La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

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La Purificadora de Almas

Así es —repitió Abdyr finalmente.
—En ese caso, haz los honores —le invitó Endegal.
El mago se aproximó a la estatua para ejecutar el hechizo despetrificador con tal decisión, que a los otros tres les embargó una extraña sensación de respeto. Sin dudarlo se pusieron detrás suyo.
Por primera vez en toda la ascensión, el mago soltó la vara, apoyándola sobre la pared. Al parecer, Abdyr iba a emprender una demostración de poder con las manos vacías. La llama de la vara menguó hasta quedarse totalmente a oscuras. Sólo se percibían ahora cómo el mago murmuraba las palabras del hechizo.
—¿Crees que lo conseguirá? —susurró Endegal a la bardo.
—¡Shhh! —le increpó el mediano para que guardara silencio.
Mientras Dedos y el semielfo mantenían otra de sus acostumbradas riñas, Avanney contemplaba los impresionantes haces de luz que creaba el hechizo del mago. La estela azul que dejaban sus manos daba a entender que las agitaba con cierta celeridad. Aún así, la iluminación que ofrecía el hechizo era escasa, pero suficiente para insinuar ligeramente las dos siluetas. Unos segundos mas tarde Endegal pudo apreciar cómo Abdyr, con un movimiento rápido, colocó las palmas de sus manos sobre el rostro del petrificado guerrero.
En breves segundos la estela azul pasó a ser un destello cegador, transformando la piedra en carne, especialmente en la zona de contacto. La despetrificación no concluyó de golpe, sino paulatinamente; primero empezó por la cabeza, y fue bajando por el resto del cuerpo. Cuando el resplandor llegaba al abdomen se pudo observar claramente cómo los brazos de la estatua perdieron la rigidez y cayeron aplomados como si hubieran cortado los hilos de una marioneta. Fue entonces cuando los demás cayeron en la cuenta de que Abdyr le estaba sujetando la cabeza al guerrero para que no se desplomase.
—Necesito la colaboración de alguien —farfulló Abdyr, todavía concentrado en la finalización del hechizo.
Todos entendían a qué se refería, pero fue Endegal el primero en reaccionar. Se situó raudo por detrás del cuerpo fláccido del guerrero a medio despetrificar y lo rodeó con sus brazos por debajo de sus axilas.
Mientras Endegal lo sujetaba, Abdyr finalizaba el proceso. La bardo observaba atentamente el hechizo, cuando se percató de que pronto se quedarían totalmente a oscuras. Fue a por la vara del mago para poder entregársela en mano.
—Toma tu vara e ilumínanos de nuevo —le al mago.
—¡Dámela! —dijo aquél un poco irritado. En ese momento había concluido el hechizo y alargó su mano derecha para cogerlo.
Presuntamente, Abdyr hizo sus ya habituales, aunque no por ello menos extraños, movimientos con su vara. Apreciaron el leve brillo incandescente de la esfera, la cual se convirtió pronto en una llama que iluminó por completo la cueva.
Allí estaba Endegal, sujetando el cuerpo del guerrero que no daba aún señales de vida. Así que decidió dejarlo en el suelo. El supuesto portador de la espada mágica lucía una larga cabellera color castaña atada con una cinta de seda blanca.
—No respira —informó el semielfo.
Ante aquella escena, el nerviosismo fue aumentando y las miradas poco a poco se fueron centrando en el mago en busca de esperanza.
—No creo que tarde en hacerlo —repuso Abdyr.
Poco después, como si aquel cuerpo inerte hubiera oído las palabras del mago, desde el suelo realizó un movimiento rápido, aunque claramente incontrolado. Luego otro. Fue entonces cuando se hinchó su pecho y sus pulmones se llenaron de aire. Seguidamente vinieron unas fuertes convulsiones acompañadas de unos tosidos secos y agónicos. Entre todos, intentaron reincorporarlo de nuevo y ayudarle, pero fue inútil. Era evidente que no podía sostenerse por sí solo, pues tenía los músculos atrofiados. Optaron por dejarlo sentado, apoyado en una de las paredes. Todos estaban ansiosos por preguntarle mil cosas, pero los espasmos y la tos no parecían acabar nunca.
Un rato después se tranquilizó, aunque su aspecto no era de ningún modo alentador. El rostro estaba tan pálido como cuando era piedra, y sus ojos, enrojecidos y llorosos no parecieron cobrar vida.
—¿Te encuentras bien, gran guerrero? —le preguntó Endegal.
Pasó un breve instante y el semielfo no obtuvo respuesta alguna. Avanney paseó su mano abierta frente a la cara del despetrificado, pero éste continuó impávido.
—No te oye —le informó a él.
—¿Entonces, qué?
—No pasa nada —les tranquilizó el mago—. Necesita descansar. No sabemos cuántos siglos lleva petrificado. El calor de una hoguera y un buen caldo puede que le ayuden.

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Avanney y Endegal fueron en busca de leña, aunque tampoco se complicaron demasiado en salir al exterior. Aquellos polvorientos y ajados muebles servirían como combustible; los estrellaron contra el suelo y paredes de roca y obtuvieron material suficiente para una buena fogata. Dejaron las astillas al final de la cueva, donde Abdyr, con simplemente acercar el extremo llameante de su vara, consiguió prender fuego. El mago cesó las llamas de su propia vara y todos se ubicaron rápidamente alrededor de la hoguera.
Dedos extrajo de su bolsa un cuenco hondo y metió dentro unas hierbas y agua. Lo puso todo a calentar.
—¿Qué haces? —le preguntó Endegal.
—Queremos que se recupere, ¿no? —dijo el mediano—. Entonces dejadme a mí.
—Eso son grengas, ¿verdad? —observó Avanney. Eran las mismas hojas que el druida solía usar para cubrir las más variadas heridas de guerra—. ¿Vas a preparar una infusión de grengas?
Dedos cabeceó una afirmación y añadió:
—No os preocupéis. Sé lo que me hago. He visto al druida comerse alguna de estas hojas, así que estoy seguro que esta infusión no le perjudicará en absoluto.
Poco después el agua empezó a hervir, y a Dedos, pareció como si de repente se le ocurriera una idea.
—Dadme una de vuestras galletas nutritivas —dijo.
Tanto a Endegal como a Avanney les pareció extraño, pues una lemba no era precisamente un manjar para el mediano, aunque pronto se disiparon las dudas. Dedos cogió la lemba y la rompió en varios trocitos que introdujo en el cazo. El agua dejó de hervir durante unos instantes, pero poco después volvió a hacerlo, y el agua se tornó turbia al deshacerse en ella por completo aquella sustancia. Dedos sacó del fuego aquel brebaje de su invención y vertió poco a poco el líquido sobre un bol, de manera que separó como mejor pudo, el líquido de los residuos sólidos. Dejó que se enfriara un poco, pues sabía que la temperatura de la infusión era demasiado alta para poder ser bebida. Luego se la acercó a los labios del guerrero.
El convaleciente guerrero hizo un ligero movimiento en sus labios, y Dedos levantó el bol para que cayera líquido en su boca. Los ojos del guerrero continuaban fijos en el infinito, pero su garganta dio muestras de querer tragar. Dedos vertió un poco más. Los brazos del guerrero se levantaron y empujaron, aunque con poca fuerza, las manos del mediano. Bebió con torpeza, pero con ansiedad. Cuando hubo terminado, exhaló un suspiro enorme. Cerró los ojos y se tendió en el suelo. Se había dormido.
Le acomodaron con unas mantas y le dejaron dormir. Cenaron y convinieron hacer guardias por la noche, para así vigilar el estado del convaleciente.

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§

A la mañana siguiente, cuando todos despertaron, el guerrero todavía permanecía sepultado entre mantas. Su aspecto, sin embargo, había mejorado notablemente; su piel parecía haber recobrado su color natural.
—¿Le despertamos? —sugirió el mediano.
—Me parece una buena idea —dijo Abdyr—. Ya va siendo hora de que hablemos con él.
El propio Abdyr le puso la mano encima del hombro y le zarandeó repetidamente. El guerrero entreabrió los ojos y parpadeó repetidamente, como si intentara aclarar su visión. Finalmente, sus ojos parecían enfocar bien, y cuando vio aquellas cuatro figuras frente a él observándole, se echó rápidamente hacia atrás alzando las manos como protegiéndose.
—Tranquilo, amigo —le dijo Avanney en tono amable—. No queremos hacerte daño.
El guerrero continuaba nervioso. Abrió la boca para decir algo, pero no pudo articular palabra. Hacía mucho tiempo que su garganta no emitía sonido alguno.
—¡Atrás! —exclamó finalmente en un visible esfuerzo.
—Hey —dijo Dedos—, no pasa nada. Somos amigos.
—¡Atrás he dicho! —dijo de nuevo, esta vez más claramente. Se levantó como pudo y apoyó su espalda contra la roca —¿Qué queréis de mí?
—Oye, no seas desagradecido —le increpó el mediano—. Estás vivo gracias a nosotros.
—A mí no me engañáis —continuó el guerrero—. Habéis venido a destruirme.
—Si hubiéramos querido destruirte, lo habríamos hecho cuando estabas petrificado —le informó el mago.
El guerrero se fue desplazando precavidamente hacia el exterior de la cueva, cuidando de mantener su espalda pegada a la pared. Cuando mantuvo una distancia que consideró prudencial salió corriendo torpemente hacia el exterior. Los demás no intentaron retenerlo, pero siguieron tranquilamente sus pasos. Cuando aquel hombre salió de aquella cueva, los rayos del sol lo cegaron implacablemente, pero aquello no evitó que sus entrecerrados ojos vieran el extraño aspecto de aquel paisaje; una montaña extrañamente invertida rodeaba todo el rellano. Se detuvo. Se miró las manos de cerca.
—Petrificado... —murmuró el guerrero como recordando algo.
—Sí, así es. Has estado muchos años convertido en una estatua de piedra —dijo una voz femenina desde atrás.
El guerrero miraba sus manos como si fuera la primera vez que las veía, cerraba los puños y luego los abría. Notaba sus articulaciones como oxidadas y sus músculos entumecidos, aunque a cada movimiento que realizaba, todo su cuerpo empezaba a responderle con más naturalidad. Recordó a sus cuatro visitantes y se volvió hacia ellos. Acababan de salir de la cueva y continuaban observándole.
—¡A mí no me engañáis! —les gritó de nuevo—. ¡El mal está entre vosotros! ¡Habéis venido a destruirme!
—¡Pero si te hemos salvado de tu maldición! —objetó Endegal.
—Me habéis salvado porque queréis mi espada...
No dijeron nada. Desde luego, aquellas palabras eran irrefutables, pero el sentido era totalmente distinto a lo que aquel legendario guerrero se refería.
—Está claro que así es... —continuó éste—. Pues está bien, si queréis mi espada, tendréis que matarme.
Avanney se adelantó.
—Creo que nos has malinterpretado... —vaciló—. ¿Cuál es tu nombre?
—Aunethar.
—Entonces, escúchame, Aunethar. Hemos venido desde muy lejos buscando tu espada, eso es cierto —admitió la bardo—. Pero pensábamos que estarías muerto, después de tantos años. Decenas de leyendas distintas narran tu muerte.
—¿Años? ¿Leyendas? ¿Muerte? —dijo Aunethar dubitativo—. ¿Cuántos años han pasado?
—No lo sabemos. Seguramente, varios siglos.
—¡Siglos! —exclamó—. ¿He sobrevivido durante más tiempo que un elfo?
A todos les extrañó que mencionara la palabra elfo, a excepción de Avanney.
—Me temo que así es, Aunethar. Es más, puede que hayas sobrepasado el milenio.
—Mil años...
—Dices que tendremos que matarte si queremos tu espada —terció Abdyr—. ¿Acaso sabes dónde está?
Aquello turbó de nuevo la atmósfera. ¿Había perdido Abdyr su amabilidad, o eran imaginaciones de la bardo?
—¿Quieres ver la espada, mago embustero?
¿Cómo sabía Aunethar que Abdyr era un mago?, pensaron todos.
—¡Muéstrala! —le provocó éste.
Aunethar dirigió su mano derecha hacia atrás, haciendo como si intentara desenfundar una espada colocada en su cinto, acto que hubiera sido completamente normal de no ser porque no había vaina ni espada alguna. No fue Dedos el único en pensar que los años en piedra habían hecho mella en la sesera del guerrero. De pronto, se oyó el sonido metálico de un desenvaine; Aunethar les apuntaba ahora con la más bella espada que Endegal había visto jamás. El sol destellaba sobre ella, y el paisaje se reflejaba por la totalidad de su superficie cromada.
—¡Por fin! —dijo Abdyr extrañamente emocionado. Puso su vara al frente y la apretó fuertemente con sus manos. La esfera que la coronaba irradió una luz rojiza intensa. Endegal, Avanney y Dedos no acababan de creer lo que estaban presenciando.
—¡Quietos! —exclamó la bardo—. ¡No es más que un malentendido!
—¡Apártate, mujer! —le dijo el guerrero—. Es evidente que habéis sido engañados.
Cuando vieron al mago realizar uno de sus dibujos en el aire, no les cupo la menor duda: Abdyr iba a atacar a Aunethar, aunque no les acababa de encajar todo aquello. Aunethar realizó un movimiento diestro con su espada, invitando a que el mago atacara primero. Y así lo hizo.
Abdyr invirtió la posición de su vara y la esfera tocó el suelo. Una línea de fuego se abrió paso furiosa hacia Aunethar, pero éste, con un movimiento rápido, saltó hacia un lado y rodó por el suelo. La línea de fuego pasó muy cerca de él, pero no llegó a incendiarle.
—¡Quietos! —repitió a gritos Avanney, desesperada.
Sin embargo, Endegal dejó de prestar atención a aquella escena surrealista, pues una extraña sensación le embargó. Volvió la vista hacia el camino, a la rocosa pendiente que habían escalado el día anterior. Un murmullo de pasos arrastrándose penosamente rocas arriba fue lo que en primera instancia atrajo su atención. Parecían los pasos de bestias que se afanaban por llegar lo antes posible hasta ellos. Luego percibió algo todavía más extraño; una masa de aire cálido ascendía por momentos en el lugar donde pronto aparecerían aquellos seres capaces de trepar por aquellas rocas que, lejos de estar tan congeladas como el día anterior, por lo menos sí estarían resbaladizas a causa del frío y la humedad tan típicos de las noches de la Sierpe Helada.
Abdyr vio acercarse a Avanney con sus espadas desenfundadas. Con un movimiento de vara simple, se rodeó a sí mismo con un círculo de fuego, cuyas llamas crecieron hasta la altura de los ojos del mago. Avanney retrocedió, y recordando al yeti quemado, comprendió que no podría penetrar aquel escudo de llamas sin sufrir graves quemaduras.
La atención de Endegal oscilaba del mago a las rocas, dudando entre parar a Abdyr o alertar de la presencia de aquellos seres, que muy bien podrían ser orcos de no ser por el tremendo calor que despedían sus cuerpos. Fueran lo que fueran, el panorama no era de ningún modo alentador. Armó rápido su arco en vista de que empezaban a asomar sus cabezas por la pendiente.
—¡Atacad, mis keraphyr! —ordenó Abdyr al verlos aparecer.
Los keraphyr bramaron cuales bestias enloquecidas, y de sus cuerpos brotaron llamas que no parecían en absoluto quemarles. Dedos y Endegal, que eran los que más próximos estaban de aquéllos, los observaron atónitos. Su caminar era ligeramente encorvado y carecían de ropa alguna que les protegiera del frío. Sólo unos simples taparrabos elaborados con alguna especie de metal, ocultaban sus partes pudentas. En su cuello tenían una argolla también metálica. Sus carnes blanquecinas mostraban rosadas llagas aquí y allá, pero realmente pocas, a juzgar por el fuego que surcaba sus carnes. Ni que decir tiene que estos seres de aspecto humanoide carecían completamente de vello. Sus pupilas eran completamente rojas y amenazadoras. Armados con espadas cortas y puñales de los que también brotaban llamas, se abalanzaron hacia el mediano y el semielfo. Abdyr esbozó una sonrisa de satisfacción al contemplar a sus fieles súbditos.

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Aunethar había aprovechado la distracción para abalanzarse sobre el mago, pero éste percibió su movimiento y le lanzó uno de sus proyectiles ígneos. El guerrero interpuso su espada en plano y en la colisión saltaron espurnas al desintegrarse el proyectil. No hirió a Aunethar, pero lo había detenido en su avance. La punta de la vara del mago tocó el suelo una vez más, y otra línea de fuego fue a buscar a su enemigo y, de nuevo también, fue esquivada en el último momento. Pero aquello no era más que el principio; nada le costaba al mago lanzar aquellos mortíferos ataques, y así lo hizo repetidamente. Aunethar sabía que cuanto más alejado estuviera, más tiempo tendría para esquivar aquellas incansables líneas de fuego, por lo que optó por mantener las distancias en espera de una oportunidad mejor.
Dedos corrió para situarse tras las espaldas de Endegal, y el medio elfo comenzó a disparar sus flechas contra los infernales keraphyr. Sus impactos fueron precisos, y la mayoría de las víctimas tenían suficiente con una sola flecha; las que no, eran rematadas por el mediano, que tampoco era torpe con sus dos dagas; sus años en las calles de Vúldenhard le habían enseñado a sobrevivir de muchos modos. En la ciudad amurallada, pocas habían sido las veces que tuvo que emplear estas artes, pues él prefería la protección de las alianzas y los chantajes, pero como ya se ha dicho, Dedos no era precisamente un iniciado con los aceros cortos.

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Avanney vio que Aunethar se defendía bien esquivando los fuegos del mago y se dispuso a ayudar a sus dos amigos, haciendo gala de su destreza con las dos espadas cortas. Advirtió que los keraphyr buscaban claramente el contacto físico cuando la cabeza de uno de ellos chamuscó dolorosamente el brazo de la bardo. Mientras Avanney se dispuso a apagar aquellas llamas, se le abalanzaron rápidamente tres criaturas más. Hundió a Las Dos Hermanas en los vientres de dos de ellas cuando vio a la tercera por el rabillo del ojo con un enorme puñal llameante cayendo sobre sus espaldas. Una oportuna flecha élfica atravesó a tiempo el cráneo de la criatura y le dedicó una sonrisa de agradecimiento al medio elfo. Observando a los caídos, Avanney advirtió que los cuerpos de los keraphyr muertos se consumían bajo su propio fuego, como si la ausencia de vida evitara la regeneración cutánea.
Endegal apenas tuvo tiempo de felicitarse por haber salvado a la bardo; sobre él se disponían muchos enemigos que le estaban acorralando hacia una enorme roca, y Dedos no era de gran ayuda, pues el mediano no gustaba de arriesgar más de lo necesario. Miró detrás suyo y, tras contemplar rápidamente aquella protuberancia rocosa, tuvo una idea.
—Ligero como la brisa… —murmuró.
El Manto del Viento que portaba ondeó por unos momentos. Se colocó el arco a su espalda y con un gran salto hacia la enorme roca, se amarró como pudo a los resquicios que pudo encontrar. Con la agilidad de un gato trepó hasta la cima, y una vez allí, viéndose libre de un ataque cuerpo a cuerpo, armó de nuevo su arco y siguió abatiendo, ahora con más facilidad, a los keraphyr, seleccionando minuciosamente a aquellos que más cerca estaban de sus compañeros o del propio Aunethar.
No obstante, los keraphyr no eran ni mucho menos estúpidos y rodeando la roca por detrás, encontraron un lugar por el que les era más fácil trepar y llegaron hasta el semielfo. Endegal, sorprendido, sólo pudo desviar la hoja de aquella espada con el fuste de su arco, de tal suerte que el cuerpo ardiente del keraphyr cayó encima de él. Ambos rodaron brevemente por el suelo de la roca y cayeron de forma aparatosa, aunque el golpe lo acusó mucho más la criatura ígnea, pues el peso del semielfo estaba muy disminuido por el efecto de su manto mágico. Aún así, el mero contacto del keraphyr había hecho que sus llamas se propagasen hasta él y se dispuso a extinguir aquel fuego que consumía sus ropajes. Estaban totalmente chamuscados por delante, aunque el resto parecían intactos a simple vista. Fue en busca de su arco, pero cuando lo cogió se dio cuenta de que se le había quemado la cuerda. No podría usarlo. Sacó su daga élfica y suspiró.
Avanney y Dedos se le acercaron. Eran pocos ya los keraphyr indemnes. Tal vez lograrían salir de aquel apuro.

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Abdyr, sin embargo, logró situar a Aunethar donde quería, entre él y los tres aventureros que todavía lidiaban contra su horda ígnea. Ahora no tenía a nadie a sus espaldas. Estaban todos más o menos agrupados, a una distancia que le pareció óptima. Maniobró con su vara con fuerza y decisión. La vara irradiaba un destello vibrante e intenso; parecía estar acumulando mucha energía y a todos les recordó el momento en que Abdyr había derretido el hielo de toda la larga pendiente de rocas que habían escalado hacía poco. Les apuntó con la vara y empezaron a dibujarse en el aire espurnas de fuego que se acumulaban rápidamente, formando un volumen flamígero creciente. A Aunethar se le hicieron los ojos como platos. Parecía haber reconocido aquel conjuro.
—¡Corred! —gritó con gestos de dispersión.
Los demás le hicieron caso, y corrieron aunque vacilando en qué dirección hacerlo, y más aún viendo cómo Aunethar no se movió de su lugar.
El conjuro había formado una enorme bola de fuego que salió despedida a gran velocidad en su dirección. Ahora sí que corrieron con pavor. Hasta los propios keraphyr lo hicieron, aunque reaccionaron un poco tarde. Aunethar cogió con las dos manos su espada y de un mandoble partió en dos la bola de fuego. Sus dos pedazos pasaron rozando al guerrero, y su leve, a la vez que fugaz contacto, encendieron las mangas de sus ropajes. Ambas partes de la bola de fuego salieron en direcciones descontroladas y fueron a estallar en dos espectaculares y sincronizadas explosiones muy por detrás de Aunethar. Pero las llamas abarcaron una enorme superficie, y tanto la bardo como Endegal y Dedos a punto estuvieron de morir abrasados. Algunos keraphyr que sufrieron el golpe parecieron no notar el efecto de las llamas, pero otros sin embargo sí que gritaron y cayeron, al parecer por no ser lo suficientemente inmunes al fuego para el inmenso calor que desprendió el potente conjuro. El vapor de agua generado por la nieve había provocado una neblina que poco a poco se fue disipando por la acción del viento.
El guerrero conocido como Aunethar apagó sin prisa ni ansiedad sus llamas. Los demás vieron el alcance y las repercusiones de aquella bola de fuego; la nieve que había cubierto desde hacía años el suelo de aquel rellano había desaparecido prácticamente en toda su totalidad a causa del calor que se había generado en aquella pequeña zona de la Sierpe Helada, mientras que unos pocos keraphyr se acababan de consumir. Aquel espectáculo no impresionó lo más mínimo al legendario guerrero que no perdía de vista al mago.

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Abdyr se reposicionó. Realizó unos movimientos de vara en el aire y luego la paseó en arco frente a él, señalándolos a todos. Instintivamente, todos retrocedieron un par de pasos temiendo lo peor, y lo hicieron acertadamente. Una línea de fuego se dibujó en el suelo y se alzó muy alto hasta convertirse en un verdadero muro de llamas.
Avanney, Dedos y Endegal sufrían el crudo sentimiento de la impotencia. Estaban desarmados frente aquel, ahora sin duda, poderoso mago y al mismo tiempo atrapados entre los keraphyr restantes y aquel muro de llamas. Abdyr los tenía a su merced. No obstante, Aunethar no compartía aquel sentimiento. Los efectos de la petrificación parecían haber menguado por completo; el guerrero estaba de nuevo en una forma física inmejorable y la confianza que irradiaba aquella figura armada con una espada tan poderosa, era descomunal.
—¡Aunethar! —gritó el mago desde el otro lado del muro de llamas—. ¡Si no me das esa espada arderás lentamente hasta morir! ¿Sabes lo que es morir ardiendo? ¿Notar como tu propio cuerpo es el combustible idóneo que alimenta al fuego? ¿El dolor insoportable de tu piel derritiéndose sobre tus huesos?
—¿Y si te la doy? —contestó éste mientras ayudaba a sus compañeros a deshacerse de los últimos keraphyr. Sus poderosos espadazos cercenaban sin piedad los miembros de las criaturas llameantes.
—¡Entonces te encomendaré una muerte rápida!
Aunque con una voz menos intensa, desde el otro lado del muro todos oyeron a Abdyr vocalizar algún conjuro que, con toda seguridad, sería de nuevo devastador. No podían verlo, pues el muro de fuego apantallaba completamente su visión, pero imaginaron al mago agitar su vara, dibujando en el aire runas de gran poder.
Aunethar alzó su espada y, tensando sus músculos, arremetió con un mandoble contra el muro de fuego. La hoja de la espada dibujó un arco que se abrió paso entre las llamas, y su punta impactó en la base de la barrera ígnea, quedándose hundida en el suelo. Como si de una herida de guerra se tratara, el muro se desgarró por el lugar donde, literalmente, le había cortado la espada. Se abrió con cierta velocidad un estrecho pasillo. Aunethar vio cómo el espesor del muro de llamas era de unos dos metros cuando al final advirtió que la brecha lo atravesaba de parte a parte. Pasó a través del muro.
Por su posición, a Endegal le pareció que se lo habían tragado las llamas, pero Avanney se percató de que el guerrero se había adentrado en la brecha. Llamó a sus compañeros y les animó a que la siguieran, e imitando la actitud de Aunethar, llegaron hasta la brecha y se detuvieron a observar. El pasillo se mantuvo abierto unos instantes. Atravesaron rápidamente las llamas que ya volvían a cerrarse tras ellos. Avanney se volvió y ensartó con las dos espadas al primer keraphyr que les seguía los pasos. Con una patada, liberó sus espadas del pecho de la criatura y la empujó al interior del muro flamígero; hecho que hizo caer a los otros dos engendros de Ommerok que les precedían y que bramaron cuando la brecha se cerró sobre ellos y los consumió.
Viéndose liberados del acoso de los keraphyr contemplaron a los otros dos, y lo que vieron les estremeció: la figura de Aunethar que corría en dirección al escudo ígneo de Abdyr. El mago estaba tan enfrascado en su complicado conjuro que parecía no haberse dado cuenta que los demás habían burlado el muro de fuego, y menos todavía, que Aunethar se le aproximaba velozmente.
El escudo ígneo del mago había bajado de intensidad. Por lo que se veía, Abdyr estaba concentrando mucha de su energía, tanto, que su escudo menguó hasta el punto en que se le veía claramente de cintura para arriba. Mantenía su vara apuntando al frente y unas espurnas parecían salir de la nada e iban acumulándose como una colonia de luciérnagas, unos centímetros más allá de la punta. No cabía la menor duda. Ya habían presenciado aquello, aunque no con tanto poder. Se trataba de otra bola de fuego, aunque ésta tan inmensa que arrasaría con todo.
Avanney como los demás empezaba a pensar en las posibilidades de escapar de aquella bola de fuego, buscando lugares donde refugiarse de aquella muerte segura. Pero la solución la tenía Aunethar. Cuando más altas fueron las palabras del mago, el guerrero llegó frente a él. Abdyr abrió los ojos y lo vio, y cayó entonces en la cuenta de que había cometido un grave error; no había previsto que pudieran atravesar el muro de fuego con tanta rapidez. El mago hizo un amago de escapar, pero no tuvo tiempo. La espada implacable de Aunethar le cercenó ambos brazos, los cuales cayeron al suelo con la vara todavía amarrada. El mago se estremeció de dolor, pero sólo durante medio segundo, que fue el tiempo que tardó el guerrero en partirlo en dos, a la altura de las costillas. Las espurnas que estaban conformando la bola de fuego se disgregaron y se desvanecieron en el aire mientras la sangre de Abdyr se desparramaba por el suelo. Se había terminado. Abdyr había muerto. El muro de llamas no tardó en extinguirse y los pocos keraphyr que restaban con vida huyeron desorientados y se precipitaron hacia el desprendimiento de rocas.

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Aún estaban todos anonadados por el cauce que habían tomado los acontecimientos sin llegar a comprender, por mucho que lo intentaban, qué era lo que había sucedido. Llegaron finalmente hasta los restos del mago. Aunethar los observaba impávido. La sangre que manchaba la hoja de su espada resbalaba hacia abajo, y abandonaba la espada en un hilillo púrpura. Vieron sorprendidos cómo en un abrir y cerrar de ojos, toda la sangre había caído al suelo. Toda. Ni una miserable gota mancillaba la superficie cromada. Nadie hubiera dicho que aquella espada perfectamente limpia e inmaculada acababa de partir un cuerpo en dos mitades.
—Era un alma corrupta —les dijo Aunethar—. Pero ahora ya está convenientemente purificada.
Avanney se acercó todavía más hasta lo que había quedado de Abdyr. Contempló su extraña vara en el suelo. Las manos del infortunado mago continuaban amarradas a ella. Con la punta de una de sus espadas, Avanney trató de abrirlas, curiosa por saber si aquellas manos ofrecían o no resistencia. Los dedos estaban semirrígidos, pero para su sorpresa, no fue aquello lo que más le extrañó. Descubrió que las palmas de las manos del mago estaban ennegrecidas.
Se miraron entre sí. Finalmente, Endegal habló:
—¿Chamuscadas? —aventuró.
La bardo, que estaba ya de rodillas investigando de cerca el asunto, negó aquella suposición.
—No lo creo. Más bien parece un moretón muy oscuro, o incluso diría que se trata de una pigmentación de la propia piel.
Dando aquella explicación como válida, Dedos cambió de tema, preguntándole al legendario guerrero:
—¿Cómo supiste de las intenciones del mago?
—Lo percibí —contestó Aunethar—. Percibí una maldad muy grande entre vosotros. Al principio no pude distinguirlo bien, y pensé que todos formabais parte de esa atmósfera maligna. Quizás fue porque aún estaba aturdido. Pero luego me di cuenta de que sólo uno era el mal personificado: el mago.
—¿Dices que puedes percibir el mal? —preguntó Avanney.
El guerrero sonrió.
—Puedo hacerlo, sí.
Todos enmudecieron durante unos instantes. Aquella habilidad era realmente extraña. ¿No habría querido decir que lo había intuido?
Dedos se afanó en coger aquella vara mágica para examinarla, pero Aunethar se la arrebató de las manos con un movimiento de espada. La vara cayó al suelo ante la mirada atónita del mediano.
—¿Pero qué...?
—Ni lo sueñes, mediano —le advirtió—. Ese objeto de poder lleva el Mal en sus entrañas. Tiene que ser purificado.
Diciendo esto, levantó la Benefactora y descargó un mandoble sobre el extremo de la vara donde se encontraba la esfera roja engastada, partiéndola en pedazos. De ella manó un humillo negro.
Todos se giraron hacia Aunethar y clavaron la vista en la espada encantada.
—¿Podemos... ?
—¿Verla? —completó Aunethar—. Estáis de broma —dijo—. El mago y sus esbirros eran los realmente peligrosos, pero, aún así, vosotros habéis venido hasta aquí sólo por mi espada. Así que os lo repito: si queréis mi espada, tendréis que matarme.
—Recordamos perfectamente tus palabras, Aunethar —dijo Avanney—. Recuerda también tú las nuestras: Hemos venido por tu espada, pero no para arrebatártela, puesto que pensábamos que estabas muerto.
—Además, no era por un acto egoísta —añadió Endegal—. Queremos la espada para liberar a una aldea de una oscura maldición. ¿Crees que podría sernos de utilidad? Si es así, ruego nos acompañes para ayudarnos.
—Puede que sí, puede que no. Ni siquiera yo sé hasta donde alcanza el poder de la espada. Pero una cosa tengo clara: esta espada fue forjada para combatir el Mal. Si la maldición tiene un propósito realmente maligno, la espada hará todo lo posible para eliminarla. Que lo consiga o no, ya no será asunto mío.
—Hablas de ella como si tuviera vida propia —observó Dedos.
—La tiene. No os quepa la menor duda.
—En ese caso vas a tener que cedernos tu espada o acompañarnos hasta nuestro destino.
—De nada serviría que os la diera. No podríais manejarla.
—¿Por qué no? ¿No nos ves capaces de empuñarla?
—La Purificadora de Almas fue forjada para mí. Yo soy su portador, y sólo yo puedo empuñarla, joven.
—Mi nombre es Endegal, guerrero matadragones. Ofréceme tu espada y te demostraré que puedo manejarla mejor incluso que tú mismo.
—Ni lo sueñes, Endegal. Te aseguro que no podrías siquiera blandirla. Os acompañaré en vuestro viaje, si así lo deseáis, pero no pondré La Espada Benefactora en manos ajenas.
—Entonces no perdamos más tiempo —dijo el semielfo—. Necesitamos esa espada. Pongámonos en marcha ahora mismo.
Endegal se agachó buscando su arco. Recordaba que el fuego de los keraphyr le había quemado la cuerda. Lo examinó y vio que había ardido una de sus puntas. Estaba chamuscada, aunque entera. Se preguntó si podría volver a usarlo. Se lo ató a la espalda y en ese momento, empezó a caminar, bajando aquella suave pendiente, en dirección al camino. Los demás le siguieron.
Aún no había dado cuatro pasos, cuando Aunethar enfundó su espada en algún lugar, y poco a poco, la espada se empezó a desvanecerse ante sus ojos hasta que finalmente desapareció por completo. A Avanney se le iluminó el rostro; eso explicaba muchas cosas, aunque al mismo tiempo abría nuevos interrogantes.
—¿Dónde está La Purificadora de Almas? —le preguntó.
—Está aquí, pero no podéis verla.
—Ni tocarla —dedujo Dedos —. De lo contrario Endegal la habría encontrado cuando te cogió por la espalda, cuando estabas petrificado.
—Tienes razón, mediano —le dijo—. La espada está aquí conmigo, aunque no de una forma física.
—No lo entiendo —admitió Endegal.
—Está en otro plano de existencia, ¿verdad? —dijo Avanney—. Un plano paralelo a este, pero que no podemos ver ni tocar. Y la espada pasa de un plano a otro cuando tú la necesitas.
—Has dado en el clavo, mujer.
—Avanney —le corrigió.
—Avanney... —repitió él— ¿Y tú, mediano? ¿Cuál es tu nombre?
—Déroter Dostak —se presentó—. Dedos, para los amigos.
—Y para los no tan amigos... —añadió el semielfo con evidente sarcasmo.

10. La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Avanney se adelantó. Tenía enfrente a un superviviente de los Días Oscuros en cuya mente se hallaba el conocimiento de aquellos tiempos ahora olvidados por todos. Desde que Abdyr había anunciado que aquella estatua no era más que un guerrero petrificado, que la cabeza de Avanney no había parado de darle vueltas a aquel asunto. Tantas dudas, tantas incógnitas, podían ahora ser fácilmente resueltas con sólo preguntárselas a Aunethar.
—Fuiste tú quien acabó con el dragón, ¿verdad?
—Todo el mundo lo sabe, Avanney. Todos quieren mi espada por eso.
—No todo el mundo —terció Dedos—. Para algunos eres tan sólo una leyenda, y para la mayoría ni tan eso siquiera.
Aunethar miró de nuevo a aquel marco ambiental tan enrarecido.
—Es una ilusión —le aclaró la bardo.
—Lo imaginaba —dijo él—. Pero no deja de sorprenderme. ¿Quién ha sido el responsable? ¿Ese mago amigo vuestro? ¿Y para qué fin?
—No lo sabemos —dijo Endegal—. Yo pensé que quizás tú lo supieras, Aunethar.
—¿Yo? —dijo éste, incrédulo—. ¿Qué te hacía pensar eso?
—Lo pensé porque esta ilusión camufla tu refugio.
Aunethar no respondió, pero por su expresión, los demás entendieron que estaba considerando aquella posibilidad. Continuaron su descenso, cuando llegaron al límite de la ilusión. Allí, delante de ellos, estaba la visión de una pared de roca extrañamente invertida. Aunethar vaciló, pero Endegal la atravesó raudo, pues por la cabeza de éste sólo había un pensamiento: ahora que tenían la espada, deberían volver a Bernarith’lea tan rápido como les fuera posible. Los demás la atravesaron sin más complicaciones. Finalmente lo hizo Aunethar, aunque algo receloso.
Dedos fue directo a la roca que había descubierto antes las runas áureas. Sacó una de sus dagas y volvió a forcejear con la punta aquellas runas.
—Déjalo —le dijo Aunethar—. Esas runas parecen muy poderosas.
—Con tu espada atravesaste a un dragón. Podrías partir esta roca de un espadazo —razonó el mediano.
—Te equivocas. La Purificadora de Almas es muy poderosa, pero yo no tengo tanta fuerza como para partir esa roca.
—Sin embargo —observó la bardo—, la piel escamosa de un dragón es más resistente que una simple piedra.
—Eso no es una simple piedra, Avanney. Además, el alma de Dernizyvalath estaba tan absorbida por el odio y la maldad que La Benefactora no obtuvo prácticamente resistencia por parte de la armadura del dragón.
—Dernizyvalath... —musitó Avanney, pensativa. El nombre del dragón se le grabó a fuego en su memoria.
—¿Pero no podrías intentarlo al menos? —le reprochó el mediano.
Aunethar le puso la mano en el hombro y le dijo:
—No insistas, Dedos. No lo haré. Y voy a darte un consejo: Cuidado con tu codicia, mediano. Puede ser tu perdición y la de mucha gente.
Aquello le recordó a Avanney el pasado de Déroter en Vúldenhard. Dicho esto, siguieron su marcha, dejando unos instantes sólo al mediano. Dedos no podía creerlo. Habían conseguido la espada gracias a él, porque él había sido el corazón de la expedición. Además, por razones inexplicables, él era inmune a aquella ilusión, y había sido también él quien había sugerido seguir aquella dirección. Y ahora le ignoraban. Incluso Aunethar debería de estarle agradecido, porque del mismo modo había sido liberado del hechizo petrificador. Entendía que todos ellos le debían mucho, pero por lo visto, no era un sentimiento compartido. ¿Qué le hubiera costado a Aunethar desenvainar su fabulosa espada e intentar partir aquella roca? ¿Y los demás? ¿Por qué no le apoyaban? ¿No tenían al menos la curiosidad de ver qué sucedería con la ilusión una vez destruidas las runas? Él solamente quería aquel oro, y estaba allí, delante de sus narices. Podía tocarlo incluso, pero de ningún modo llevárselo. Y Aunethar le había llamado codicioso. ¿Qué sabía él? Dedos había controlado su cleptomanía en Bernarith’lea hasta puntos insospechados, y Aunethar, sin embargo, no era capaz ni tan siquiera de dejar que nadie manejase La Espada Benefactora. Para Dedos era un acto de egoísmo puro, ¡y aquél trataba de juzgarle por sólo querer coger un oro que no pertenecía a nadie!
Aunethar se paró en seco.
—¿Qué le ha pasado al camino? —preguntó.
—Un derrumbamiento de rocas debió sepultarlo hace tiempo —le dijo Endegal.
—¿Intencionado? —preguntó Aunethar.
—Yo diría que sí —dijo Avanney—. Posiblemente por la misma persona o personas que dejaron la ilusión, y presuntamente con el mismo fin.
—El mismo mago que me petrificó —dedujo Aunethar.
—Pero, ¿por qué? —preguntó el semielfo.
Avanney y Dedos estuvieron a punto de decir algo, pero Aunethar habló antes.
—Dejemos las especulaciones para más tarde —dijo—. ¿Acaso pretendéis que bajemos por aquí? Recuerdo que el camino serpenteaba hasta abajo. La pendiente era dura, pero no tanto como ahora, y desde luego, también era un trayecto menos arriesgado. ¿Cómo lo habéis hecho para subir? —preguntó.
—Abdyr, el mago que nos acompañaba con falsas apariencias, descongeló un pasillo entre las rocas. Evitó que resbaláramos.
—Qué considerado... —ironizó Aunethar.
—Pero, aunque anoche no nevara —observó Dedos—, el viento y la humedad habrán vuelto a dejar una capa de hielo sobre las rocas.
—Esta vez será muy fina, y espero que quebradiza. Además, el ascenso de los keraphyr habrá deshecho parte del hielo. Eso nos facilitará la bajada —dijo Avanney—. De todos modos, podemos usar la cuerda. No será un descenso rápido, pero será más seguro.
—No creo que tengamos suficiente cuerda para llegar hasta abajo —observó Endegal.
Todos estuvieron pensativos durante un par de segundos silenciosos.
—Haremos lo siguiente —sugirió Avanney abriendo su mochila y sacando de ella unas picas y una maza—: Iremos bajando en fila y yo cerraré el grupo. Bajaréis vosotros primero hasta una distancia prudencial. Aseguraréis con estas picas la cuerda a vuestra altura. Yo desataré la cuerda desde arriba y bajaré con mucho cuidado.
—¿Y si resbalas?
—Vosotros tendréis asegurada la cuerda, y yo estaré atada a ella. Si resbalo y caigo, por lo menos, cuando llegue hasta vosotros, la cuerda se tensará y detendrá mi caída. Haremos esto en repetidas ocasiones, hasta que lleguemos hasta abajo. Así no nos quedaremos faltos de cuerda. Es arriesgado, pero no tenemos otra opción.
—Tú lo has dicho, bardo —dijo Dedos—. No tenemos otra opción mejor.

10. La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.


§

Procedieron de aquel modo, descendiendo con mucha precaución. A la cabeza del grupo iba Endegal, seguido por Dedos, y éste último por Aunethar. Avanney lo hizo la última y sin la seguridad que les otorgaba a los demás amarrarse a la cuerda tensa. Resbaló una vez, pero el guerrero conocido como Aunethar la sujetó lo suficiente para evitar un desastre mayor. Finalmente llegaron hasta el mismísimo pie del camino, sanos y salvos.
Cuando emprendieron el camino que ya tanto conocían hacia Smetherend, sopló una fuerte ráfaga de viento helado. Dedos comentó:
—Os vais a reír, pero echo de menos al mago —dijo tiritando, mientras se arrebujaba cuanto podía en su manto.
—Ciertamente, su esfera calorífica nos hizo bastante agradable la subida —agregó Avanney.
—Es irónico, ¿no creéis? —comentó Aunethar—. Os engañó a todos para apoderarse de mi espada. Su intención era clara y os habría matado a todos si hubierais encontrado La Purificadora de Almas tirada en medio de la cueva, que era lo que todos esperabais. Qué ingenuos habéis sido. Y, sin embargo, fue él quién acabó muerto.
—Sí que es irónico, Aunethar —intervino Endegal—. Porque si Abdyr no nos hubiera engatusados, no sé cómo hubiéramos llegado hasta ti. Se podría decir que fue a cazar y fue cazado.
—¡Cuánta razón tienes! —dijo el guerrero—. Pero debes añadir la suerte que tuvisteis de que yo...
Aunethar tuvo una convulsión extraña que le impidió acabar la frase. Todos se extrañaron al ver al guerrero en posición encogida, aparentemente inmóvil y enormemente tenso, con los ojos y los dientes apretados, como si estuviera librando una batalla interna.
—¿Estás bien? —le preguntó Avanney.
Aunethar levantó una mano en señal tranquilizadora y se incorporó lentamente. Tenía los ojos llorosos, y el rostro compungido, pero por aquellos síntomas faciales, bien podría tratarse del frío viento.
—No... No pasa nada —balbució. Respiró hondo y de pronto se encontró mejor.
—¿Qué te ha ocurrido? —quiso saber Dedos.
—No lo sé. Nada de importancia, supongo.
—¿Te había sucedido antes?
—Es la primera vez que me ocurre —contestó mientras se colocaba en primera posición del grupo y descendía con energía—. Pero dejemos este asunto y continuemos. Debemos llegar cuanto antes al poblado.
Endegal y Avanney cruzaron una mirada interrogativa y tardaron unos instantes en seguir los pasos del mítico guerrero. Cuando apenas llevaban un par de zancadas, oyeron un grito ahogado que provenía de su nuevo compañero de viaje. Poco después le vieron caer y rodar sobre la nieve un par de vueltas hasta que se detuvo. Los dos corrieron hasta el cuerpo tendido de Aunethar, mientras Dedos se acercaba con pasmosa tranquilidad.
—¡Aunethar! ¡Háblanos! —le gritó Endegal mientras le zarandeaba, mas el guerrero no oía ya sus palabras —¡Aunethar! —le repitió.
—Está inconsciente, pero su corazón todavía late —informó ella, tras tantearle el cuello con sus dedos.
—¡Maldición! —masculló Endegal—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Esperar a que despierte?
—Si esperamos no tendremos más remedio que acampar de nuevo.
—¿Y si no se recupera?
—Podemos darle la poción del despertar de Aristel —sugirió el mediano desde atrás.
—Ni lo pienses, mediano —dijo Endegal—. Esa poción no le hará ningún bien. Todavía yo tengo su horrible sabor en mi garganta.
—Sin embargo, le despertará —observó Avanney.
—Sí, eso si no le mata definitivamente —objetó el semielfo—. Además, de nada nos servirá que esté despierto si no puede continuar por su propio pie.
—Pero eso tú no lo sabes —le recriminó Dedos.
—¿Acaso lo sabes tú?
—Muchachos, tranquilizaros, por favor —terció Avanney.
—Espera... —dijo Endegal de pronto—. Quizás sea una buena idea despertarle, después de todo. ¡Venga, Dedos, dásela!
Avanney no podía creerlo; Endegal estaba apoyando la decisión del mediano. Dedos metió la mano en su bolsa de viaje y rebuscó en ella hasta encontrar el frasco cristalino. El denso líquido amarillento se movía en un lento vaivén, a pesar de los pasos penosos del mediano. Endegal le alargó la mano.
—Dame ese frasco. Yo se lo daré a beber. Tú eres capaz de darle todo el contenido —le increpó.
Dedos vaciló.
—¡Venga! —dijo con un ademán de apremio—. ¡No tenemos todo el día!
Dedos finalmente cedió y Endegal se apoderó del frasco. Le quitó el tapón de caucho y el aroma llegó a su nariz.
—¡Esto huele a demonios! —exclamó mientras recordaba perfectamente el insoportable sabor del líquido ambarino. Humedeció su dedo índice con la poción del druida, tapó el frasco y se lo devolvió al mediano. Luego paseó su dedo húmedo por el labio inferior de Aunethar y esperó. Poco después, al ver que el guerrero no reaccionaba, Dedos se acercó y le tendió de nuevo el frasco al medio elfo. En ese instante, Aunethar abrió los ojos y se levantó de un salto. Luego se tambaleó y buscó apoyo en la pared vertical. Su respiración era entrecortada, y de cuando en cuando, su cuerpo parecía sufrir los mismos síntomas que antes.
—¿Qué... me habéis dado? —farfulló, tras escupir un par de veces.
—Eso ahora no importa —le dijo Avanney—. ¿Puedes continuar?
—No... creo que pueda. El dolor... es insoportable —dijo mientras se amarraba las costillas.
Aunethar se tambaleó y cayó de rodillas. Avanney se dirigió a Endegal y le dijo:
—Tenías razón, después de todo. No deberíamos haberle despertado. Ahora tampoco podrá conciliar el sueño.
—No. Hemos hecho bien, porque al menos puede hablar.
Avanney y Dedos se miraron extrañados. ¿Qué ventaja obtenían de aquello? Endegal se quitó su arco, su bolsa de viaje y luego su manto. Al parecer tenía algo en mente. Se dirigió hacia Dedos y le dijo:
—Quítate tu mochila y dámela.
—Pero, ¿para qué...? —balbució Dedos.
—Tú dámela y verás...
Endegal intercambió su manto con el de Aunethar, y le colocó al guerrero la mochila del mediano a la espalda.
—Ahora lo entiendo... —susurró el mediano.
Avanney pareció compartir las sensaciones de Dedos. Endegal se colocó frente a frente con Aunethar y clavándole su mirada esmeralda le dijo:
—Escúchame bien, amigo. Si quieres que lleguemos pronto a Smetherend, al calor y la tranquilidad de la chimenea de la posada, tienes que decir: «Ligero como la brisa...»
—¿Qué? —dijo aquél, entre dientes.
—Ligero como la brisa... ¡Dilo!
—Ligero... como... la brisa... —dijo al fin.
El viento arremetía con la misma fuerza que siempre, por lo que Endegal no pudo saber si el hechizo del manto se había activado o no ante aquellas palabras tan poco consistentes. Sólo había una forma de saberlo. Levantó al maltrecho guerrero y se lo cargó a la espalda. Pesaba realmente poco, por tanto, había funcionado.
—Amarradlo bien a mi espalda. No quisiera perderlo por el camino.
Los otros dos se afanaron en hacerle caso y mediante correas aseguraron al guerrero a las espaldas del semielfo. Dedos reconoció que era una buena idea, pero más difícil le fue aceptar que ahora le tocaba cargar con más peso, pues la mochila del medio elfo era más grande que la suya. Al final aceptó resignado, tras desechar la propuesta de Endegal de intercambiar los papeles. Desde luego que Endegal era quien más peso llevaba de los tres, y la carga de Dedos era ahora similar a la de la bardo.
—¿No coges tu arco? —le preguntó Avanney extendiéndoselo junto al carcaj que contenía sus flechas.
Endegal, cargado como estaba, se acercó y cogió su arco compuesto. Amarró la punta quemada y la forzó. Se oyó un ruido seco y la punta se quebró.
—Lo dejaremos aquí. Ahora ya no sirve —dijo apesadumbrado—. Además, bastante carga tenemos ya.
—¿Eres consciente de que estás prácticamente desarmado? —le informó la bardo.
—Sí, pero no del todo. Aún me queda la daga.
—Una de mis espadas será tuya si tuviéramos problemas.
—Esperemos no tenerlos.

10. La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.


§

Los problemas que tuvieron no fueron, por fortuna, los yetis. Fueron descendiendo penosamente y sin descanso hacia Smetherend. Avanney reorganizó más adelante las mochilas, cargando ella con el mayor peso posible para liberar al mediano de tanta carga. Endegal, por su parte, bastante tenía con Aunethar, aunque no por el peso en sí, sino por el volumen de su carga. El viento le zarandeaba bastante más que a Avanney y mucho más que a Dedos, y eso le agotaba en demasía. No obstante, cuando ya descendía el sol, atisbaron a lo lejos el humo inconfundible de las chimeneas de Smetherend.

10. La Purificadora de Almas

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal