Fragmento del Libro de las Revelaciones.
Eso jamás! —exclamó el orgulloso enano—. Nuestro pueblo no se someterá nunca a trabajar para los demás.
El elfo miró con compasión a Ondyrk el Barbatosca y le dijo:
—A mí no me parece una idea tan descabellada, Barbatosca. Si os fijáis bien, todos los enanos de las Colinas han estado trabajando durante siglos para los hombres de Deilainth. Y los hombres de Deilainth han estado trabajando para vosotros. ¿Es que no lo veis?
—¡Eso era diferente! —arguyó éste—. En las montañas trabajábamos duro para obtener metales y riquezas que luego vendíamos. Pero aquí... —dijo con desdén—. Aquí quieren que trabajemos la tierra, que cuidemos su ganado, que tallemos la madera... ¿A cambio de qué? A cambio de alimento y un techo donde dormir.
—Eso es más de lo que muchos desearían, jefe enano —argumentó Algoren’thel.
—A eso —terció Nemkhyr—, los Quiebrarrocas lo llamamos esclavitud, elfo.
—¡Tiene razón! —dijo otro—. ¡Nunca tendremos nada nuestro!
—Haced lo que queráis, Quiebrarrocas —dijo el elfo—. No soy quién para dirigir vuestro destino. Pero yo no despreciaría la hospitalidad de los hombres a la ligera. El ofrecimiento que os han hecho es mucho más de lo que vuestros vecinos enanos os han ofrecido. ¿O acaso me equivoco?
—¡La esclavitud no es una alternativa!
—Yo no lo veo así. Sois libres de abandonar a los hombres cuando queráis, y éstos no os someterán a maltratos. Ni siquiera os exigirán un alto rendimiento en vuestro trabajo. Miradlo de este modo: trabajaréis para ganaros el pan, la cerveza y el venado que podáis consumir.
Hubo murmullos entre los enanos congregados. Había sectores de ellos que no les parecía del todo mal estar bajo la tutela de los hombres.
—¿Tenemos alguna otra alternativa si no, hermanos? —dijo uno alzando la voz por encima de la de los demás.
—¡Sí la hay! —dijo una voz desde atrás. Era la voz de Nemkhyr—. Podemos volver a las galerías, siguiendo los pasos de Enkorn y matar al dragón de una vez por todas.
Muchos aplaudieron aquellas palabras. El deseo de venganza era muy grande entre los Quiebrarrocas.
—Miraros bien, Quiebrarrocas —dijo el elfo—. Estáis desarmados, y ya habéis visto el poder del dragón. El que se enfrente a él perecerá sin duda bajo sus fauces o bajo su aliento de fuego. ¿Acaso queréis morir todos?
—¡Prefiero morir intentando vengar la muerte de los nuestros, que vivir eternamente como un cobarde! —argumentó Nemkhyr—. Además, no creo que un dragón sea invencible.
Algoren’thel recordó los grabados de las espadas de Avanney, en los que un dragón había perecido con una espada clavada en el cráneo. Al principio lo creyó posible pero, ahora que había visto el poder de un dragón auténtico, no entendía cómo una simple espada había podido atravesar la armadura de escamas del dragón. A no ser que no se tratara de una simple espada...
—Lo es —dijo seguro de sí mismo—. Por lo menos, para nosotros. Si hay alguien capaz de destruir al dragón, desde luego, no se halla entre nosotros.
—¿Conoces tú a alguien capaz de semejante hazaña, elfo? —preguntó el Barbatosca.
Algoren’thel sacó de su bolsillo el anillo de serpientes enroscadas que había encontrado y lo miró pensativo.
—Conozco a alguien capaz de dar respuesta a muchas preguntas, Ondyrk —dijo el elfo—. Si puede matarse, ella sabrá cómo. —Eso era, pensó Algoren’thel. Si les daba esperanza a los enanos, éstos esperarían el tiempo que fuera necesario para consumar su venganza. Así, por lo menos ganaría tiempo y los enanos no irían de cabeza hacia una muerte segura.
—¿De quién se trata, pues? —le preguntó alguien, entre la multitud.
—De una amiga mía. Conoce infinidad de historias y muchas sobre dragones. Ella podría ayudaros.
—¿Y dónde se encuentra esa amiga tuya?
—Muy lejos de aquí. Pero iré en su busca inmediatamente. No dudo que vendrá atraída por la posibilidad de contemplar a un dragón.
—¿Entonces te marchas?
—Sí. Yo que vosotros, aceptaría la propuesta de Loncar. Trabajad junto con ellos, pero no olvidéis que vuestro principal objetivo es acabar con el dragón. Esperad pacientes mi regreso, pues os doy mi palabra que haré cuanto pueda por cumplir mi misión tan rápido como me sea posible.
Aquella noche, los enanos se reunieron para discutir el plan del elfo. Al final se llegó a un acuerdo, en el que aceptaban las condiciones de los hombres de Loncar, y esperarían impacientes el regreso de Algoren’thel y su amiga para luego irrumpir en las galerías y matar al dragón. Esperarían el tiempo necesario para recuperar su morada y llevar a cabo su venganza.
A la mañana siguiente, Algoren’thel se despidió de todos ellos y se marchó hacia el interior del Bosque de Deilainth. El elfo emitió un largo silbido. Poco después, una figura plateada asomaba a lo lejos. El lobo llegó raudo entre la maleza hasta los pies del elfo.
—Vamos, Draugmithil —le dijo mientras acariciaba su pelaje blanco grisáceo—. El destino nos lleva de nuevo a nuestros orígenes.
Cuando habían dejado ya muy atrás la aldea humana, Algoren’thel oyó el sonido hueco de un galopar de cascos que se aproximaba hacia él. Pronto divisó la figura humana que montaba al corcel y la reconoció. Loncar sofrenó su caballo al situarse a su altura y éste se encabritó nervioso por la presencia de aquel imponente lobo.
—Draugmithil, atrás —le pidió, a lo cual el lobo se retiró unos cuantos metros por detrás de Algoren’thel.
El elfo levantó una mano y se la acercó al caballo. Musitó algo a los oídos del animal mientras lo acariciaba, y el corcel acabó por tranquilizarse.
—¿Es tuyo ese lobo? —le preguntó Loncar al elfo.
—Comparte mi camino.
Loncar estuvo unos segundos absorto, como si intentara asimilar aquella información. Finalmente bajó del caballo y le dijo:
—No te despediste de mí.
—Oh, lo lamento, Loncar. No quise que los enanos recelaran.
Loncar esbozó una leve sonrisa. Alargó las riendas de su caballo a Algoren’thel y le dijo:
—Mejor será que vayas a caballo. El camino es largo hasta Tharler.
—Te doy las gracias, Loncar. No sé cómo podré pagártelo.
—No es necesario que lo hagas, elfo. Si a alguien tienes que agradecerle el detalle, es al Barbatosca.
—¿Ondyrk?
—El mismo —le dijo, a la par que levantó su mano derecha hasta poner bien visible un bonito anillo. El elfo pareció comprender.
—¿Te ha dado ese anillo como pago de un caballo para mí?
—Así es, elfo. ¿Te sorprende?
Algoren’thel estaba abrumado. No esperaba aquella muestra de gratitud por parte del jefe enano.
—Ahora que las riquezas de los Quiebrarrocas son únicamente lo que llevan encima, sí, ciertamente me sorprende.
—Te aprecia más de lo que quiere aparentar. Sabe que gracias a ti la masacre no ha sido mayor. Pero no creas que lo reconoce abiertamente. Sus palabras exactas fueron: «Dale un caballo al elfo. No podemos esperar eternamente a que sus debiluchas y frágiles piernas recorran un camino tan largo.»
Algoren’thel sonrió abiertamente, y estuvo unos instantes pensativo.
—Y eso que nada sabe de nuestra charla... —interrumpió sus pensamientos Loncar.
—Y espero que siga sin saberlo —afirmó el elfo—. El orgullo de los enanos daría al traste con nuestro afanoso esfuerzo por encontrar una fórmula adecuada para los intereses de todos.
—Tú hiciste el esfuerzo. Para nosotros ha sido un buen negocio. No nos faltan alimentos para ellos, y unas manos fuertes en los campos nos vendrán muy bien. En pocos días tendrán sus propias casas.
—Bien. Me alegra saber que todos salimos ganando en este asunto, a pesar del desastre.
—Muy bien, amigo. Sigue tu camino.
—Hasta luego.
Ambos se estrecharon las manos y Algoren’thel subió a lomos de aquel caballo, saliendo al galope con Draugmithil siguiéndole veloz a poca distancia.