La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

08
El resurgir del dragón

» Quien aún dude de que un dragón es uno de los seres más inteligentes que han pisado este mundo está volviendo la espalda a la evidencia. Ankalvynzequirth el Rojo, además de dragón, era enormemente listo y paciente como se les presupone a todos los de su raza. Así lo demuestra su taimada tranquilidad, manteniéndose totalmente inmóvil mientras los enanos Quiebrarrocas golpeaban con furia sus escamas e iban poco a poco descubriendo zonas de su enorme cuerpo sin ellos saberlo.
Muchísimos años atrás, Ankalvynzequirth había atacado el enorme y vasto complejo minero de los enanos, y éstos, viéndose superados por el poderoso dragón rojo, sólo habían podido idear una forma de salvar sus vidas: sepultando las minas. Su amor por sus tesoros y su morada era muy grande, pero ya habían perdido muchas vidas y, muy a su pesar, actuaron con la cabeza y no con el corazón. En la cámara del tesoro se había quedado Ankalvynzequirth el rojo contemplando aquella enorme multitud de riquezas cuando oyó el estruendo que finalmente lo sepultaría. Viéndose atrapado, lanzó sus últimas llamaradas sobre el techo rocoso que se le venía encima. Muchas rocas se derritieron sobre él y otras tantas le golpearon fuertemente hasta aplastarlo.
Pero un dragón es mucho más resistente de lo que la gente corriente piensa.
Ankalvynzequirth se quedó enterrado bajo miles de toneladas de roca, y aunque no pudo moverse, permaneció vivo, durmiendo un sueño de siglos, esperando pacientemente y pensando en que llegaría el día en el que quedaría libre. Los dragones son muy capaces de ello; pueden atiborrarse a comer durante semanas enteras y luego sobrevivir tranquilamente durante siglos, durmiendo y sin probar bocado.
Y finalmente, un día despertó, sintiendo que un fuerte sonido de golpes se acercaba entre la fría y pesada oscuridad hasta donde él estaba. Supo de inmediato que su liberación estaba próxima. Y no hizo ningún movimiento que lo delatara mientras el peso de su sepultura fuera lo suficientemente grande como para evitar que pudiera liberarse por sí solo. Ni siquiera movió un solo dedo cuando ya sentía el furioso golpetear de los picos sobre sus propias escamas. Así que esperó un poco más, pero para su desgracia, los trabajos de los enanos finalmente fueron paralizados por orden directa de Ondyrk el Barbatosca . . . «

08. El resurgir del dragón

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Fragmento del Libro de las Revelaciones.


A los enanos les costó mucho trabajo asimilar que todo el esfuerzo que habían estado realizando al bordear la misteriosa Piedra Escarlata estaba inconscientemente destinado a liberar a un terrible dragón. Pero no tuvieron más remedio que aceptarlo cuando el presunto dragón, a la vista de que había cesado el tintineo de los picos, intentó liberarse por sus propios medios. Entonces notaron las fuertes sacudidas de la bestia esforzándose por salir de su tumba de piedra. Pero por fortuna no tenía aún la movilidad suficiente, y el peso de mucha montaña todavía luchaba contra la voluntad del dragón.

Ondyrk estaba reunido en la sala de guerra junto a sus consejeros y comandantes. Estaban todos sentados alrededor de una mesa ovalada de granito verde pulido, decorada con plata y tallas de madera manufacturadas por los hábiles carpinteros de Deilainth. Tres pilares gruesos igualmente decorados, soportaban todo el peso de la misma.
—El dragón está del todo inmovilizado, Señor. Hemos sepultado de nuevo y reforzado las zonas más débiles. Nunca podrá liberarse. Nuestros trabajos pueden proseguir su curso habitual sin peligro. Dado que la existencia de la Piedra Escarlata ha perdido su razón de ser, los trabajadores destinados a su extracción podrán ser reubicados a las zonas de minería convencionales.
Ondyrk asintió con satisfacción. Después de todo el miedo y caos desencadenado desde el descubrimiento del elfo, habían controlado la situación.
—¡No estoy de acuerdo! —dijo Nemkhyr—. Mi familia no vivirá tranquila mientras excavamos al lado de una bestia tan feroz y poderosa como esa.
—¿Qué aconsejas entonces? ¿Huir?
—Hay que matarlo. Es nuestra única oportunidad. Nuestros antepasados sepultaron las minas para librarse del dragón. Y ahora nosotros lo tenemos aquí mismo, inmovilizado a nuestra merced. ¿No merecemos vengar las muertes que seguro causaría este monstruo del averno a los padres de nuestros padres? ¿No creéis que tenemos la obligación de matarlo?
Se armó un gran alboroto en la sala. Era obvio que las palabras de Nemkhyr habían hecho mella en muchos corazones divididos. Sobre el barullo de voces sobresalió una que se hizo oír por encima de las demás.
—Tiene razón. Mientras esté vivo, estaremos en peligro. Cuando lo matemos, entonces volverá la tranquilidad a nuestras casas.
—¿Y cómo lo mataremos? —preguntó alguien—. ¡Ni siquiera el Pico de Haîkkan ha podido atravesar su armadura de escamas!
La discusión continuó más alborotada incluso que antes.
—¡No podéis! —gritó una voz desde la entrada. Aquella voz sonó fuerte, pero en ningún caso como lo habría hecho una voz enana en aquellas condiciones.
De pronto, Algoren’thel irrumpió en la sala. Todos callaron de repente y le miraron fijamente. Eran conscientes de que gracias a él se había evitado una tragedia. Pero eso les enfurecía aún más. Salvados por un elfo, pensaban. Un elfo había sido más inteligente que ellos y ahora se sentía superior a los enanos, como todos los elfos. Otros, sin embargo, maldecían el día en el que dieron cobijo a Algoren’thel, porque antes de que el elfo hubiera pisado aquellas galerías, estaban tranquilos. Desde entonces, había habido bajas lamentables en la pugna por el Pico de Haîkkan, y ahora tenían la amenaza latente de un dragón rojo.
Algoren’thel no había sido invitado a aquel consejo. Todos esperaban ansiosos la reprimenda que Ondyrk el Barbatosca seguramente le dedicaría por su insolencia. No obstante, el jefe del clan no hizo muestras de hablar. Dejó hacer al elfo.
Algoren’thel fue abriéndose paso a través de la enorme sala. Sus pasos livianos parecieron no alcanzar nunca la mesa situada en el mismo centro. Los enanos estaban todos levantados y expectantes. El Solitario se detuvo a un par de metros de ellos.
—¿A qué has venido aquí, elfo? —preguntó el Barbatosca.
Algoren’thel respondió:
—Debéis seguir mi consejo. No tenéis otra opción, Quiebrarrocas.
—¿Y sepultar la cámara del tesoro? —inquirió Ondyrk—. ¡Nunca!
—Sólo así podréis vivir tranquilos —aseguró el elfo.
—¡Eso jamás! —replicó Enkorn—. ¡La cámara del tesoro es nuestra fuente principal de riqueza! Es la ruta que nos da acceso a la mayoría de las galerías realmente productivas. ¡Si la destruimos, se acabó nuestro suministro de joyas y metales nobles!
—Entonces, cread nuevas galerías que bordeen la cámara del tesoro. Tarde o temprano, llegaréis a encontrar los viejos túneles —aconsejó el elfo—. Sólo es cuestión de tiempo.
—¡No haré nada que retrase nuestras extracciones mientras no sea necesario! —inquirió Ondyrk—. Ese dragón ya ha intentado liberarse y no lo ha conseguido. Reforzaremos todavía más las zonas débiles. Con eso habrá suficiente.
Nemkhyr miró enfurecido a su jefe de clan, y éste le dirigió otras palabras.
—Y matar al dragón es demasiado arriesgado. Nuestros antepasados no pudieron acabar con él, y si el Pico de Haîkkan no le ha herido siquiera, es inútil intentarlo.
Hubo un murmullo de voces. La mayoría parecía acatar aquella decisión.
—Pero... —alcanzó a decir el Solitario.
—¡Ondyrk el Barbatosca ha hablado! —le interrumpió el propio Ondyrk, dejando el tema por zanjado.
Todos callaron.
Algoren’thel entendió que la terquedad de los enanos le haría del todo imposible razonar con ellos. Incluso los que no estaban conformes con el Barbatosca se mordieron la lengua. El elfo dio media vuelta y salió resignado de la sala.

08. El resurgir del dragón

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Afuera, algunos enanos se agolpaban para saber acerca de la reunión, pero se apartaron para dejar pasar al elfo. Más adelante, el elfo notó cierto vaivén de enanos poco habitual. Había un alboroto inusual entre aquella pequeña gente. Iban y venían ansiosos. Algoren’thel se preguntaba qué haría ahora. Quizás su misión allí había acabado. Nunca convencería a los enanos de que sepultaran de nuevo la cámara entera. Y ahora él sabía más sobre lo ocurrido allí en los Días Oscuros que la propia Avanney. Supo que el dragón que arrasó Hyragmathar no fue el mismo que el que arrasó Deilainth y las Colinas Rojas, porque el primero murió, y éste último estaba aún allí con vida, sepultado bajo las rocas. Y dedujo que fueron los enanos de la época quienes destruyeron aquellas galerías para condenar al dragón. No se explicaba como habría podido entrar una bestia de tales dimensiones hasta el interior de aquellas cavernas. Era sabido —y el elfo había sido testigo de ello— que los enanos construían grandes salas. Incluso la mayoría de los túneles podrían albergar el cuerpo de un dragón. Pero Algoren’thel sabía también que los enanos construían las entradas bastante estrechas. De este modo evitaban las avalanchas masivas de enemigos, dado que en las mismas puertas la batalla se concentraba prácticamente en un combate cuerpo a cuerpo, y en caso de necesidad, estos túneles de entrada podían ser derrumbados y bloquear por completo el acceso a las minas. ¿Cómo pudo llegar a entrar aquel dragón hasta allí? Pero otras preguntas le asaltaron. ¿De cuántos dragones dispuso el enemigo en aquellos días?, pensó. Dos al menos, por lo que sabía. ¿Y qué otros engendros y en qué número compondrían su ejército?
Quizás debiera salir de allí una temporada y reflexionar. Ya hallaría un modo para asegurarse de que aquel dragón no se liberase nunca de su tumba de piedra. Era una amenaza latente que debía ser destruida a toda costa. Pero no tenía ni idea de cómo acabar con aquel enorme ser.
Pensó que quizás informando a los hombres de los bosques de Deilainth del peligro que acechaba sus casas, éstos presionarían a los Quiebrarrocas para que destruyeran de nuevo la cámara del tesoro para siempre. Sí, era una buena idea. Quizás lo haría así.
Pero lo primero era salir del territorio Quiebrarrocas. Ahora que reinaba el desconcierto entre los enanos lo intentaría. No creyó que lo lograra sin que le vieran, pues su presencia allí siempre había sido notable, y solía estar vigilado constantemente. Pero tampoco creyó que le impidieran salir. De todos modos, pronto saldría de dudas. Se dirigió hacia la salida sorteando a los Quiebrarrocas que deambulaban por los túneles. En ese momento percibió que la conducta de los enanos no era normal. Deambulaban sin rumbo fijo, a veces unos chocaban contra otros, incluso algunos estaban inmóviles u observando la textura de la pared. Allí reinaba el caos y no sabía por qué. Después de todo, quizás lograra salir de allí sin que nadie le dijera nada.
De pronto, el Solitario notó algo inusual en uno de los cuerpos que pasó rozándole. Era una presencia extraña. No parecía ser un enano. Vestía con un extraño manto plateado. Era lo único que había podido percibir. Lo que más incomodaba al elfo era que los enanos, absortos en sus absurdos quehaceres, parecían ignorar por completo a aquel individuo. Estaban sucediendo demasiadas anormalidades, así que pensó que tenía que averiguar qué pasaba. Para cuando decidió seguirlo, la estela del manto plateado desapareció tras el recodo. Cuando el Solitario llegó hasta aquella esquina se dio cuenta de que lo había perdido. El túnel se bifurcaba allí en tres direcciones. Él recordaba adónde llevaba cada túnel, pero ignoraba qué camino habría elegido aquel individuo. Se detuvo unos instantes y reflexionó.
De pronto, un temblor sacudió las cavernas. Todos se detuvieron en seco, como si salieran de repente de aquel desconcierto general.
Silencio.
Otra sacudida se produjo, esta vez más fuerte.
—¡La cámara del tesoro! —gritó uno.
Aquello pareció sacarlos a todos del trance. Los enanos conocían demasiado el lenguaje de las rocas, y de cualquier vibración que pudieran percibir, eran capaces de determinar su procedencia. Y aquel temblor era para ellos como una vela en un cuarto oscuro.
Todos corrieron hacia allí. Al elfo casi le arrastraron de tanto empujón. Una vez dentro, todos observaron la escena con auténtico asombro. Una figura desconocida estaba allí, encarado hacia los escombros que cubrían al dragón. Iba cubierta con un manto plateado, y llevaba la capucha cubriéndole el rostro. Sus escuálidas manos de uñas largas estaban abiertas y extendidas, y el individuo parecía entonar un cántico en una lengua desconocida. Los temblores se repetían continuamente.
Todos se llenaron de pavor al descubrir que aquel ser intentaba liberar al dragón usando unos métodos poco convencionales. Pero estaba resultando. Las rocas que cubrían al dragón se desmoronaban como si de un castillo de naipes se tratara. Los enanos se abalanzaron sobre el hombre del manto plateado, pero era demasiado tarde. Éste entendió que su trabajo allí había acabado y se volvió hacia ellos; hacia la salida. Los enanos corrían hacia él con sus picos y martillos en alto.

08. El resurgir del dragón

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

El extraño realizó un movimiento con el brazo y apartó a distancia a los tres primeros enanos, haciéndolos rodar por el suelo un par de metros. Luego hizo lo mismo con los cuatro siguientes. Fue abriéndose paso ante aquellos enanos enfurecidos con suma facilidad y sin tocarles. Nadie logró siquiera rozarle. Sin embargo, Algoren’thel, que intuyó que tampoco él lograría detenerlo en un ataque frontal, encontró el momento adecuado y consiguió interponer a Galanturil en el camino del extraño sin que aquél se diera cuenta. El extraño tropezó con el cayado del elfo y cayó al suelo, pero cuando el elfo se dispuso a darle el golpe de gracia, el extraño levantó su esquelética mano rápidamente, y Algoren’thel voló por los aires una gran distancia, yendo a chocar contra un enorme pilar. Estuvo aturdido durante un par de segundos y se levantó. El barullo de voces y gritos era enorme. Alzó la mirada y descubrió que había muchos enanos por el suelo, y otros corriendo hacia la salida. No pudo adivinar si despavoridos o si persiguiendo al extraño individuo. Recobrando su bastón se levantó.
Un estruendo de piedras detrás del elfo le hizo estremecer. Volvió la vista atrás y vio unos reflejos rojizos brillar por detrás de una cascada de rocas. La cola serpenteó veloz y despejó los grandes cascotes que le impedían su movilidad. La cordura le decía al Solitario que debía de correr, mas la curiosidad por ver a aquel ser legendario fue mayor. Correría, sí, pero sólo cuando lo viera bien. De momento fue acercándose a la salida con pasos cautelosos, como manteniendo las distancias. Algunos enanos se armaron de valor, y equipados para la batalla se agolparon alrededor de la bestia. El polvo de los escombros evitaba que el dragón se viera definido, pero aún así, se pudo distinguir como el dragón desplegó sus alas y las batió para deshacerse de los últimos riscos que le cubrían. Aquel movimiento levantó tal ventisca y polvareda que los enanos cayeron al suelo y Algoren’thel, que estaba bastante más alejado tuvo que cubrirse los ojos y aferrarse a la pared para no seguir la misma suerte.
Cuando los abrió de nuevo tampoco pudo ver al dragón con claridad, pues una nube de polvo estaba asentándose en toda la sala. Aún así, el Solitario percibió que sus dimensiones eran terroríficas. Nunca había visto a un dragón, y aquella visión le aterraba, pero por encima de todo, y aunque sólo vislumbraba una oscura silueta, le fascinaba. Aquella silueta se movió a un ritmo frenético y seguidamente el elfo oyó unos terribles alaridos de los insensatos enanos que querían acabar con la poderosa bestia. Su visión élfica le relataba lo que estaba sucediendo, aunque sin demasiada claridad. Intuía los cuerpos enanos, algunos levantándose del suelo y mascullando maldiciones, y otros todavía caídos, retorciéndose de dolor. Otro rápido movimiento del dragón desencadenó más gritos de dolor aterradores. Algo voló en dirección al Solitario. Rebotó en el suelo y rodó grotescamente hasta situarse a metro y medio de Algoren’thel. El elfo lo observó horrorizado.
Era medio enano. Sin abdomen y sin piernas.
Más gritos.
—¡Temblad, miserables enanos! —dijo el dragón con una voz tan profunda que infundía un terrible pavor—. ¡Ankalvynzequirth ha vuelto!
El dragón abrió sus gigantescas alas y bramó tanto que el elfo tuvo que taparse sus sensibles oídos. El eco que producía aquel rugido hizo que todo temblara a su alrededor. Al elfo le pareció que la montaña entera iba a derrumbarse sobre ellos en aquel instante. Luego oyó un profundo sonido de ronca inspiración. El dragón vomitó fuego, y la sala se incendió al instante. Se oyeron más gritos agónicos de los supervivientes. El aire se tornó irrespirable para el elfo. El horrible hedor a carne quemada ahogaba el ambiente y los ojos le lloraban. Se cubrió nariz y boca con su manto intentando filtrar así el aire que respiraba. Pero era inútil, empezó a sentirse mal. Mareos y nauseas le venían constantemente. Hizo un esfuerzo por tranquilizarse y pensar qué es lo que tenía que hacer. Allí nada más. Ni en sueños podría siquiera pensar en derrotar a aquel dragón. O huía ahora o perdería la vida.
Hizo el intento de marcharse, pero su mirada tropezó con un extraño objeto que brillaba en el suelo. Se agachó y lo cogió. Era un anillo de plata. El aro lo conformaban dos serpientes enroscadas. En la parte de arriba las dos cabezas parecían morderse la cola la una a la otra. Algoren’thel no había visto nunca algo parecido. Las serpientes eran un motivo que estaba totalmente desarraigado del estilo de la orfebrería enana. Decidió guardárselo.
Luego se dispuso a salir de allí tan deprisa como pudiera, pero se dio cuenta de que ya no se oía gritar ni gemir a ningún enano, y no pudo evitar echar un último vistazo a la escena que iba a dejar atrás. Fue un error. El dragón se paseaba entre las llamas como si nada, y la dirección que había tomado estaba clara. La silueta del dragón estaba tan cerca que Algoren’thel ya distinguía sus reflejos escarlata, y por encima de ellos, aquellos ojos... Aquellos horribles y amarillentos ojos relucientes como dos brasas incandescentes le miraban fijamente. Unos ojos que atravesaron el alma del elfo y la resquebrajaron como si de cerámica barata se tratase. Algoren’thel supo entonces qué era sentir auténtico pavor. Tenía la garganta seca. No podía moverse de allí, era como tener los pies clavados literalmente a la roca. Desde la distancia, el dragón habló:
—¡Un elfo! —exclamó sorprendido—. ¡Un elfo entre enanos!
Quizás aquella vacilación del dragón fue lo que salvó al Solitario de morir junto a los osados enanos. Algoren’thel volvió a ser consciente de su situación y de sus posibilidades y salió corriendo tan raudo como le permitieron sus piernas por el pasillo. El dragón era enorme, pero a los enanos les gustaba construir a lo grande, y las dimensiones de la gran mayoría de sus túneles y habitaciones permitirían el paso a la bestia.
Ankalvynzequirth plegó sus alas y se agachó para pasar por el pórtico. Hacía siglos que no comía ni se divertía atemorizando a algún infeliz. Los demás enanos habían huido por allí, al igual que el elfo, y se apresuró a perseguirlos. Vio al elfo correr al final del pasillo y luego desaparecer al doblar la esquina a la derecha. El dragón llegó hasta la bifurcación y se detuvo. Se encaminó a la derecha y avanzó rápido, pero cauto, pues no quería tropezar con algún pilar o estalactita, aunque a veces, incluso así su enorme cuerpo rozaba las paredes y techo, y hacía caer rocas por donde pasaba. El dragón llegó a varias intersecciones, pero guiado por su olfato, sabía exactamente hacia adónde debía de seguir.
En uno de aquellos interminables pasillos, había varios túneles a izquierda y derecha, pero eran demasiado pequeños para Ankalvynzequirth. Éste agachó su cabeza hasta situarla al ras del suelo y ojeó en el primer agujero. Vio que el túnel terminaba pronto, y al final de éste, una estancia acomodada. No vio a nadie, pero tampoco veía la totalidad del habitáculo. Olisqueó. Inspiró y luego expiró una llamarada de fuego al interior. Se oyeron unos gritos aterradores. Al menos dos enanos murieron allí dentro. Un tercero salió corriendo desesperado, como si así pudiera apagar las infernales llamas que lo martirizaban. Una enorme pata roja con afiladas uñas negras cayó veloz sobre el infortunado enano. Ankalvynzequirth se lo tragó sin más preámbulos. Se dirigió al siguiente agujero.
Lo ojeó también, pero este túnel era más largo y ancho que el anterior. Olisqueó su interior. De nuevo el fuego salió de su garganta. Agudizó el oído y oyó gemir ligeramente a alguien, pero dedujo que no había provocado ninguna baja. Deberían estar demasiado lejos. Luego observó que el humo salía no sólo de aquel agujero, sino también por los otros adyacentes, aunque en menor medida. Entendió perfectamente lo que debía de hacer. Inspiró profundamente y sus llamaradas se extendieron por aquel túnel durante mucho más tiempo que antes. Observó los otros túneles. Salía ahora más humo. Oyó a alguien toser. Volvió a llamear aquel túnel.
La temperatura y el humo hicieron que los enanos salieran de sus escondrijos. Corrían desorientados, y tosiendo amargamente. Unos con las manos frotándose los ojos, otros intentando apagar sus ropas. Una veintena de enanos corrían despavoridos para salvar sus vidas. Ankalvynzequirth sonrió para sus adentros. ¡Cómo estaba disfrutando! Con un latigazo de su poderosa cola, barrió el suelo de la caverna, golpeando y aplastando a muchos Quiebrarrocas. Los enanos que consiguieron evadir el ataque corrieron hacia el otro extremo de la sala. Estaban a punto de darle esquinazo al perverso dragón. Creyeron que ya no estaban al alcance de la larga cola de Ankalvynzequirth, ni tampoco de sus llamaradas. Se creyeron a salvo. Se equivocaron.
De la boca del dragón salió una enorme bola de fuego que cruzó la caverna y la iluminó a medida que avanzaba inexorablemente hacia los enanos. Éstos la miraron perplejos y aterrorizados conforme se acercaba a ellos. La bola de fuego pasó rozándoles las cabezas y fue a estrellarse justo por delante de ellos.
En el impacto, la bola estalló e inundó de llamaradas gran parte de la caverna, incendiando así a todos aquellos enanos que creyeron tener alguna posibilidad de escape. Una decena de cuerpos llameantes corrían sin rumbo fijo, gritando desesperados de dolor. Sin embargo, el dragón ya no se preocupó de aquellos por el momento, y se dispuso a perseguir, atrapar y aplastar a los que había derribado anteriormente, para seguidamente devorarlos. Se oyeron gritos, aunque ninguno de súplica entre aquellos enanos que aún estaban con vida, pero finalmente, vivos, aplastados o quemados, todos acabaron en la garganta del cruel Ankalvynzequirth. Ahora que había acabado con ellos, era hora de continuar con su cacería, antes de que todos los que restaban con vida consiguieran escapar de sus fauces para siempre.

08. El resurgir del dragón

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Algoren’thel había conseguido salir de las galerías de los Quiebrarrocas con vida. En su fuga había alcanzado a los enanos más rezagados y a los más indecisos en abandonar sus casas. De hecho ahora, mientras aún recuperaba el aliento, continuaban saliendo familias enteras por aquella abertura al exterior. Quedaba mucha gente por salir, pero no lo hicieron. Voces de esperanza decían que se habrían ocultado de la bestia y que esperaban la ocasión de tener vía libre para escapar. Sin embargo, se temía lo peor.
Allí afuera, decenas de componentes del clan maldecían al dragón y proferían promesas de venganza. Les habían quitado todo cuanto tenían. Sus tesoros, su vivienda, sus familias... Incluso la mayoría de sus armas y herramientas las habían abandonado en su afán por escapar de aquel infierno de rocas llameantes. La cólera y la desesperación nadaban en la apesadumbrada atmósfera. Los enanos miraban con recelo a Algoren’thel. Esperaban que de un momento a otro el elfo les dijera: «Ya os lo advertí, y no me hicisteis caso», pero el elfo calló aunque era exactamente lo que pensaba. Sabía que esas palabras eran demasiado duras para aquella gente, ahora desamparada.

08. El resurgir del dragón

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

—Esto ha de ser una pesadilla —habló Enkorn. Ni su mujer ni su hija se encontraban entre los presentes.
—Ojalá lo fuera, hermano —contestó otro—, pero mucho me temo que es real.
Ondyrk se dirigió a Algoren’thel.
—Dime elfo, ¿podrá salir de ahí el dragón? —le preguntó.
El Solitario no respondió de inmediato. Le congratuló que el jefe de los Quiebrarrocas le pidiera su opinión al respecto. Le trataba como si finalmente reconociera que él sabía más acerca de dragones que cualquiera de los enanos allí presentes. Los demás enanos, aunque orgullosos todos ellos, acabaron por adoptar la misma actitud que su líder y decidieron no dudar más de las palabras del elfo.
—No lo sé —admitió finalmente—. Lo he visto en acción y he de reconocer que su poder me ha impresionado.
—¿Le crees capaz de derribar todas esas toneladas de roca para salir? —le preguntó Ondyrk.
—Eso lo veo improbable, Barbatosca. Hay demasiada roca que perforar para llegar al exterior, pero...
—¿Pero qué? —le instó Enkorn.
—De algún modo tuvo que entrar, hace mucho tiempo. ¿No tendrían quizás vuestros antepasados una entrada lo suficientemente grande?
—¡Eso es imposible! —exclamó Nemkhyr—. Ningún enano sería tan insensato como para hacer un acceso tan grande.
Algoren’thel se mordió la lengua de nuevo, porque a punto estuvo de opinar que aquellos enanos sí que habían sido unos insensatos por haber intentado obviar la presencia de un dragón en su propia casa. Aquellos enanos que habían sido tan estúpidos se habían dejado cegar por el brillo de aquellas joyas y tesoros. Quizás todo aquello no hubiera sucedido nunca si no hubiesen encontrado el Pico de Haîkkan.
—¿Se ha salvado el Pico de Haîkkan? —preguntó el elfo.
Aquello despertó a los enanos de su trance. Se miraron entre sí, esperando a que alguno dijera que lo tenía él, que el pico sagrado estaba a salvo, pero esperaron en vano. Nadie sabía nada del pico desde hacía demasiado tiempo. No sabían si se había quedado dentro olvidado, o si alguien había intentado usarlo para matar al dragón.
—¡Entraré para recuperarlo! —dijo Enkorn decidido y con su hacha de doble filo entre sus manos.
—¡No! —dijo Algoren’thel—. Es inútil intentarlo. No puedes vencer al dragón.
—Las galerías son extensas, elfo, y esa bestia no puede estar en todas partes a la vez.
—Pero él sabrá que estás dentro. Cuentan las leyendas que los dragones tienen un oído y un olfato muy finos. Si entras, te encontrará.
—Correré el riesgo, elfo. De todos modos, sin el pico estamos perdidos.
Era cierto. Estaban desamparados. Con el Pico de Haîkkan hubieran podido excavarse con relativa rapidez una vivienda para salir del paso. Más tarde podrían volver a excavar para buscar minerales y rehacer sus relaciones comerciales con los hombres de Deilainth y los otros enanos.
—No vayas, Enkorn —insistió el elfo—. Es un suicidio.
—¿Y qué? —respondió éste—. Mi familia no ha salido de ahí dentro. Voy a reencontrarme con ellos, ya sea en esta vida o en las Galerías de Haîkkan.
Enkorn se dirigió presuroso hacia la entrada. Había tomado una decisión y nadie le convencería de lo contrario.
—¡Enkorn! —le gritó Ondyrk.
Enkorn se detuvo y se volvió para ver cómo se acercaba el jefe de su clan. Éste le tendió la mano y le palmeó el hombro.
—¡Que Haîkkan te proteja en este acto de valentía! —le dijo, y en sus ojos se reflejaba el dolor del que envía a la muerte a un ser querido.
Enkorn le devolvió la palmada y se adentró en lo que ahora era la guarida del dragón.

08. El resurgir del dragón

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal