La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

09
La estatua

El ambiente en la taberna era tan cálido como siempre. La leña ardía imparable y el fuego hipnotizador continuaba en sus sinuosos y aleatorios movimientos. Alrededor de la chimenea se reunían las gentes habituales que contaban las historias y aventuras que corrían, por lo general, conocidos suyos o parientes lejanos. También pululaban al calor del fuego historias hipotéticas acerca de la suerte de los aventureros que osaban desafiar a la Sierpe Helada. Todas ellas siempre terminaban con la muerte del infortunado o infortunados que había partido en busca de una espada mitológica. Por eso, todos se sobresaltaron ante la entrada del joven Lurnet anunciado lo inaudito.
—¡Han vuelto! —gritó el chaval. Presentaba síntomas de cansancio y ansiedad.
No dijo a quienes se refería, pero el sobresalto general indicaba que sabían perfectamente de quienes de trataba.
—¿Estás seguro? —le preguntó la propietaria del local.
El muchacho asintió.
—¿Lo han conseguido? ¿La llevan consigo?
—No lo sé —dijo él—. Yo no la he visto. Pero son ellos, estoy seguro, y vienen hacia aquí.
Muchos se agolparon a las ventanas para intentar atisbar las figuras de los tres individuos acercarse. Y las vieron, oscuras siluetas que contrastaban con el blanco fondo, y ya muy cerca de la taberna. Ante aquella inesperada proximidad dejaron de curiosear y se apartaron rápidamente. No querían ofenderles. Todos sabían que el hecho de que aquellos aventureros hubieran podido encontrar la espada mágica era más que improbable, pero igualmente improbable era que estuvieran allí, de regreso. Y, sin embargo, allí estaban, y la mera ocasión de que ahora aquellos extranjeros pudieran contar su experiencia les inspiraba respeto.
La puerta se abrió violentamente a causa más que probable del viento. El frío del exterior entró en tromba, y detrás de ellos aparecieron el joven, la muchacha y el mediano, por este orden. Avanzaron hasta una mesa y se sentaron. Pidieron comida caliente y bebida. Nadie se atrevió a preguntarles nada. Todos les miraron incrédulos y escudriñando sus pertenencias con ansiedad. Finalmente el viejo estalló:
—¡Son unos embusteros! ¡No han ido a la montaña!
Hubo un murmullo general. Dedos replicó:
—¿Cómo que no?
—Lo sé porque no lleváis con vosotros la espada.
—¿Y qué tiene eso que ver? Fuimos y no la encontramos —dijo Endegal.
—¡Mientes! Nadie escapa de la montaña. Se dice que quien llega hasta allí, tiene tantas evidencias de encontrarla que sigue hasta el final, y al final encuentra la muerte. Nadie vuelve con las manos vacías.
—Pues nosotros hemos vuelto —dijo el semielfo, aunque sopesó seriamente las palabras del anciano. ¿Les aguardaría la muerte si intentaban atravesar aquella ilusión?
—Entonces será porque os habéis quedado a medio camino. ¡Sois unos cobardes!
—¿Ves este mapa? —increpó Endegal—. ¡Pues hemos superado la cruz y hemos llegado hasta el final del camino! ¡Hasta el final!
—¡Mientes!
—Y os voy a decir más. Sabemos cómo llegar hasta la espada, y vamos intentarlo de nuevo mañana mismo.
Avanney le puso la mano en su codo. Su penetrante mirada le estaba diciendo al semielfo: «¡Cállate! ¿Es que no recuerdas lo que habíamos acordado?»
—Tenéis razón —intervino Dedos finalmente—. Somos unos cobardes. No pensamos que el frío llegara a ser tan cruel. Hemos pasado la noche al descubierto, pero no más lejos de la mitad del trayecto que mi fanfarrón compañero quisiera. No estábamos preparados para afrontar la montaña.
—¡Lo sabía! —dijo con sonoras carcajadas el viejo. Palmeó fuertemente el hombro de Endegal y le dijo—: ¿Quizás mañana, eh? —y se alejó con su destartalada risa.

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La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Todo pareció normalizarse a partir de entonces. La gente continuaba en sus quehaceres y pocos eran los que aún les observaban con interés. Endegal se acercó a la barra y pidió otra cerveza y un plato de embutidos varios. Cuando se dispuso a pagarle al camarero, una mano detuvo la acción del semielfo. Endegal observó al individuo. Una fina y oscura línea vertical le adornaba el mentón, y su cabeza carecía de cabello. Endegal no supo distinguir si era producto de la calvicie o si aquel cráneo había sido rapado a propósito, pero le llamó la atención pues no parecía muy entrado en años. Y el afeitado de aquel individuo no era menos extraño.
—Yo le invito, caballero —dijo el hombre.
Aparentaba rozar la cuarentena, y sus pómulos estaban marcados. Vestía con un manto granate.
—No se moleste —le dijo Endegal. Sospechó que aquella amabilidad escondía algo.
—Insisto —le dijo aquél con una sonrisa.
—Como usted quiera —accedió el semielfo. No le congratulaba aceptar aquello, pero menos le gustaba entrar en un toma y daca interminable. Por alguna razón, le pareció evidente que el extraño no cedería nunca.
—¿Le importa que pruebe esa longaniza? —le preguntó.
—Al fin y al cabo, la ha pagado usted —le dijo Endegal un poco mosqueado. Si quería comer, ¿por qué no se habría pedido un plato para él sólo? Aquel hombre quería conversación, pensó Endegal.
—Yo le creo —le dijo el hombre.
—¿Cómo? —dijo Endegal con aire distraído.
—Han llegado hasta allí. Lo sé.
—Ya has oído a mi compañero —atajó el medio elfo, harto de formalidades—. Sólo fingimos haber ido.
—Eso no es cierto. Han llegado hasta allí. Hasta el obstáculo final, ¿verdad?
Endegal lo miró extrañado. ¿Sería posible que aquel hombre supiera algo más?
—¿Qué obstáculo? —preguntó intentando disimular su ansiedad.
El hombre acercó su cara al oído y le susurró:
—Le hablo a usted de las despeñadas rocas heladas. Yo las he visto también.

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Aquella información tenía tintes de ser muy privilegiada; nadie parecía saber nada sobre el final del camino. Al parecer todos los que lo habían visto habían muerto. Todos a excepción de ellos tres y, por lo visto, aquel individuo.
La expresión del medio elfo pareció revelarle la verdad a aquel hombre, el cual sonrió y dijo:
—Lo sabía. Han llegado ustedes hasta allí.
Endegal no contestó.
—Yo puedo ayudarles, si ustedes quieren —añadió.
Endegal continuó mirando a aquel individuo algo contrariado.
—¿Ayudarnos? —preguntó finalmente, intrigado.
El camarero se acercó disimuladamente hasta ellos. El hombre calvo cayó y esperó a que el camarero se alejara de nuevo.
—Con mi ayuda, cruzarán las rocas heladas —dijo en voz baja.
—¿Cómo? —preguntó.
—No podemos hablar aquí —le dijo el extraño todavía sin alzar la voz—. Mi nombre es Abdyr. Si están interesados en mi ayuda, mañana por la mañana, antes de que salga el sol les esperaré detrás de la peña grande que hay justo al salir del poblado —hizo la intención de marcharse, pero como si olvidara algo, se volvió al semielfo y agregó—: Pero no crean que les costará barato. Diez monedas de plata es mi precio.
Conque de eso se trataba, pensó Endegal. Aquel hombre buscaba dinero. Les había visto pagar con monedas de plata, y al parecer, todos los viajeros que llegaban por allí estaban bien dotados económicamente. Caballos, armas, y vestiduras de calidad. Era suficiente para sospechar que unos aventureros pagarían diez monedas de plata por la posibilidad de encontrar la preciada espada mágica.

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Aquella noche en su habitación, Endegal comunicó a sus compañeros su encuentro con el tal Abdyr. Dedos desconfiaba del extraño, pero Endegal le dijo:
—Si de verdad puede ayudarnos, debemos aceptar su compañía. Dejar escapar esta oportunidad puede ser fatal.
Después de una acalorada discusión, Avanney convino:
—Mañana hablaremos con él. Que nos explique cómo puede ayudarnos. Sabremos enseguida si es un charlatán, o si en verdad ha llegado hasta allí y sabe cómo salvar el obstáculo. Si nos convence, vendrá con nosotros.


§

Minutos antes de que los primeros rayos solares asomaran entre los jirones de nubes, los tres fueron en dirección a la cima, pero antes, pasarían por el peñasco. Irían al encuentro del misterioso Abdyr.
Cuando llegaron, allí estaba Abdyr, apoyado sobre la roca. En su mano sujetaba un extraño bastón de madera. Al final de éste, una especie de garras talladas en la madera sujetaban una esfera cristalina de color rojo sangre. Sonrió y les dio la bienvenida.
—Me alegro de que finalmente hayan aceptado mi propuesta, caballeros.
—No tan deprisa —atajó Avanney—. Aún no lo hemos decidido.
—Dijiste que nos ayudarías, Abdyr —le dijo Endegal—. Explícate cómo lo harás.
Abdyr hizo una reverencia y dijo:
—Oh, por supuesto, amigos. No sólo les ayudaré al final del camino, sino que les ayudaré a llegar en las mejores condiciones.
—¿Cómo se supone que lo harás? —preguntó esta vez Dedos.
—Muy sencillo. En realidad soy Abdyr el mago, y mis conocimientos de la magia les servirán a ustedes por el módico precio de diez monedas de plata.
El tal Abdyr se había presentado como mago, y eso despertaba en el medio elfo un ápice de curiosidad. Si bien era sabido que antiguamente el uso de la magia estaba más extendido, ahora era muy extraño encontrar a alguien que estudiara esta disciplina. Habían conocido ya a Aristel, y las habilidades del druida les habían impresionado a todos. Deseaban saber más acerca del tal Abdyr.
—¿Dominas la magia, dices? —preguntó la bardo.
—Bueno... Soy un mago joven—se excusó—. Mis conocimientos son limitados, pero conozco un par de conjuros que aquí en la Sierpe resultan realmente útiles.
Todos enmudecieron, esperando a que Abdyr el mago acabara de explicarse. Éste continuó:
—Uno de los peligros más crueles que ustedes habrán encontrado debe haber sido el frío, sin duda alguna. Pues bien, yo puedo generar campos de calor cerca de mi cuerpo, de manera que puedo evitar que el frío penetre con tanta intensidad. Podemos hacer un ascenso más cómodo.
—¡Demuestra eso que dices! —le ordenó Dedos.
—Como quieran ustedes —dijo Abdyr.
Cogió su bastón con las dos manos y lo apretó contra su pecho. Un leve destello surgió de la esfera que coronaba aquella extraña vara. Después la fue separando lentamente de su cuerpo. Dedos y Avanney percibieron algo, como si la fría nieve que rodeaba a Abdyr se resintiera, y como si el viento circulara a una velocidad diferente alrededor de aquel misterioso mago. Pero Endegal era capaz de verlo perfectamente; un aura de calor envolvía al mago.
—Acérquense, amigos míos —les invitó Abdyr—. Comprueben la calidez de mi campo de calor.
—Cuidado, mago —le advirtió Dedos sacando sus dos dagas—. No te pases de listo. Si intentas algo, te mataré yo mismo.
Abdyr rió divertido.
—¡Por favor! —dijo aún entre sonrisas—. Esto es del todo inofensivo. No voy a retar a unos guerreros tan experimentados como ustedes. ¿Acaso me temen?
Endegal se adelantó y se colocó frente al mago.
—Yo no te temo, Abdyr —le dijo—. Simplemente tomamos precauciones. Yo entraré en tu campo de calor.
—Muy bien, voy a agrandarlo un poco más —dijo el mago. Colocó de nuevo su vara en el pecho y concentrado la fue apartando lentamente. Endegal percibía que el campo calorífico aumentaba hasta alcanzarle —¿Qué tal se siente ahora amigo mío?
—Bien —dijo éste—, muy bien. Aquí dentro no hace tanto frío. Se está mucho mejor.
—¡Vamos! —insistió Abdyr—. Cabemos todos aquí.
Endegal salió de aquella esfera calorífica y permitió la entrada a sus dos compañeros. Les había leído el pensamiento. Aquellos dos aún se encontraban recelosos del mago, y por ello no parecían querer estar los tres a su merced. No se fiaban de aquel campo de calor. No obstante entraron, no sin cierto temor, y comprobaron la eficacia del hechizo mágico.
—¿Qué me dicen? ¿Aceptan ustedes mi ayuda?
—¿Y cómo nos ayudarás al final del camino? ¿Es verdad que también tú has llegado hasta allí?
—Oh, claro. Creo que la respuesta es obvia a las dos preguntas —contestó Abdyr—. ¿Cuál es el principal inconveniente que han tenido para llegar hasta la otra parte del camino?
—Las rocas —contestó Endegal.
—El hielo que las cubre —dijo Dedos.
—¡Exacto! —dijo Abdyr—. Yo puedo deshacer ese hielo. De este modo podrán ustedes cruzar sin ningún problema.
—¿Ya lo has hecho antes? —le preguntó la bardo al mago—. Supongo que esto responderá también a la otra pregunta.
—Oh, por supuesto —dijo él—. No son ustedes los primeros a los que ayudo, no. Hace algún tiempo vinieron unos bárbaros del norte, ataviados con espadas largas y escudos de roble. Eran siete, y venían buscando lo mismo que ustedes. Yo les ayudé en lo que pude y juntos llegamos hasta allí, hasta el final del camino. Sólo sufrieron una baja. El zarpazo de un yeti despeñó al más alto de ellos. Una lástima.
—¿Y cruzasteis las rocas? —preguntó el mediano.
—Ellos sí, por supuesto. Aunque a mí no me dejaron acompañarles. Estaban tan seguros de hallar su preciado tesoro y de estar tan cerca de él que rechazaron mi ayuda. Por eso, si no les importa, les pediría que me adelantasen mis honorarios antes de empezar la ascensión.
—¿Significa eso que no volviste a verlos? —preguntó ella.
—Así es, mujer. Arriesgué mi vida para nada, y de ellos, nadie más ha sabido nunca.
—Quizás encontraron la espada —dijo Endegal, aunque realmente no lo pensaba. Estaba seguro que era otro el camino a seguir para encontrarla.
—No lo creo —dijo el mago—. En verdad, dudo mucho que la leyenda sea cierta.
—¿Entonces porqué nos ayudas? —preguntó Endegal.
—Si sus esperanzas de hallar una espada mágica me reporta beneficios, ¿quién soy yo para quitarles la ilusión a unos aventureros como ustedes? Ustedes quieren cruzar las rocas heladas, y yo puedo ayudarles. ¿Qué importa mi opinión?
Los tres amigos se miraron mutuamente, pensativos. Aquello parecía tener sentido. El sol acabó de salir en aquel instante.
—¿Nos disculpas unos momentos, Abdyr? —dijo Avanney.
Abdyr levantó los hombros en señal de indiferencia. Avanney y Dedos salieron del globo de influencia del mago y se dirigieron hacia Endegal para discutir en privado. Pronto fueron conscientes de que realmente querían permanecer calientes durante la ascensión. Cuando se hubieron alejado bastante de Abdyr, Endegal dijo:
—Yo creo que puede ayudarnos.
—Tienes razón —le apoyó Avanney—. Si puede derretir el hielo, podremos ascender por las rocas y atravesar la ilusión.
—Hay algo que no me gusta —dijo Dedos—. Si le pagamos por adelantado puede jugárnosla, abandonarnos antes de llegar. No le veo capaz de arriesgar la vida más de lo necesario. Es más, intuyo que la historia que ha contado no sea del todo cierta.
—Está bien —concluyó la bardo—. Aceptemos su ayuda, pero paguémosle a su debido tiempo. Dejadme a mí.
Se volvieron hacia Abdyr, y todos tuvieron la necesidad de ponerse al abrigo de su cálido hechizo. Una vez a cubierto, Avanney habló:
—Aceptamos tu ayuda, mago Abdyr.
El mago hizo una reverencia de complacencia. La bardo prosiguió:
—Pero el trato es el siguiente: cinco monedas de plata ahora y cinco cuando creamos que tu trabajo haya terminado. Tómalo o déjalo.
Abdyr se rascó repetidamente la estrecha línea de barba y finalmente paseó su mano por su calva.
—Muy bien —dijo al fin—. Acepto sus condiciones. Cinco ahora y cinco después. Es un buen trato.
Avanney sacó de su bolsa cinco monedas de plata y se las tendió al mago. Éste las aceptó gustoso.

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Luego se pasaron a las presentaciones. A Endegal le pareció extraño que Abdyr no les preguntase de dónde venían. El semielfo estaba acostumbrado a convivir en zonas conflictivas donde la simple procedencia de uno podía servir para que los demás pudieran aventurar sus intenciones, y por lo tanto, ser tomado a bien o a mal. Allí en la Sierpe, sin embargo, todo era distinto. Posiblemente era porque no se había desatado ninguna guerra ni había recelos entre clanes y poblados. El duro clima parecía ser el enemigo común, y la amabilidad y hospitabilidad parecía obligatoria en aquellas gentes. Ellos tampoco le preguntaron al mago de dónde era, aunque dieron por sentado que era de aquel mismo poblado. Si el mago había respetado su intimidad, ellos harían lo mismo, aunque en el fondo, el corazón de Avanney clamaba por preguntarle miles de cosas al misterioso Abdyr. En otra ocasión, quizá.



§

Ya llevaban unas cuantas horas de ascensión, y esta vez, la única dificultad existente parecía ser el salvar aquellos desniveles. Abdyr marchaba siempre en el centro del grupo, asegurándose de mantener su campo de calor al alcance de todos. El resto estaban encantados con aquella pseudo atmósfera que el mago había creado para ellos, pues parecían estar aislados completamente del gélido entorno. Era una sensación extraña. El frío ya no penetraba hasta los huesos, y el viento no azotaba con furia los rostros, más bien notaban como si una brisa templada le acompañara en su viaje. Por primera vez, disfrutaron de aquel paisaje que, ni por asomo, les parecía ya aterrador. Sin embargo, Endegal no acababa se encontrarse del todo cómodo en aquel clima irreal, aunque no entendía muy bien por qué.
A pesar de todas las comodidades que ofrecía el hechizo calorífico de Abdyr, todos sabían que las condiciones ambientales no eran el único peligro que iban a encontrar. Sólo era cuestión de tiempo que apareciera algún yeti, y así ocurrió. Había estado agazapado en el costado de un saliente. Como era habitual, su blanco y espeso pelaje le había servido para pasar desapercibido. Saltó desde lo alto de la pared vertical y cayó encima del grupo. A Endegal le salvaron sus reflejos, y evitó ser aplastado por muy poco. A los demás los alcanzó y, aunque no de lleno, llegó a tumbarlos a todos, resbalando levemente hacia abajo y quedando después fuera del alcance de la bestia. El yeti se volvió hacia Endegal, que lo esperaba con su espada élfica en alto. Endegal interponía su espada a los zarpazos que lanzaba la enorme bestia, y lo iba hiriendo con cortes de poca profundidad. Endegal sabía que si intentaba clavar con más fuerza su espada sobre las garras de la bestia, corría el enorme peligro de perderla. La potencia del yeti le obligaba a defenderse con estocadas lo menos duras posibles. El semielfo intentó también alcanzarle en el cuerpo, pero no tenía el suficiente espacio como para maniobrar, y menos aún, penetrar la dura defensa que creaban los enormes brazos del yeti.
Las heridas eran dolorosas para la peluda bestia, pero el hambre debía ser mucho mayor que el dolor. El yeti hacía retroceder a Endegal, al cual le tocaba subir la pendiente a trompicones. Avanney hizo un amago de subir a ayudar a su amigo. Con un poco de suerte, si llegaba hasta el monstruo por la retaguardia sin que éste se apercibiese de su presencia, quizás lograra hundir a Las Dos Hermanas en su pellejo. No obstante, Abdyr detuvo la marcha de la bardo.
—¡Atrás! —le dijo—. ¡Déjenme a mí!
Avanney dudó por unos instantes, pero el brazo del mago tiró de ella hacia un lado con la fuerza propia de la convicción. Avanney lo vio en sus ojos; el mago estaba convencido de poder ayudar a Endegal mucho mejor que cualquiera de los demás. Así que Avanney confió en él.
Abdyr alzó su vara en vertical, e hizo una especie de dibujo en el aire. La esfera que coronaba su vara destelló levemente y a la bardo le pareció que dejaba una breve estela escarlata. En ese momento, tanto la bardo como el mediano, notaron un frío terrible. El campo de calor que los protegía de la inhóspita atmósfera de la Sierpe Helada había desaparecido de repente. Abdyr invirtió el sentido de su vara de modo que la esfera miraba hacia abajo. Luego golpeó con ella en el suelo, pero apuntando claramente al yeti. Asombrosamente, de la esfera de la vara salió una línea de fuego que corría presurosa por el suelo, abriéndose paso a través de la nieve.
En un santiamén, la línea de fuego alcanzó al yeti, y llegó a subírsele a través del pie hasta la misma pantorrilla. Fue suficiente. Si la peluda piel del yeti hubiera estado impregnada de aceite, no se hubiera prendido con tanta rapidez. En menos de un segundo, el yeti se había convertido en una mole ígnea que, confundida, se debatía con desesperación. Los rugidos de dolor de la bestia alcanzaron los oídos de todos, sobre todo los del semielfo que, asombrado continuaba esquivando el contacto del ahora llameante yeti. En su desesperación, el yeti se abalanzó contra Endegal. Esta vez, los cortes de la espada del semielfo eran demasiado poco dolorosas comparadas con el abrasador fuego que lo envolvía. Endegal estaba desconcertado, pero recordó un consejo que el solitario Algoren’thel le había dado hacía ya tiempo. Si aquella situación inesperada le hacía dudar un instante, podría ser fatal. Así que se concentró en los movimientos de su enemigo. La desesperación del yeti hizo que su defensa no estuviera coordinada con sus imprevisibles ataques y Endegal encontró una brecha más que evidente para hundir más de media hoja de su espada en el costado del yeti.
Cuando éste notó la incisión se reviró brutalmente y cayó sobre el semielfo. Endegal interpuso sus rodillas entre él y su agresor, y pudo ver horrorizado el desagradable rostro del yeti ardiendo frente al suyo. En un esfuerzo tremendo, Endegal empujó cuanto pudo con las piernas y consiguió zafarse de aquella trampa mortal. El yeti se quedó en el suelo, aún convulsionándose a causa del dolor. Por mucho que se retorcía en la nieve, nada parecía poder apagar sus llamas. El yeti supo que la muerte estaba cerca y voluntariamente se despeñó.
Mientras, desde el suelo Endegal apagaba aún las llamas que se le habían impregnado, llegaron los otros tres, Avanney la primera. La bardo le tendió la mano al semielfo y le ayudó a incorporarse.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Eso parece, aunque he perdido mi espada —dijo el semielfo, todavía recuperando el aliento—. ¿Qué demonios ha pasado?
—Eso ha sido cosa de nuestro amigo Abdyr —le dijo sonriente.
El mago llegaba en ese momento, apoyándose penosamente sobre su vara. Por detrás llegaba Dedos, que miraba aún intrigado el surco que la línea de fuego había trazado sobre la nieve.
—¿Qué clase de fuego arde sobre la nieve? —preguntó el mediano.
La bardo sabía la respuesta.
—Fuego mágico —contestó ella.
—No nos hablaste de esto, Abdyr —dijo Endegal.
El mago llegó a su altura, le puso la mano en el hombro y contestó en voz tranquila:
—Tampoco dije que no pudiera hacerlo. Un mago nunca desvela sus secretos, a no ser que sea en extrema necesidad.
Aquellas palabras les recordó a todos la figura de Aristel. El druida siempre conseguía sorprenderles con algún que otro hechizo o pócima de lo más inverosímil. Y coincidía con Abdyr en el misterio que escondían sus palabras. Quizás por eso empezaron a confiar plenamente en aquel mago, ya maduro como hombre, aunque joven para su dedicación.
Endegal se acercó hasta donde se había dejado caer el llameante yeti. Miró desanimado al barranco. No había ni rastro del yeti, ni tampoco de su espada. La había perdido para siempre.
—Era una espada magnífica —murmuró él. La había tenido durante años. La eligió la primera vez que pisó el suelo de Bernarith’lea, cuando recibió la primera lección a manos de Fëledar, el maestro de armas de la Comunidad élfica. Era la más larga de las espadas élficas, y pensándolo ahora desde la distancia, al semielfo le pareció que aquella espada había estado predestinada para que él la usara, pues los elfos se manejaban mejor con hojas un poco más cortas.

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—Supongo que tenemos que seguir... —aventuró Abdyr.
Todos estuvieron de acuerdo. El mago restableció su campo calorífico y continuaron ascendiendo. Pero Endegal esta vez se adelantó demasiado al grupo.
—Endegal —le dijo el mago—, no se aleje tanto. No puedo ensanchar mi campo de calor mucho más.
El medio elfo se giró y le contestó:
—Ni tampoco pretendo que lo hagas, amigo. Prefiero mantenerme fuera.
El mago hizo una mueca de incomprensión.
—No me malinterpretes, Abdyr —le dijo él. Luego sopesando sus palabras agregó—: Pero estando protegido del frío me enajena del entorno. Distrae mis sentidos.
Para Abdyr fue suficiente, aunque no entendió del todo la verdadera razón por la que Endegal prefería mantenerse fuera del campo de calor. Dedos y Avanney lo dedujeron al instante. Mientras el medio elfo permaneciera dentro de la zona de calor, su visión especial quedaba inutilizada. No distinguiría el calor de los cuerpos de los yetis ocultos. Por esa misma razón les había sorprendido la bestia de antes. En condiciones normales, el semielfo la hubiera detectado a tiempo. Aunque confiaban en Abdyr, creyeron que lo mejor era que éste no supiera que Endegal era medio humano, medio elfo.
—Como usted prefiera —dijo el mago aparentemente convencido.

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Y así continuaron su camino. Endegal iba a la cabeza del grupo, manteniéndose fuera del calor generado por Abdyr. En un par de ocasiones más, se toparon con más yetis, pero entonces Endegal les había percibido a tiempo y luego le había indicado al mago la posición exacta de éstos. Con las líneas de fuego del mago y las flechas que disparaba Endegal fue suficiente para eliminar a las peludas moles a distancia, y sin peligro aparente.
—Veo que es usted un gran explorador —le había dicho el mago a Endegal—. Parece usted un experto cazador de yetis.
Endegal había sonreído ante aquel halago. En verdad se daba cuenta de que su presencia allí era imprescindible. Si él no hubiera estado con ellos, ni siquiera el mago se habría salvado de un ataque por sorpresa de un yeti.
Finalmente llegaron hasta el final del camino, donde unas rocas congeladas, despeñadas desde hacía mucho tiempo, impedían el paso.
—¡Hemos llegado! —dijo Endegal mientras esperaba al resto del grupo.
Abdyr tocó con su mano las frías rocas.
—¡Cuánto tiempo! —exclamó—. ¿Quieren descansar aquí o prefieren que elimine ahora mismo el hielo de estas rocas?
—No esperemos más —dijo la bardo—. Haz tu trabajo. Cinco monedas más te esperan, Abdyr.
—Está bien, vamos allá —dijo aquél.
Como parecía costumbre, el mago alzó su vara en el aire y trazó un complicado dibujo. La esfera de la vara alcanzó un color rojo incandescente. Abdyr apoyó ese extremo en las frías rocas, y un vapor denso emergió de ellas. El hielo se iba deshaciendo poco a poco, convirtiéndose en vapor cerca de la vara del mago y en agua un poco más lejos. Pasaron unos instantes hasta que todos vieron que el mago había direccionado el deshielo. Prácticamente se podía cruzar ya al otro lado sin demasiados problemas, pero aquel camino no era el que los demás querían seguir.
—Mago Abdyr —le interrumpió Avanney—. No nos interesa que nos des acceso al otro lado.
El mago se detuvo y miró extrañado a la bardo.
—¿Por qué no? —preguntó—. ¿No me han traído para esto?
—No exactamente —dijo el mediano—. Nuestro objetivo no es atravesar las rocas.
—¿Cómo que no?
—Nuestro objetivo es escalarlas —dijo Endegal señalando en dirección al desprendimiento.
—¿Escalarlas? ¡Pero eso es imposible! ¿Para llegar adónde?
—Para llegar hasta la espada.
—¿Acaso saben dónde se encuentra? ¿Y pretenden decirme que no es al otro lado?
—Mago Abdyr —dijo Avanney—, te rogamos que descongeles las rocas dirección arriba.
—Pero... —balbució el mago—. No entiendo...
—Tú también la ves, ¿verdad? —le preguntó Avanney.
—¿Verla?
—La pared de roca vertical, al final del camino que dibuja el desprendimiento.
—Pues claro que la veo —contestó Abdyr, como si fuera evidente.
—Entonces también afecta a los magos... —interpretó Dedos—. Interesante.
—¿Se puede saber de qué hablan?
Avanney se acercó más al mago y le dijo:
—Ese muro de roca no existe, mago Abdyr. Es una ilusión creada para proteger la espada. ¿Lo has entendido?
El mago se quedó absorto. Si en verdad era una ilusión, ¿cómo podían ellos saberlo?
—¿Y quién se supone que la ha creado? —preguntó.
—Eso no lo sabemos —contestó Endegal—, pero seguramente fue el propio portador.
—¡Eso es imposible! —dijo Abdyr rápidamente—. Ningún hechizo dura eternamente.
—¿Qué insinúas? —le preguntó Dedos.
—Lo que digo es que, suponiendo que el portador de la espada mágica fuera un gran hechicero, tan grande que pudiera mantener una ilusión de tales dimensiones y credibilidad, a su muerte el hechizo debería desaparecer. ¡Si no enseguida, sí por lo menos transcurrido un año de su muerte!
—Entonces... —pensó Endegal en voz alta.
—Entonces el hechicero responsable de esta ilusión todavía está vivo —le ayudó el mediano.
Todos se sobrecogieron y recordaron irremediablemente la leyenda de que el portador de la espada volvía a este mundo para acabar con aquellos que osaran apoderarse de la espada. Era ridículo, pero tampoco tenían otra explicación lógica que les tranquilizase.
—De todos modos, tenemos que subir y averiguarlo —convino el medio elfo.
—Estoy contigo, Endegal —dijo Avanney.
—Entonces, si tanto lo desean, quitaré la capa de hielo que cubre este antiguo desprendimiento para que puedan ustedes ascender.
—Ése es tu cometido aquí —le recordó Endegal—. ¿Crees que podrás lograrlo desde aquí abajo?
—Creo que sí —dijo el mago—. Tardaré un poco, pero creo que lo conseguiré.
Endegal volvió la vista atrás y, por unos momentos, le pareció vislumbrar a alguien muy por debajo de ellos, alguien que se movió por el sendero que ellos mismos habían pisado hacía horas, pero la nieve y la distancia le hicieron dudar si no se trataba de una ilusión. Acabó por ignorar aquella visión, pues al fin y al cabo los yetis campaban por aquellas montañas a sus anchas, y tan lejos como estaban de aquel ser o seres, tampoco para preocuparse por ellos.
Abdyr se puso manos a la obra. Ejecutó sus acostumbrados movimientos de vara, creando complicados dibujos en el aire. La esfera que contenía la vara emitió un fulgor hasta ahora desconocido. Era como si acumulara una energía incontrolada que iba a ser liberada en breve. Al parecer, Abdyr iba a recurrir a todo su poder para descongelar aquellas rocas. Su respiración aumentaba en profundidad y fuerza, y sus manos amarraban aquella vara como tenazas. En el momento en que la esfera de su vara hizo contacto con el hielo se liberó toda la energía calorífica que había estado generando el mago. Una especie de rayo de luz blanco intenso y cegador recorrió la superficie del hielo quebrándolo a su paso.
Desde allí abajo, se pudo ver que el rayo había llegado hasta el final del desprendimiento. No obstante, el hielo había desaparecido en la zona más baja. Arriba sólo se había agrietado. Pero Abdyr no cesó en su empeño y mantuvo el contacto ardiente durante más tiempo. En lo más alto del desprendimiento, el hielo iba pasando a estado líquido, y a medida que el agua bajaba, se iba evaporando. Unos cuantos segundos más tarde tenían el camino despejado. Abdyr quitó la vara de allí y apoyó una rodilla en el suelo. Estaba visiblemente agotado.
—¿Estás bien? —le preguntó Endegal mientras le sostenía del codo, ayudándole a incorporarse.
—Sí, gracias, aunque un poco cansado —farfulló Abdyr—. Pero esté tranquilo. Me recupero rápido.
Y así fue. La vara resplandeció suavemente y el mago pareció revitalizarse de inmediato. Dedos estaba aún alucinado con aquella demostración de poder. Donde el mago había apoyado su vara para descongelar las rocas, había dejado un agujero de roca fundida. El calor que se había generado en aquel punto había sido brutal.
—¿Subimos entonces? —dijo Avanney. Al ver la expresión dubitativa del mago, sacó de su bolsa las cinco monedas de plata que restaban para completar el pago de los servicios de Abdyr y añadió—: Esto te pertenece, Abdyr. Te lo has ganado con creces.
Abdyr tomó las monedas con cierta satisfacción, pero continuaba incómodo. Dedos pareció adivinar qué turbaba su mente.
—¿Nos vas a acompañar, mago? ¿O vas a volver?
—¿Me dejan que les acompañe?
—¿Quieres venir con nosotros? Tu trabajo ha terminado aquí. No tienes por qué ayudarnos más. La deuda ha sido saldada.
—Si ustedes quisieran... Verán… —dudó—. En realidad tengo tres opciones —dijo apesadumbrado—. Una es volver, como bien saben. Pero eso me recuerda a la última vez que ayudé a otros aventureros. Vine y no me dejaron que siguiera su camino. Recuerdo lo mal que lo pasé para regresar yo solo a Smetherend. Otra opción es quedarme aquí y esperar a que ustedes vuelvan, si es que tenían previsto regresar por este camino, pero puede que no lo hagan nunca, o simplemente pueden ustedes tardar demasiado y acabe yo siendo devorado por algún yeti desalmado.
—Y la tercera es acompañarnos —agregó Avanney.
—Así es —admitió Abdyr.
—Pero sabes que a partir de aquí el camino será más peligroso. Hay indicios de ello.
—Lo sé —reconoció el joven mago—. Pero creo que hay más posibilidades de salir vivos de esta montaña si vamos todos juntos, sea donde fuere. Dicho de otro modo, creo que es mejor que siga ayudándoles, eso sí, sin cobrar ni un solo cobre de más.
—Me parece estupendo —dijo Endegal a sabiendas de que la ayuda del mago podría ser inestimable—. Y ahora, pongámonos en marcha. Si nadie tiene ningún inconveniente, claro.
Se miraron entre sí, y no hubo quién dijera nada al respecto. Por tanto, se convino en que era una buena idea de que aquel mago les acompañara hasta el final del viaje. Abdyr realizó de nuevo su hechizo calorífico. Subieron con precaución a las primeros cascotes. Si resbalaban ahí, la muerte era más que segura. Poco a poco, fueron uno a uno encaramándose rocas arriba. La pendiente requería que todos usasen sus cuatro extremidades para poder subir con cierta tranquilidad. Por lo menos, el campo calorífico del mago lo hacía todo más llevadero, y menos peligroso. Hasta Endegal permaneció largo rato al abrigo de la zona de calor. No creyó que pudieran ser atacados desde allí. Finalmente, el semielfo alcanzó el origen del derrumbamiento. Miró al frente y todavía veía aquella pared de roca imponente. Ahora estaba tan cerca que le pareció que podría tocarla con tan sólo avanzar unos pasos. Y, sin embargo, sabía que aquello no era real. Se volvió a ayudar a sus compañeros.
Todos contemplaron la terrorífica pared de roca. Todos menos Dedos, que todavía no acababa de creerse que todos menos él estuvieran viendo una especie de espejismo.
—Si esto no es real —dijo Avanney— que venga Arkalath y lo vea.
Y tenía toda la razón. La supuesta ilusión era condenadamente realista. Los relieves y texturas típicas de las rocas de la zona, sus cumbres nevadas, sus grietas y mordiscos que el hielo y el tiempo habían realizado en sus superficies, etc. Todo. Avanzaron lentamente hacia la base, como temerosos. El mediano era el que menos reparos tenía en avanzar. Él no veía aquello, y, por tanto, no sabía dónde se suponía que debía parar. Se detuvo cuando ya no oyó los pasos de sus compañeros seguirles. Se volvió y entonces vio cómo sus rostros estaban desencajados.
—¿Qué os ocurre? —preguntó.
—¿Estás bien, Dedos? —preguntó Avanney.
—Pues claro que estoy bien.
El mediano se dio cuenta de que las miradas de ellos no se dirigían a él directamente cuando le hablaban. Dedujo enseguida lo que ocurría.
—Estoy aquí —dijo—. ¿Es que no me veis?
—No le vemos —dijo Abdyr —. Acaba usted de atravesar varios cascotes y una enorme pared de roca. ¿Seguro que se encuentra bien?
—Estoy perfectamente. ¡Venga, dejad de hacer el tonto y venid hasta aquí! Os digo que no hay nada.
Fue Endegal el primero en decidirse. Se acercó a la pared de roca y alargó su mano para tocarla. Su mano atravesó la piedra sin esfuerzo ni resistencia. Ahora que estaba tan cerca, observaba su mano a través de una pared de roca traslúcida. Se dio cuenta de que cuanto más profundizaba su mano en aquella ilusión, más se difuminaba. Era como estar frente a una niebla realmente espesa. Con razón, los objetos que quedaban a más de dos pasos por detrás del límite eran invisibles a los ojos de los observadores externos. Pero, ¿y por dentro? ¿Verían igual, o se quedarían completamente ciegos? Hizo la prueba. Se adentró de cuerpo entero. En la transición, cerró los ojos. No sintió nada extraño.
Cuando los abrió, lo primero que vio fue al mediano que estaba frente a él mirándolo con rostro divertido.
—¿Ya has acabado con tus bufonadas? —le dijo al medio elfo.
Endegal, ignorando a Dedos, miró a su alrededor. El suelo era perfectamente visible, y como cabía esperar, nada tenía que ver con la infranqueable montaña que acababa de atravesar. Al frente, sólo había campo abierto nevado que ascendía suavemente hacia una cueva. Pero la sorpresa se la llevó cuando miró hacia atrás. No veía a Avanney ni a Abdyr. Sólo roca. Pero esta vez invertida. Era una visión extraña y confusa. Luego dirigió su mirada hacia arriba y lo entendió. Era como si le envolviera una corteza fina y transparente. Aquella sensación extraña llegó a marearle y casi perdió el equilibrio. Era un vértigo comparable al asomarse a un acantilado, pero mirando hacia arriba. Aquella experiencia era como estar dentro de un recinto enorme, una cueva prácticamente infinita, y eso le hacía sentir pequeño, muy pequeño. Cuando volvió a ponerse en situación, Endegal sorprendió al mago y a la bardo haciendo exactamente lo mismo. Habían entrado, y estaban como hipnotizados por aquel inefable espectáculo. Sus gestos y movimientos desvelaban que buscaban algo a lo que aferrarse, algo que les hiciera recobrar el equilibrio. Endegal se volvió para observar al mediano, el cual se esforzaba por no emitir ninguna carcajada que sacara del trance a aquellos dos.
—Fascinante... —alcanzó a decir Avanney.
—Usted lo ha dicho —convino el mago—. Auténticamente impresionante.
Mientras continuaban absortos contemplando aquella maravilla de la ilusión, Dedos percibió un destello extraño, y trató de averiguar de qué se trataba. Fue Avanney la que se percató de la ausencia del mediano.
—¿Dónde está Dedos? —preguntó.
—Estaba aquí mismo hace sólo un momento —dijo Endegal.
Dieron un vistazo general y no lo vieron. Fue el propio Dedos quien reveló su posición.
—¡Estoy aquí! —exclamó desde el otro lado de la ilusión.
—¡Déjate de juegos! —le dijo Endegal—. Sabes que no podemos verte.
—¿De veras? —dijo aquél—. No lo sabía. Bueno, no con certeza, aunque en realidad ya lo imaginaba. Tenéis que ver esto. ¡He encontrado algo fascinante!
Los tres se aproximaron raudos en dirección a la voz de Dedos, aunque redujeron su marcha al llegar al umbral de la ilusión para atravesarla con prudencia. Una vez llegaron al otro lado, vieron al mediano hacerles señas desde unos pequeños arbustos. Cuando llegaron hasta él, vieron a su pequeño compañero apartando y pisando con los pies la agreste vegetación que ocultaba parcialmente una roca muy particular. Luego vieron el destello conocido del oro. Unos símbolos de este metal precioso estaban incrustados en la cara frontal y concienzudamente tallada de una roca. No había duda.
—¡Runas mágicas! —exclamo excitado Abdyr.
Entre todos limpiaron la parte plana de la roca, descubriendo la totalidad de la obra. No había imperfecciones. El autor había esculpido las runas de un modo extraordinariamente perfecto, y luego las había rellenado de oro.
—Esto debe ser lo que alimenta la ilusión —razonó Dedos.
—Eso lo explicaría todo —dijo Abdyr—. Ahora entiendo el porqué de la tan larga duración del hechizo. Estas runas son imperecederas.
—Eso quiere decir que no es preciso que su creador exista todavía —dedujo Endegal.
—Así es —corroboró el mago.
—Entonces, si destruimos esta roca desaparecerá la ilusión.
—¿Para qué quieres destruirla? —preguntó la bardo algo molesta por la insinuación del mediano.
—No lo sé —respondió él—. Pensé que os molestaba.
—Avanney tiene razón —intervino Abdyr—. No tenemos necesidad de destruirla. Y créame, pequeño amigo, si le digo que no podrá hacerlo con los medios que aquí tenemos.
—Pero tú tienes mucho poder, Abdyr —insistió el mediano—. Estoy seguro de que podrías fundir esa roca.
—No. No creo que pudiera. Y de todos modos, no tenemos necesidad alguna de hacerlo.
—Tiene razón —terció Endegal—. Lo que importa es que sabemos que es una ilusión y que no genera en sí misma ningún peligro. Nuestro objetivo es llegar hasta aquella cueva y ver qué se protege con tanto ahínco.
—Venga, vamos —dijo la bardo con gesto resolutivo.
Inmediatamente, se pusieron todos en marcha. El mediano, sin embargo, no arrancó. Parecía indeciso. Finalmente no pudo reprimirse y sacó una de sus dagas y forcejeó con ella las runas doradas. Estuvo unos segundos intentando desengastar el oro, pero apenas pudo rayar la piedra. Endegal se dirigió a Avanney y le dijo:
—Ahora comprendo por qué tanto interés en destruir la roca.
Cuando el mediano se convenció de que estaba perdiendo el tiempo, sus compañeros estaban bastante alejados. Dedos no pensaba pasar el resto de su vida en aquella aldea élfica, donde el dinero no tenía la más mínima importancia. Algún día le llegaría su oportunidad y escaparía a otros lugares más prósperos. Aquel oro le hubiera hecho rico y poderoso en una ciudad como Vúldenhard. Se armó de resignación y continuó tras los pasos de ellos.
En aquel vasto terreno no había caminos. Era emocionante pensar que aquellas tierras que ahora pisaban no habían sido mancilladas por los seres humanos desde hacía siglos, puede que milenios. Se sentían como los descubridores de un nuevo mundo, un mundo perdido en el tiempo.
En principio les había parecido que aquella cueva estaba bastante cerca, pero a medida que avanzaban descubrieron que la extensión de aquel rellano era más vasta de lo que habían previsto.
Cuando llegaron a la entrada de la cueva, se detuvieron en el umbral.
Hasta aquel momento, aparte de los yetis del camino, no habían encontrado señal alguna de peligro. Habían estado en campo abierto. Sin embargo, aquella oscura cueva invitaba a tomar ciertas precauciones. Avanney desenfundó a Las Hermanas de Hyragmathar. Dedos sacó a relucir sus dos dagas. Endegal sacó también la suya, a falta de su espada perdida. Empuñar su arco de poco le serviría en aquel espacio oscuro y reducido. En cuanto al mago, éste hizo un extraño movimiento y, de la esfera de su vara surgió fuego. Pasó a encabezar el grupo y les iluminó el trayecto. Fueron avanzando por aquel túnel.
Notaron que no era una cueva especialmente fría ni húmeda. Desde luego, era una cueva habitable. Observaron ciertos muebles a su paso, eso sí, con una espesa capa de polvo. De pronto, Abdyr se detuvo en seco. Todos vieron la causa. Allí, en medio del camino había una figura humana.
—¿Hola? —dijo Abdyr con inquietud.
No hubo respuesta. Ni tampoco movimiento.
—Somos unos cansados viajeros, señor —continuó el mago—. ¿Me oye? —preguntó algo desesperado, cuando Endegal se le adelantó con decisión—. ¡Oiga!
El semielfo guardó su daga y sobrepasó a Abdyr. Se había percatado desde la distancia de que aquel cuerpo no emitía calor.
—Es una estatua —dijo.
En vista de que la misteriosa figura no se movía en lo más mínimo, se acercaron hasta ella. A la luz del fuego del mago la vieron perfectamente. Endegal había dado en el clavo. Era una estatua de un guerrero. Su vestimenta era simple, pero sin duda era la de un guerrero. Dedos y Endegal dirigieron sus miradas hacia la bardo. Avanney también lo había notado. Desenfundó a La Segunda Hermana e intentaron ver las semejanzas entre el caballero de piedra y el grabado de la espada.
—¿Crees que se parecen? —dijo Endegal a Avanney.
—Es difícil decirlo —contestó ella—. El caballero del grabado está de espaldas y ataviado con una armadura. En la escultura, sin embargo, sólo tiene pieles y cota de malla.
—Pero tiene que ser una estatua en homenaje al guerrero —dijo convencido el semielfo.
—¿Un homenaje al guerrero? ¿Aquí adentro? ¿Sin armadura y sin espada? —apuntó Dedos.
—¿Tú qué opinas, Abdyr? —dijo la bardo. Pero entonces descubrió que el mago se movía entre los viejos muebles, como buscando algo entre las sombras—. ¿Qué buscas? —le preguntó.
—Creo que la respuesta es evidente, amigos —dijo éste—. La espada. Hemos venido por eso, ¿no?
—¿Eso significa que ya crees en su existencia? —le preguntó el mediano, a lo que el mago esbozó media sonrisa—. ¿Entonces seguimos buscando? —sugirió.
—Como ustedes quieran. Aunque parece que esta cueva termina ahí delante.
En efecto, se adelantaron unos metros más y observaron a la luz de la vara de Abdyr que la cueva no era tan profunda como habían imaginado. Todos se pusieron a buscar concienzudamente.
—Tiene que estar por aquí —observó Dedos.
—Tanteadlo todo muy bien—aconsejó Avanney—. Puede que haya algún tipo de ilusión que la oculte.
Y así lo hicieron. Cada saliente, cada entrante, cada piedra, y en definitiva también las paredes, palmo a palmo todo bien tanteado.
—Aquí no está la espada —dijo finalmente la bardo con aire apesadumbrado.
—¡Tiene que estar! —exclamó Dedos desesperado.
—La clave debe de estar en la estatua —dijo Abdyr—. Es el único elemento que no acaba de encajar aquí.
—Tienes razón, Abdyr —dijo la bardo—. Examinemos esa maravilla de la escultura.
—Miremos sus dedos. Quizás apunten en alguna dirección —observó Dedos.
La estudiaron minuciosamente. Una mano parecía intentar proteger su rostro de algo. Aquel brazo estaba alzado a la altura de su cara. El otro, aunque semiflexionado apuntaba hacia abajo. Siguieron aquellas direcciones hasta encontrarse con la pared en el primer caso y con el suelo en el segundo. Miraron escrupulosamente aquellas zonas, pero no encontraron nada distinto de roca.
—Opto por que la rompamos. Quizás se halle en su interior —dijo el mediano.
—Sería difícil —dijo Avanney— que pudieras esconder una espada dentro de ese cuerpo de piedra. La piedra es maciza y en la postura en la que se encuentra yo diría que no cabe una espada como ésa.
—¡Un momento! —exclamó Endegal—. ¿No os habéis fijado? Este tipo de piedra no es común por estos parajes. Es más, es un tipo de piedra que nunca antes había visto y... —Endegal se calló repentinamente al tocarla con los dedos. Había sentido algo extraño, pero no sabía exactamente de qué se trataba.
—¡Ya lo tengo! —dijo Abdyr emocionado.
—¿El qué? ¿Ya sabes dónde está la espada?
—¡No! —exclamó, escrutando los rostros de los presentes—. ¡Pero sé quién nos lo puede decir!
Todos enmudecieron al instante. ¿Había alguien que lo supiera y lo había guardado en secreto?
—¡Él! —dijo señalando en dirección a todos ellos.
Avanney se apartó, era evidente que no se trataba de ella. Endegal también lo hizo, pues el dedo acusador no parecía señalarle directamente. Se quedó Dedos, pero su mediana estatura no era bastante para que le estuviera señalando a él. Se hizo a un lado ligeramente. El dedo del mago permanecía inmóvil, indicando todavía al posible informador. Todos siguieron la línea imaginaria con la mirada. Ahora parecía evidente. Estaba señalando a la estatua.
—Pero... —alcanzó a decir Dedos.
Endegal, sin embargo, empezaba a sospechar algo.
—Esa estatua que veis ahí es el mismísimo guerrero que en su día empuñó la espada que buscamos —aclaró el mago.
—Pero, ¿cómo? —preguntó el mediano.
—Magia. Algún hechizo le petrificó. Como bien ha dicho Endegal, esa piedra no es natural.
—¿Y cómo vamos a preguntárselo?
—Si un hechizo pudo convertirlo en piedra —dijo Avanney—, otro hechizo podría despetrificarlo, ¿no es así, Abdyr?
—Así es —respondió con visible satisfacción.
—¿Insinúas que puedes hacerlo, mago? —preguntó Endegal.
Abdyr paseó sus dedos por el mentón, a lo largo de su extravagante afeitado. Su mirada perdida se centró de pronto en los ojos del semielfo y en su semblante se vislumbró cierto aire de superioridad.

09. La estatua

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal