de estas rocas.
—Pero esto no encaja —razonó Endegal—. Si alguien ha hechizado este lugar, ¿por qué no tiene él la espada?
—Puede que la tenga.
—Entonces si alguien la tiene, ¿estará viviendo aún aquí?
—Eso explicaría su camuflaje.
—Sea como sea, por lo menos estamos en el camino correcto. Si queremos averiguar más, tendremos que seguir por ahí.
—Eso es imposible. Si no podemos cruzar las rocas congeladas para llegar al otro lado del camino, menos aún podremos escalarlas para subir hasta allí.
—Pues hay que pensar algo y pronto. Hoy no caminemos más. Sería un suicidio andar en la oscuridad. Acabemos de montar nuestro campamento al abrigo de las rocas y mañana tomaremos una decisión.