La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

12
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Avanney despertó con temor, después de haber pasado casi toda la noche en vela. De hecho, todos lo hicieron en más o menos medida, pues había mucho más en juego que la simple supervivencia de un guerrero. Los espasmos del legendario personaje cesaron cuando el cansancio de su cuerpo les ganó la batalla. Pero los signos del sufrimiento no se borraron de aquel rostro. Probaron con una infusión de grengas y lembas, y con todo tipo de medicinas y hierbas curativas que la posadera les proporcionó. Pero todos aquellos esfuerzos parecieron infructuosos. Aunethar había pasado toda la noche con fiebre y no pudo pegar ojo hasta muy tarde. Los aldeanos que estaban presentes en la posada les preguntaron obviamente si habían encontrado la espada, y también preguntaron por el malherido guerrero. Dedos les contestó que no, que no habían hallado la mítica espada, pero que encontraron maltrecho a aquel personaje. Algunos se burlaron de ellos y otros no, pero en cualquier caso, todos dejaron de interesarse por ellos.
—¿Cómo está? —preguntó Endegal, que acababa de entrar en aquella habitación.
Habían tenido suerte aquella noche, pues consiguieron alquilar dos habitaciones contiguas. A pesar de haber pasado la noche yendo y viniendo de una habitación a otra, finalmente se habían quedado Dedos y Endegal en la habitación doble, y Avanney y Aunethar en la simple. El enfermo guerrero, por supuesto, estaba en la cama, y a la bardo, la encontró Endegal sentada en una silla y apoyada sobre un viejo escritorio.
—Parece que sigue dormido —le informó.
Avanney se levantó y fue directa al catre. Su movilidad revelaba el cansancio acumulado. Destapó las sábanas para examinar al yaciente Aunethar y lo que vio le horrorizó sobremanera.
—¡Arkalath bendito! —exclamó, dando un paso atrás.
Al oír aquello, Endegal llegó hasta el lecho como una exhalación. Empezó a imaginar mil desgracias. Cuando lo vio con sus propios ojos, se dio cuenta que ninguno de sus temores había sido acertado. Aquel suceso escapaba enteramente a su comprensión.
—¡No puede ser!
La puerta se abrió de nuevo.
—¿Qué es todo este alboroto? —Dedos había entrado en la estancia.
—Míralo por ti mismo —dijo Avanney.
Dedos se acercó con cautela. Su mediana estatura hacía aquella cama más inaccesible que al resto. La cabeza de Aunethar quedaba a la altura de sus ojos, pero la postura del guerrero le daba la espalda. Destapó todavía más las sábanas y observó que el yaciente estaba empapado. Presentaba síntomas claros de deshidratación. Y vio más. Su fornido cuerpo ahora no parecía tan atlético, sino esquelético, y sus cabellos... Había largos cabellos desparramados por toda la cama. ¡Cabellos grisáceos! Cabellos que habían conformado una portentosa cabellera del color de la castaña madura. Ahora, la cabeza de Aunethar mantenía una cabellera igualmente larga, pero ahora mucho menos poblada. Cuando el mediano se dirigió hacia el otro lado de la cama para ver con claridad el rostro del guerrero, imaginó qué era lo que iba a presenciar.
—Increíble... —susurró cuando le vio el rostro—. ¡Ha envejecido!
—¡Ese maldito Abdyr! —masculló el medio elfo.
—No creo que el mago tuviese nada que ver en esto —aventuró Avanney.
—¿Entonces cómo explicas esto?
—Tan corto de miras como siempre, Endegal —se burló el mediano. Endegal enarcó las cejas y Dedos añadió—: ¿Es que no lo ves? Ha estado cientos de años petrificado, conservando la misma edad y apariencia. Ahora, la naturaleza se está cobrando esta deuda. No puede ser de otro modo.
Endegal miró a la bardo en busca de una confirmación. La expresión de ésta le dio a entender que pensaba lo mismo que el mediano.
—Entonces, ¿qué significa todo esto? —preguntó temeroso de la respuesta—. ¿Se ha saldado ya esa deuda, o Aunethar va a envejecer todavía más hasta morir?
—Eso, por suerte o por desgracia —dijo Avanney—, lo sabremos pronto.

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§

Cuando Aunethar abrió los ojos, era ya mediodía. Su aspecto empeoró desde que aquella mañana hubieran presenciado por primera vez los efectos secundarios de la petrificación. Cuando éste vio su propio cuerpo envejecido, Avanney intentó explicarle qué le había sucedido. Aunethar se derrumbó moralmente.
—No es justo —dijo éste.
—Debes contar ahora cerca de los mil años —dijo Dedos—. No puedes quejarte de tu aspecto.
—¿Que no puedo, dices? —replicó colérico—. Ahora lo veo claro: ¡Voy a morir pronto! ¿Y sabes cuánto tiempo he vivido? Apenas treinta y tres años. He despertado en un futuro que no me pertenece y se me está arrebatando una vida que no he vivido. ¿Te parece justo esto, mediano?
Dedos calló. Avanney desenfundó a Las Dos Hermanas.
—Dices que no te pertenece este futuro —le dijo—. Mira, pues, estas espadas. Narran tu hazaña en los Días Oscuros. Este futuro es así porque tú luchaste contra las fuerzas de la oscuridad.
Aunethar miró las espadas sus ojos cansados. Que su gesta hubiera sido grabada en dos espadas no parecía satisfacerle en aquellos momentos.
—Eso es agua pasada. Hice lo que hice porque el momento lo requería.
—De eso quería hablarte hace tiempo, Aunethar, pero hasta ahora no he tenido la ocasión de hacerlo.
El rostro envejecido del guerrero miró con ojos vidriosos a la bardo.
—Las hordas de la oscuridad han vuelto —le dijo ella.
—¿Qué? —preguntó él.
—Hace tiempo que habían desaparecido los orcos de las miradas de la gente. Pero ahora orcos, goblins y trolls deambulan cada vez con más frecuencia por las aldeas humanas.
—Mis recuerdos son confusos ahora, pero recuerdo que exterminamos a muchas de esas alimañas.
—¿También a los elfos? —preguntó Endegal airado.
—¿Los elfos? No. Los elfos se escondieron de los hombres. A esas criaturas se les consideró malditas durante mucho tiempo y fueron perseguidas.
—Pero el arma que tú llevas, la crearon ellos, ¿no?
—Forjada por enanos, y bendecida por los hechiceros elfos, sí. Yo sentí a tiempo el buen corazón de los elfos. Me hice muy amigo de uno de ellos, Lheriol si no recuerdo mal, y por ello llegué hasta sus escondidos dominios. Después, una vez me fue confiada La Benefactora, Yuvilen Enthal y yo...
Aunethar no pudo terminar aquella frase. Los dolores internos volvieron a manifestarse. Todos se le echaron encima. El guerrero levantó la mano en señal de que la había pasado el dolor.
—Me parece que no me queda mucho tiempo...
—Entonces, Aunethar —dijo Avanney—, dime si hay algo que tenga que saber. ¿Quién encabezó a las filas del mal?
—La Hermandad del Caos.
—¿La Hermandad del Caos?
—Sí. No sé si aún perdurarán sus fieles ni con cuantos de ellos contaban entonces o cuentan ahora, pero puedo deciros que rindieron pleitesía a Ommerok y su objetivo era sumir estos reinos en el caos absoluto, donde las muertes, batallas y asesinatos anegaran el mundo.
—He oído hablar de ellos, aunque son muchos los que los han catalogado como una religión muerta. Probablemente sean ellos los que acosan la tranquilidad de nuestras tierras —dedujo Avanney.
—Entonces... Es verdad —intervino Endegal. Hasta entonces no le había dado importancia a todo lo que la bardo le había estado contando en numerables ocasiones. Ahora lo veía importante.
—¿Habías dudado una vez más de mis investigaciones? —le recriminó la bardo.
—No. No es eso, simplemente es que todo ese asunto de los Días Oscuros me parecía tan lejano...
—¿Dónde podemos encontrar a la Hermandad? —le preguntó ella al guerrero.
—No lo sé. Recuerdo que después de matar a Dernizyvalath, se me acercaron varios aldeanos a darme la enhorabuena. Entre ellos había alguien especial. Alguien de lo más extraño, aunque no por su apariencia. Pero por suerte vi claramente sus intenciones. Vi en él una maldad que superaba incluso a la del dragón, y entendí por qué estaba allí. Era uno de ellos. Intentó apuñalarme pero le tiré al suelo. Su aspecto era de lo más corriente, pero cuando fui a darle muerte, se tornó en una figura totalmente diferente. Vestía una túnica que relucía como la luna llena, y en el instante de duda que tuve, levantó su mano y me lanzó por los aires.
—O sea, que hacen uso de la Magia... —dijo Dedos.
—Brujería, sin duda. Lo perseguí entre la multitud —continuó Aunethar—. Su extraño poder evitaba que pudiera darle alcance, pero seguí su rastro hasta aquí, hasta Smetherend y luego le perdí.
—Interesante... —dijo Avanney— ¿Y te instalaste aquí?
De pronto unos nuevos espasmos atacaron el cuerpo del guerrero, que permaneció en el suelo durante unos instantes.
Sudoroso y cansado, éste se sentó en el suelo, con la ayuda de Avanney y Endegal.
—No tenemos mucho tiempo —dijo con voz entrecortada—. Debéis eliminar una maldición y salvar al mundo de la Hermandad.
El sonido del desenvaine se oyó, y se materializó en las manos del viejo Aunethar la fabulosa Purificadora de Almas. El rostro cansado del guerrero se reflejó en ella mucho mejor de lo que lo hubiera hecho sobre un espejo.
—Endegal, acércate —le dijo.
El semielfo se acercó con cierta ansia hasta el viejo. En aquel momento, otro dolor punzante atacó al legendario guerrero. La Purificadora de Almas cayó aplomada al suelo, emitiendo un fuerte sonido. Mientras todavía se incorporaba el anciano, Endegal no pudo contener la tentación de cogerla. Su mano aferró la empuñadura que asemejaba el tronco de un árbol y tiró para levantarla del suelo. Cual fue su sorpresa cuando descubrió que aquella espada pesaba más de lo que aparentaba. Mucho más. Hizo un esfuerzo descomunal con las dos manos y consiguió levantarse él y la empuñadura, mas la punta de la espada no podía despegarla del suelo. ¿Cómo era posible?, se preguntó no sólo el semielfo, sino también sus otros dos compañeros. El mithril era un metal bello como la plata, más resistente que el acero y más ligero que la madera. De todas las características de este escaso material, ésta última facilitaba el manejo de las armas y aumentaba la comodidad de las armaduras. Y, sin embargo, a Endegal le estaba costando un enorme trabajo empuñarla. ¿De cuánta fuerza dispondría Aunethar para blandirla de aquella manera? Entonces vio el defecto de su diseño. Al estar hecha completamente de mithril y de una sola pieza, la empuñadura resbalaba sobre su mano cerrada, haciendo su manejo poco eficaz. Además, la imitación leñosa del tronco del árbol, tampoco propiciaba demasiado la sujeción. Si aquella espada fuese suya, pensó Endegal, enrollaría su empuñadura con alguna piel.
El viejo se levantó y de un zarpazo arrebató La Purificadora de Almas de las manos del medio elfo. Con aquel tirón, Endegal a punto estuvo de irse de bruces al suelo, impresionado por la fuerza del envejecido guerrero. Cuando recobró el equilibrio, miró a Aunethar con un profundo respeto.
—Te dije que no podrías blandirla.
—Lo siento, Aunethar —se excusó él, inclinando levemente la cabeza.
El viejo guerrero cerró los ojos y levantó lo más alto que pudo a La Purificadora de Almas en horizontal con ambas manos —casi tocando el techo de aquella habitación—, una colocada en la punta de la hoja y la otra en la empuñadura. Acto seguido, la bajó lentamente hasta su pecho y la sostuvo con las palmas de las manos. Todos observaron que no había en él señal alguna de esfuerzo. Sus ojos se abrieron para encontrarse con los de Endegal.
—Ponte frente a mí —le dijo. Endegal obedeció—. Pon tus manos sobre las mías.
El medio elfo así lo hizo. Colocó las palmas de sus manos sobre las de Aunethar. Ahora ambos compartían el frío contacto del mithril.
—Usa esta espada, La Benefactora, La Espada de la Alianza, La Espada del Bien, La Unificadora, La Purificadora de Almas, para hacer el bien, Endegal. —Hizo una pausa y agregó—: Tu cometido primordial debe ser y será acabar con aquellos que perturben la paz de la buena gente. Tu cometido debe ser y será acabar con los que adoren a Ommerok y a sus demonios. Tu cometido debe ser y será acabar con La Hermandad del Caos para siempre.
Luego, de la boca de Aunethar empezaron a surgir una serie de palabras extrañas que ninguno de los presentes entendió. Escuchando el sonido de aquella algarabía ininteligible, Endegal empezaba a asimilar que Aunethar le acababa de regalar aquella fabulosa espada. Ante la emoción, casi olvidó que no tenía la fuerza física suficiente para manejarla, pero de pronto, notó un vibrante hormigueo que nacía de las palmas de sus manos y que poco a poco iba subiendo por los brazos hasta llegar a inundarle el pecho, las piernas e incluso la cabeza. Era una energía desconocida para él, una energía que atraía toda su atención a la reluciente espada. Sólo pudo desviar la mirada de ella cuando las palabras de Aunethar dejaron de oírse. El hormigueo ahora iba desapareciendo paulatinamente, cuando la voz de Aunethar se volvió a oír:
—Ahora, Endegal, la espada es tuya. Úsala con sabiduría.
Cuando terminó la frase, la espada cayó al suelo arrastrando tras de sí a Aunethar. Endegal, que estaba frente a él, detuvo la caída del anciano, el cual se apoyó en sus brazos. El sonido de la pesada espada retumbó de nuevo sobre el suelo entarimado.
—¡Empúñala! —le dijo Aunethar todavía en brazos del medio elfo.
Endegal vaciló unos instantes. Se agachó y amarró con fuerza la empuñadura de aspecto leñoso. Cogió aire, dispuesto para realizar el tremendo esfuerzo, pero cuando hizo el intento de levantarla, descubrió que pesaba muchísimo menos que antes. Su empuñadura ya no le resbalaba, sino que le pareció perfecta. El mithril ya no estaba frío, sino tibio al tacto del semielfo.
Apreció cada detalle de la espada. La empuñadura nacía desde una esfera. El rostro de Endegal se reflejó deformado en una extraña imagen de sí mismo. La esfera estaba amarrada por unas raíces que parecían succionar la vida que hacía crecer el tronco de un árbol, que era la empuñadura. Dos ramas simétricas se separaban en diagonal ascendente formando la guarnición, y otras se disgregaban y retorcían hasta amarrar bien altas la hoja de la espada. El filo de la hoja era lo más sorprendente. A simple vista, La Purificadora de Almas no parecía estar afilada, pues no presentaba signos de haber pasado por ninguna muela. Toda ella en sí era perfecta.
—Siento como si ella formara parte de mí... —musitó Endegal.
—No te equivoques —profirió el anciano—. Ahora tú formas parte de ella.
Endegal quiso comprobar si aquel filo realmente cortaba, con lo que intentó hincarla en el escritorio sin realizar esfuerzo alguno. Simplemente la dejó caer, pero la tabla de la mesa apenas ofreció resistencia y quedó partida en dos.
—¿Qué diablos haces? —le gritó Dedos.
Unos fuertes golpes en la puerta de aquella habitación se dejaron oír. Todos callaron de repente.
—¿Qué está ocurriendo ahí dentro? —gritó la posadera desde fuera, después de aporrear la puerta.
—Disculpe señora —gritó también Dedos para que le oyera—. Hemos tenido un pequeño accidente, pero no se preocupe, estamos todos bien.
—Sí, sí —contestó aquélla desde el otro lado—, pero recuerden que me pagarán todo lo que rompan.
—No se preocupe...
Pasó un tiempo en el que todos miraron al semielfo en el más absoluto silencio, quizás esperando a que contestara a la anterior pregunta del mediano.
—Yo... Sólo la probaba —dijo asombrado—. Creí que ya no pesaba tanto. —Tensó sus músculos y preguntó—: ¿Realmente soy ahora tan fuerte?
—Nada de eso —rió el anciano—. No has entendido nada. La espada sigue pesando lo mismo y tú sigues teniendo la misma fuerza que siempre has tenido.
—Entonces, ¿cómo es posible?
—Tú sientes el peso real del mithril, pero para el resto del mundo, y con el resto del mundo me refiero a todo, esa espada es mucho más pesada que si estuviera hecha de plomo. Sólo su dueño es inmune a ese hechizo. Si descargas un golpe con ella, la potencia desencadenada es la misma que desarrollarías si tuvieras la fuerza necesaria para manejarla con todo su peso.
—Impresionante... —musitó Avanney.
Entonces Endegal sintió unas ganas enormes de blandirla y probarla con auténtica energía, pero allí dentro no disponía del espacio suficiente. Se dirigió hacia la puerta.
—¿Adónde crees que vas? —le dijo la bardo mientras lo sujetaba por el codo
—Quiero probarla.
—¿Estás loco? —le dijo Avanney—. ¿Vas a dejar que todos la vean?
Endegal dudó. La espada era suya, ¿por qué tenía que esconderla? Además, tarde o temprano tendrían que salir de aquella habitación.
—Usa esto —le dijo Aunethar, lanzándole un extraño objeto plateado.
Endegal lo cazó al vuelo con su mano libre y lo examinó. Era aplanado y le cabía, a lo ancho, en la palma de la mano. Un filamento alámbrico también plateado sujetaba el extraño objeto. Por su liviano peso, pudo adivinar que todo estaba conformado también en mithril, pero le llamaron poderosamente la atención sus relieves de ramas, raíces y hojas en extraña armonía con los relieves de La Benefactora. Una ranura centrada que atravesaba longitudinalmente, le dio al medio elfo una ligera idea qué era lo que tenía entre manos. Instintivamente, introdujo lentamente la espada por la parte más ancha de la ranura. Se oyó el sonido de la hoja que se deslizaba suavemente. Cuando la totalidad de la hoja hubo pasado a través de la ranura y la guarnición de la espada tocó con el objeto, La Purificadora de Almas empezó a desvanecerse. Endegal había usado aquel objeto como si de una vaina se tratase, sólo que, si pudiera considerársela como una vaina, cabía decir que únicamente tenía el adorno metálico superior. Le faltaba el cuerpo de la funda. Pero si una vaina tiene como misión proteger la hoja, en verdad era la mejor vaina que se podía tener, ya que, visto ahora que la espada había desaparecido en su totalidad, aquel útil resguardaba la espada entera en un plano de existencia que no se hallaba en ese mundo.
—¿Y ahora qué? —preguntó el mediano viendo que Endegal sólo tenía ahora el curioso objeto en su mano.
El semielfo paseó su mano por donde había desaparecido la empuñadura. Lo hizo repetidas veces, como si aquello le diera cierto placer.
—La siento... —dijo—. Es como si mi mano pasara a través de la empuñadura... ¡Y la siento!
—Desenfúndala, pues —le dijo Aunethar—. Sabes perfectamente dónde está, y sabes perfectamente que puedes cogerla. Coge la empuñadura y desenfunda la espada.
Endegal pasó su mano de nuevo sobre el objeto acariciando los límites de la empuñadura arbórea que intuía a la perfección hasta que la rodeó con sus dedos ágiles y la notó sólida. En aquel momento, la empuñadura se hizo perfectamente visible. El medio elfo tiró de ella con suavidad, y la espada fue saliendo con naturalidad, apareciendo sólida al mismo tiempo.
—Es fabuloso... —dijo Endegal admirando tanto la espada como su vaina mágica.
—Con esa vaina mágica, lograrás plantarte frente a tu enemigo sin que éste sospeche que vas armado —le informó el anciano guerrero—. El factor sorpresa es muy útil, Endegal. Aprovéchate de él mientras puedas.
—Además —intervino Avanney—, me parece que te cabe en un bolsillo, o que incluso puedes amarrarla a tu cinturón.
—Es cierto —dijo Endegal, cayendo en la cuenta. El hilo plateado que colgaba de un lateral parecía tener ese fin.
Sin poder esperar más, Endegal enfundó de nuevo su nueva y reluciente espada, guardó la vaina y salió presuroso de la habitación. Los demás hicieron el intento de seguirle, pero Avanney habló:
—Aunethar, no creo que sea prudente que te dejes ver en estas circunstancias. —El prematuro anciano se miró a sí mismo y no dijo nada—. Entraste aquí —prosiguió la bardo— como un joven enfermo y mucha gente te vio, incluida la posadera. El que ahora salieras a la vista de todos tan envejecido, haría saltar las suspicacias, y no sé qué consecuencias podrían desencadenarse.
—Yo tampoco lo sé, Avanney —le contestó éste—, pero alguna vez tendré que salir de aquí.
—En eso tienes razón —admitió la bardo—. Tenemos que pensar algo y pronto.

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§

Afuera, Endegal y Dedos no acababan de encontrar un lugar de su agrado, apartado de las miradas de los curiosos donde poder desenfundar La Purificadora de Almas y admirarla en todo su esplendor. Era una hora concurrida en Smetherend y su presencia no pasaba precisamente desapercibida. Endegal paseaba ansioso su mano por la ilusoria empuñadura, sintiendo su presencia intangible cuando de pronto, oyeron el relinchar de dos caballos que conocían muy bien. Avanney montaba a Trotamundos y llevaba consigo al anciano arrebujado en pieles de tal modo que prácticamente no se le veía su cara. De las riendas, Niebla Oscura les acompañaba cargada con las bolsas de viajes.
—Nos vamos —les comunicó Avanney.
—¿Y eso? —preguntó el mediano.
—Cambio de planes. Adelantamos nuestra salida.

Endegal y el mediano montaron sin más preámbulos a Niebla Oscura. Bien mirado, mejor sería alejarse del poblado para sacar al descubierto aquella espada. Sin embargo, Avanney lo había hecho para sacar de allí lo antes posible a Aunethar, y lo había hecho con el anciano cubierto bajo un manto de pieles, en sus brazos y simulando que tosía. Los de la posada le abrieron paso enseguida, temiendo muchos de los presentes que Aunethar sufriera alguna enfermedad contagiosa, a juzgar por los gestos y voces que proferían.
—¿Vamos hacia Smethanha? —preguntó el mediano.
—Por supuesto, pero primero pasaremos por Snathlam —respondió la bardo—. Y lo haremos justo por allí —dijo señalando en dirección a una pequeña loma que se vislumbraba más abajo—. ¿O conoces otra ruta mejor para llegar al Bosque del Sol?
Dedos levantó los hombros en señal de indiferencia. Era evidente que Avanney conocía mucho mejor aquellos parajes que ninguno de los otros tres, aunque la intención del mediano simplemente era cerciorarse si su suposición de que iban a volver a Ber’lea era correcta. Pues bien, parecía que así era. Desandarían el camino que habían hecho sin pasar por Hyragmathar. Se suponía que era el itinerario más corto.
Dedos sonrió al recordar su estancia anterior en Smethanha. Se le iluminó el rostro pensando en aquella señorita. ¿Cómo se llamaba? Verniet, creyó recordar, o mejor dicho, la dulce Verniet, como se hubo presentado aquélla días atrás. Su mente retrocedió en el tiempo hasta aquel día. Se encontraban en la Posada del Oso Pardo, disfrutando de una buena comida, cuando la dama de compañía se les hubo acercado a Endegal y a él mientras Avanney acomodaba a los caballos en las caballerizas. Por siete cobres, aquel cuerpo voluptuoso sería suyo. Endegal la despachó, con sus verdes ojos escrutando las lujuriosas curvas de la dama. Dedos a punto estuvo de pagar por ella, pero en aquel momento volvió Avanney con tres espumeantes cervezas y Verniet se fue sin mediar palabra. Sólo un guiño fue suficiente para acabar de cautivar al mediano. Entonces no aprovechó su oportunidad. La próxima vez no la dejaría escapar.

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§

Durante el camino hacia Snathlam, Aunethar tuvo un par de espasmos similares a los que había sufrido en los últimos días. Aparte de esto, el milenario guerrero mostraba claros signos de cansancio y fatiga. Realizó gran parte del trayecto dormitando en los brazos de la bardo y de cuando en cuando se le podía oír murmurando cosas sin sentido. A todos les pareció evidente que el anciano deliraba y que poco a poco se iba acercando la hora de su muerte. Hasta Smethanha no fue distinto. Dos días después, la salud y el aspecto de Aunethar empeoraron sin remedio cuando entraron en la Posada del Oso Pardo. Habían llegado a media tarde, y la pregunta que les hizo el dueño del local al verles entrar fue, en cierto modo lógica.
—¿Qué le ocurre? —dijo aquél, refiriéndose claramente al anciano.
—Está enfermo —contestó Avanney.
—No podéis quedaros aquí —les dijo con una mueca de preocupación.
—La hospitalidad de la Posada del Oso Pardo ha cambiado mucho desde la última vez que vinimos —insinuó Dedos.
—No me malinterpretéis. Pero ha habido grandes epidemias últimamente y...
—Está en baja salud a causa de la edad, nada más —dijo la bardo.
—No será contagioso, ¿verdad? —dijo el posadero, todavía receloso.
—No, no lo es —le reprochó Endegal.
—Está bien... —dijo el posadero con un ademán, acompañándolos hasta una habitación.
Avanney y Endegal se quedaron con Aunethar en la habitación acomodando al legendario guerrero y procurándole todo lo necesario. Por su parte, Dedos fue al salón, donde pidió una jarra de un buen vino y unos tacos de queso. Mientras bebía pequeños sorbos, su mirada recorría el local buscando a Verniet, pero no la halló en su primer barrido. Fue al levantar la vista cuando la vio bajar por las escaleras. Con los dedos enmarañados entre sus rizos azabache, la mujer se recogía parcialmente su cabellera hacia atrás, de modo que unos pocos rizos le quedaban por delante del rostro. Unos pendientes plateados finos, pero alargados, terminaban en una pequeña gema rosada que hacían juego con los carnosos labios de la dama. Una también fina cadena soportaba un colgante discreto con forma de lágrima que apuntaba en la misma dirección que el abusivo escote. Su vestido, de tonos rojos y oro, estaba ciertamente ceñido al cuerpo, sobre todo en su parte superior, realzando todavía más sus prominentes curvas. Verla bajar aquellas escaleras era un lujo para la vista, y Dedos no desaprovechó aquella ocasión. Fue entonces cuando los ojos castaños de Verniet se cruzaron con los del mediano, y no apartó la mirada mientras acababa de bajar los últimos peldaños. Se oyeron silbidos y algún que otro comentario soez, pero Verniet se limitó a sonreír y seguir con su camino, de aquí para allá saludando a algún que otro huésped, pero acercándose sospechosamente hasta la posición de Dedos. Pasó por su lado mientras el mediano simulaba ignorarla, pero finalmente se puso a espaldas de él y agachándose hasta su altura le susurró al oído:
—¿Tendrás hoy siete cobres para esta dama? —Tras un par de eternos segundos en los que el cálido aliento y el dulce perfume de ella rozaba sus sentidos, añadió—: La dulce Verniet está todavía disponible.
Dedos estaba acostumbrado a tratar con prostitutas en Vúldenhard —eran una fuente inagotable de información y de placeres—, pero no pudo evitar enrojecerse ligeramente por la situación. Aquella mujer era realmente hermosa y su cuerpo emanaba un agradable y dulce olor a flores silvestres que lo embriagaban. Asintió levemente con la cabeza, a lo que ella le sonrió y le hizo señas para que la siguiera. Dedos se levantó, pero cuando se dirigió hacia ella, la mano enorme de un hombretón no menos grande, agarró a Verniet por la muñeca y la atrajo hacia si.
—Ven acá, muñeca. Esta noche me toca a mí —le dijo el bárbaro.
—¡Eh! —protestó el mediano.
—¿Qué quieres, medio hombre? —le replicó.
—Estaba conmigo.
—Pues ahora está conmigo. ¿Algún problema?
—Supongo que no... —dijo resignado.
—Vete con tu madre, renacuajo. Ni siquiera sabrías qué hacerle a esta mujer. —Luego se tornó cara a Verniet y le dijo —: Anda, cariño, ¿qué pensabas cobrarle? ¿Tarifa reducida?
Todos rieron jocosamente ante el comentario.
—Me parece que la señorita preferiría estar conmigo —dijo Dedos ahora envalentonado y no dejándose intimidar.
El hombretón, con los ojos inyectados en sangre cogió la jarra de vino que el mediano se había estado tomando y le dijo:
—¿Y qué te hace pensar eso? ¿Acaso te crees mejor que yo, mequetrefe? ¿Puedes hacer esto?
Le mostró su propia jarra y se bebió el contenido de un solo trago. Luego apretó los dientes y su cuerpo se puso tenso. La jarra reventó en la mano del bárbaro ante la fuerza bruta de éste, y cayó hecha pedazos por los suelos.
—No, no puedo —admitió Dedos intentando no parecer para nada impresionado con aquella terrible demostración de fuerza—. Pero puedo hacer otra cosa mucho mejor.
—Sorpréndeme —le incitó burlón el bárbaro.
Dedos se subió al banco de madera. El hombretón rió sonoramente.
—Tendrás que subirte encima de la mesa si lo que pretendes es hablarme a la cara, tapón —le dijo.
De nuevo se oyeron las carcajadas de los presentes.
—Muy gracioso... —murmuró Dedos. Pronto todos callaron, expectantes a ver qué era lo que el mediano tenía preparado. Éste le cogió una mano a Verniet y se la colocó frente a ella boca arriba, indicándole que no la moviera. Luego, Dedos acercó su propia mano hacia la cara de ella, y le tocó la oreja levemente. Cuando retiró la mano tenía en ella una moneda de cobre, que depositó sobre la palma de Verniet. Luego lo hizo otra vez, haciendo aparecer otro cobre de detrás de la oreja de ella. Y luego otra y otra más, hasta que apiló un total de siete cobres que parecieron surgir de la nada.
—Y bien dulce Verniet, ¿con quién de los dos te quedas? —preguntó Dedos.
Verniet miró a ambos con picardía. Nada le gustaba más que ver a dos hombres compitiendo por ella.
—Me quedo contigo, mediano —dijo al fin.
Aquellas palabras no le gustaron en absoluto al bárbaro.
—¿Estás de broma? —dijo airado.
—No. No lo estoy, Burk —contestó ella—. Este mediano ha hecho algo mucho mejor que tú.
—¿Un burdo truco de ilusionista? —preguntó en tono burlón.
—Pagarme primero, ricura.
Verniet se dirigió hacia su habitación personal acompañada por Dedos, que lucía una triunfante sonrisa. A sus espaldas oyó a Burk mascullar alguna maldición, y acto seguido sonó un comentario de alguien que hizo reír de nuevo a todos menos al bárbaro.
—¿Quién sabe, Burk? Tal vez dé la talla, mejor que tú.
Y así, entre las risas de los demás, Dedos subió las deseadas escaleras con la hermosa joven.

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§

Al cabo de un rato, salieron de su habitación Avanney y Endegal, habiendo dejado a Aunethar sumido en un profundo sueño. Se sentaron en una mesa con aire preocupado.
—No le queda demasiado tiempo —dijo Avanney apesadumbrada.
—Muy poco, diría yo —observó el medio elfo.
—¿Y qué haremos, pues?
—¿A qué te refieres?
—No está en condiciones de viajar. Si se somete de nuevo a las inclemencias de la Sierpe, morirá.
—Eso por descontado.
—Pero no podemos quedarnos aquí por más tiempo. Tenemos lo que venimos a buscar —dijo ella dirigiendo su mirada al manto de Endegal, que dejaba entrever la funda de la Purificadora de Almas—, y ahora debemos volver a Ber’lea.
—¿Qué insinúas? ¿Que debemos abandonarlo aquí?
—Digo que le procuremos una estancia agradable y nos marchemos cuanto antes.
—A eso yo lo llamo abandono —le reprochó él.
—No me entiendes. Mi idea es que le paguemos al posadero una cantidad considerable y le dejemos a su cargo.
—No me lo puedo creer —cabeceó Endegal—. ¿Me estás diciendo que quieres dejar a Aunethar en las manos de ese posadero? ¿Hablas del mismo posadero que casi no nos permite entrar porque llevábamos con nosotros al mismo Aunethar?
—Sí, hablo del mismo —afirmó la bardo—. Pero ten en cuenta que estaba receloso por si Aunethar sufría alguna enfermedad contagiosa, sólo eso. Y no creo que le haga ascos a un poco de oro.
—¿Oro? ¿Vas a pagarle con oro?
—¿Se te ocurre alguna otra idea? —le dijo a Endegal, y como si el hecho buscar soluciones le hiciera caer en la cuenta, añadió—: Por cierto, ¿dónde está Dedos?

12. Nuevo dueño

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
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By Víctor Martínez Martí @endegal