La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

15
La nueva Bernarith'lea

Una vez cruzado el paso del río Curvo, evitaron los caminos transitados. Hasta ahora, Avanney había encabezado la expedición; conocía los caminos más allá del bosque, las lejanas llanuras y las sendas tortuosas y encrespadas de la fría Sierpe. Pero ahora, en los dominios del enorme Bosque del Sol, era Endegal quien la guiaba. La primavera hacía su espectacular entrada en este bosque. Los rayos de luz se filtraban intensos en un estallido de color entre las hojas de los altos árboles. El ambiente estaba, ahora más que nunca, aromatizado por las fragancias del polen, las flores y la hierba húmeda. Aquel optimismo primaveral parecía contagiarse a todo el ecosistema; los animales desempeñaban actividades frenéticas, y los sonidos y olores de cada uno de ellos también impregnaban aquella atmósfera casi mágica. Pero todos estos síntomas no despistaban en lo más mínimo a Endegal.
Él conocía muy bien aquel bosque. Había pasado los mejores años de su vida en él. Siempre que recordaba haber estado fuera de allí, le sobrevenían recuerdos de intranquilidad, odio, mentiras y muerte. Lo único que había añorado fuera del Bosque del Sol fue la presencia de su madre, y tras saber de su asesinato, ahora sabía que ni siquiera fuera del bosque podía tenerla. ¿Cuál era pues su destino? ¿Habitar, o incluso, regentar hasta el fin de sus días como legítimo heredero el trono de la Comunidad de los elfos de Bernarith’lea? En realidad no lo deseaba. Desde que tuvo conocimiento de la muerte de su madre que había deseado la soledad o incluso morir. Pero todo eso había cambiado en los últimos días. Ahora él poseía a La Purificadora de Almas, una poderosa espada. Pero lo mejor era que, con ella, había conseguido un nuevo objetivo: acabar con la Hermandad del Caos que, según el antiguo portador de la espada y la propia Avanney, podría estar directamente relacionada con los mayores problemas que acaecían los reinos.
Montaron campamento al anochecer. Mientras acomodaban sus mantas en el suelo, a Endegal le rondaron muchas cosas por la cabeza. No dejó de observar a su compañera, mientras le chispeaban sus ojos esmeralda. Avanney lo notó.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—Oh, nada —mintió él en un principio. Su mirada se perdió en el suelo, y prosiguió—: Sólo que ahora me doy cuenta que soy realmente feliz. Hacía mucho tiempo que no lo era.
Avanney supo perfectamente cuándo Endegal dejó de ser feliz. Ella estuvo presente.
—¿Y eso?
Endegal se sentó junto a ella.
—Vamos de camino a Bernarith’lea, no sabemos si los elfos habrán podido contrarrestar la maldición, pero el Reflejo de Los Cuatro nos augura esperanzas. Tenemos a La Purificadora de Almas en nuestro poder —dijo tanteando el disco de mithril que ocultaba la poderosa espada—. Ha sido una búsqueda larga, pero ha merecido la pena.
—Pero eso no es todo, ¿verdad? —dijo ella sonriente. Le congratulaba ver al medio elfo tan radiante y lleno de energía—. Te alegra que Dedos esté lejos de aquí.
—Me has adivinado el pensamiento.
—Nunca os llevasteis bien tú y el mediano.
—Así es. Me da la impresión que nunca más sabremos de él, y eso me reconforta. En realidad, estaba pensando en todas estas cosas... Hace una noche espléndida —apoyó su hombro contra el de ella y señaló al oscuro cielo—. Las estrellas parecen brillar hoy más que nunca, el aroma del bosque es embriagador, y por fin sé que nos hemos librado del mediano. Y aquí estamos, tú y yo. Solos. Disfrutando del momento.
Ambos se miraron mutuamente a los ojos, y sostuvieron aquella mirada hasta que Endegal rompió el tenso momento, acercando sus labios a los de Avanney y desembocando en un apasionado beso. Sus cuerpos se enzarzaron bajo el manto de estrellas y, sobre lo que sucedió aquella noche, mejor lo dejamos a su entera intimidad.

§

15. La nueva Bernarith'lea

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Tras el amanecer, su marcha a Bernarith’lea se reanudó de nuevo. A la luz vespertina de la mañana, los rostros de los jóvenes emanaban una enorme satisfacción. Su espíritu se había reforzado de buena gana, y veían el futuro con optimismo. Endegal corroboró que el reflejo de Los Cuatro Grandes Émbeler estaba definitivamente recuperado. Desde luego todo parecía sonreírles en los últimos días, y no parecía que nada pudiera afligirles el corazón. Nada más lejos de la realidad.
Fueron Arlidhel y Ethelnil los elfos que los encontraron a poca distancia ya de Ber’lea. Los dos elfos bajaron de un salto de sus respectivos árboles tan pronto como reconocieron a Endegal y Avanney.
—Bienvenidos de nuevo, hermanos —les dijeron—. Hace tiempo que partisteis hacia la Sierpe. Nos hace felices ver que habéis regresado indemnes.
Endegal estrechó su brazo con Ethelnil y Arlidhel.
—También nosotros nos alegramos de volver aquí —les dijo.
Ethelnil escrutó a los dos jóvenes y luego miró inquieto los alrededores.
—¿Y el mediano? —les preguntó.
—Dedos prefirió no volver —contestó Avanney.
—Escapó ayer —aclaró Endegal.
—No es una buena noticia —afirmó Arlidhel—. Y veo que tú, Endegal, has vuelto sin tus armas. Temo que algo grave os haya ocurrido. Sólo tu semblante despreocupado me tranquiliza.
—Entonces, sigue tranquilo, hermano —le dijo éste—. Lamento haber perdido mis armas. Mi espada se despeñó clavada junto al yeti que abatí, y mi arco quedó del todo inutilizado por el horrible fuego de un mago. Aunque debo decir llevo conmigo algo mucho mejor —acabó, enseñando el disco plateado de su cintura.
Aquellas palabras asombraron a ambos elfos que no parecían entender nada. ¿Qué clase de aventuras habrían pasado aquellos dos?
—Pero decidme vosotros —continuó el semielfo—, ¿qué ha ocurrido en Bernarith’lea? Sin duda, veo el reflejo de Los Cuatro tal y como lo recordaba antes del nefasto acontecimiento.
—La nefasta maldición sigue ahí, hermano, aunque Hallednel ha conseguido reducirla considerablemente.
—El Visionario lo ha conseguido... —musitó Endegal—. Ha dominado la Magia Natural.
—No del todo.
—¿Entonces? —preguntó ella.
—Es mejor que lo veáis con vuestros propios ojos. No tenemos tiempo que perder. La Comunidad os espera.
—¿Nos espera? —preguntó Endegal—. ¿Cómo sabíais que...? —Pero no acabó de formular la pregunta, pues la respuesta le pareció tan evidente que él mismo se contestó, notando que aquella historia le era familiar—: Hallednel…
—Así es, amigos. Hace siete días, Hallednel vaticinó vuestro regreso para hoy mismo.
Endegal esbozó una amplia sonrisa tras comprobar que las cualidades del Visionario estaban, como mínimo, intactas. Así que sin más preámbulos, emprendieron su marcha final hacia Bernarith’lea.

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Cuando allí llegaron, la imagen de los radiantes Grandes Émbeler atrajo su atención, incluso a la bardo desprovista como estaba de los colgantes mágicos reservados para los elfos de la Comunidad. Aquella impresión le recordó a Endegal la primera vez que entró a la aldea élfica. Por aquel entonces el reflejo de Los Cuatro le hipnotizó por completo y bajo aquel enorme árbol que era el Arbgalen contempló una civilización inaudita para él. Observando ahora a los elfos, le pareció a Endegal que eran también diferentes, que en algo habían cambiado, pero no supo distinguir en primera instancia qué era lo que había de extraño en todos ellos. Echando un vistazo general, la plaza central y sus alrededores presentaban todavía los devastadores efectos de la maldición del renegado Alderinel, pero se notaba en cualquier caso que la vegetación se había recuperado en cierto modo y, sobre todo, el Arbgalen era el elemento dentro de la Comunidad que más había revivido en Bernarith’lea.
Los elfos se habían agolpado junto a Avanney y Endegal, dándoles una calurosa bienvenida y escudriñándoles con la mirada, seguramente buscando impacientes vestigios de la fabulosa espada que podría librarles por completo de la maldición. Los semblantes de los habitantes de Ber’lea reflejaban una animosidad y esperanza que no parecía corresponderse con la situación. Endegal entendió que probablemente se debía al hecho de que ellos dos habían vuelto a la Comunidad, aunque si los elfos no podían ver a La Purificadora de Almas, ¿por qué no se decepcionaban? El semielfo le dirigió una mirada a la Avanney, y la expresión de ésta reflejaba también cierta extrañeza. Parecía evidente que la bardo también notaba algo extraño en aquel ambiente.
—¡Muchachos! —exclamó la voz del anciano desde atrás.
—¡Aristel! —le saludó Endegal.
—¿Cómo estáis? ¿Ha ido todo bien? —preguntó el druida—. ¿Lo habéis conseguido?
Ni Avanney ni Endegal respondieron con palabras, aunque quizás sí con la mirada que cruzaron y la leve sonrisa que lucieron pues el druida sonrió también entendiendo que así era. Pero había un hecho que al anciano druida no le pasó por alto y no tuvo más que preguntar:
—¿Y Dedos? —pero tampoco obtuvo una respuesta rápida de los dos jóvenes, y pudo adivinarla antes por sí mismo. La respuesta era evidente, y el propio druida la dedujo—: Se ha ido.
—El mediano ha tomado su propio camino —repuso una conocida voz que se acercaba.
—Hallednel —musitó Endegal con entusiasmo al ver aparecer frente a ellos al llamado Visionario, el Líder Espiritual de la Comunidad de Ber’lea.
—Su sino no estaba encadenado a la convivencia en nuestra Comunidad —prosiguió el Visionario—. El papel que el destino le había asignado aquí lo ha cumplido con creces, ¿no es así amigos? —Avanney y Endegal apenas cabecearon un “sí”, al ver con qué seguridad el Visionario afirmaba que habían tenido éxito en su misión. Finalmente, agregó con rotundidad—: No nos hagas esperar más, Endegal el Ligero, y muéstranos La Espada Benefactora.
El medio elfo cada vez entendía menos. Hallednel, el Visionario, tenía la mano tendida en la dirección donde la espada estaba enfundada. Y no sólo eso, sino que sus ojos parecían verla con total claridad. Tal vez hubiera podido ver un pequeño reflejo entre los pliegues del manto de Endegal y deducir que aquello algo tenía que ver con la espada. Sí, hubiera sido un razonamiento coherente de no ser porque Hallednel era completamente ciego, y ni siquiera una fuerte luz podría alterar su aciaga percepción visual. Sin embargo, si sus ojos hubiesen tenido pupilas, se diría que estaban completamente fijas en La Purificadora de Almas. La mano de Avanney le tocó el hombro a Endegal, viendo que éste se demoraba. A excepción de Hallednel, todos miraban curiosos por saber dónde se escondía aquella espada, pero aún así, ninguno parecía dudar de su presencia.
Endegal retiró su manto hacia atrás y dejó a la vista de todos el disco de mithril. Su mano derecha aferró una empuñadura invisible e intangible para el resto de los mortales y con un rápido movimiento se desenfundó lo que a primera vista pareció un relámpago plateado.
Todos se asombraron sobremanera al ver aquella maravilla. Perfectamente cromada y pulida, sin rastro de imperfecciones, a pesar de haber estado en cientos de combates y haber resistido el paso de otros cientos de años.
De entre la muchedumbre élfica, apareció Fëledar, Maestro de Armas de la Comunidad; compartía el mismo asombro que el resto de sus congéneres.
—Es fantástica —dijo éste. Hizo un ademán de cogerla, pero Endegal la alejó sensiblemente de sus manos, gesto éste que contrarió al Maestro de Armas.
—No podrás sostenerla —le advirtió el semielfo, y nadie a excepción de Avanney entendió aquellas palabras.
Pero el Maestro de Armas hizo un nuevo intento de agarrarla al que Endegal no pudo negarse por los lazos de amistad que tenían, a pesar de que en su despedida hacia la Sierpe no faltara cierta tensión entre ellos dos. Aún así, el semielfo se la tendió, aun a sabiendas de lo que sucedería al instante. Fëledar la cogió por la empuñadura, y cuando Endegal la dejó por completo en sus manos, ésta cayó por su propio peso al suelo, soltándose de las manos del Maestro de Armas que no la había amarrado fuertemente, esperando el peso normal en una espada. Los presentes miraron indiferentemente a Endegal, a Fëledar o a la propia espada sin entender qué había sucedido.
El propio Maestro de Armas estaba perplejo. Endegal sonrió y le hizo un gesto a su Maestro que le invitaba a intentarlo de nuevo, a que la levantara del suelo. Fëledar no pudo resistirse y lo intentó. Agarró fuertemente la empuñadura, y haciendo la fuerza con las piernas, apenas consiguió levantarla de aquel extremo. La punta de la espada no se despegó lo más mínimo de la superficie del claro del bosque. Viendo que el descomunal esfuerzo era del todo inútil, acabó por dejar que la empuñadura resbalase de sus manos y cayera al suelo. El sonido del impacto dejó claro a todos que La Purificadora de Almas pesaba y mucho.
Endegal dejó escapar una risita. Viendo la cara de estupefacción de su antiguo Maestro se recordó a sí mismo en idénticas circunstancias. ¿Había tenido él la misma expresión en el rostro que ahora Fëledar? Endegal se agachó y recogió su preciada espada con total naturalidad e hizo una breve demostración de su dominio de La Purificadora para pronto volverla a enfundar y hacerla desaparecer de aquel plano de existencia ante los asombrados ojos de los presentes.
—Te lo advertí —le dijo a Fëledar imitando el porte de Aunethar—. Sólo yo puedo manejarla.
Fëledar observó el semblante de Endegal. Una permanente sonrisa curvaba los labios del medio elfo. ¿Era la sonrisa de la camaradería o había en ella signos de soberbia? Endegal, ignorando los pensamientos del Maestro de Armas, se volvió hacia el Visionario y no pudo más que preguntarle:
—¿Cómo sabías que tenía en mi poder la espada?
Hallednel sonrió y añadió:
—Por la misma razón que supe de vuestra venida. Parece que olvidas mi condición de Líder Espiritual.
—No, no la he olvidado en absoluto, Hallednel. Pero una cosa es que sientas nuestra presencia a cierta distancia, o que tengas alguna visión del futuro próximo y otra muy distinta que...
—Te equivocas. Mi percepción del Mundo Espiritual es mucho mayor de lo que imaginas. Siento tanto la fuerza espiritual de la gente que me rodea que prácticamente es como si la viera.
—¿Y viste nuestra fuerza espiritual hace siete días? —preguntó el semielfo incrédulo, imaginando a qué distancia podría llegar la visión espiritual del Visionario y pensando dónde se encontraban ellos exactamente hacía siete días.
—Vuelves a equivocarte, amigo mío. El estudio del Libro de la Magia Natural ha ampliado mis habilidades, pero no hasta ese punto.
—¿Entonces?
Fue Avanney la que aventuró una respuesta.
—Está clarísimo, Endegal. Según lo que se narra en El Libro, la espada absorbió el alma de los cinco Hechiceros que la encantaron. Cinco almas poderosas reunidas en un mismo punto. Para Hallednel deben ser como una antorcha encendida en medio de la oscuridad.
—O como el reflejo de Los Cuatro en el Bosque —razonó el propio Endegal.
—Exacto. Lo habéis comprendido —corroboró el Visionario—. Siento tanto esa espada que prácticamente puedo decir que la veo, aún enfundada. —De aquellas palabras pudieron deducir que Hallednel la percibía del mismo modo estando enfundada y, por tanto, el Visionario era consciente de que la espada pasaba a un plano de existencia distinto al que ellos pisaban.

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La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

De pronto, Endegal cayó en la cuenta de algo importante que se le había pasado por alto hasta el momento, tal vez debido a aquel esperado y extraño reencuentro. No vio por ninguna parte al Líder Natural de Bernarith’lea, y aquello le preocupó, pues Ghalador no se hubiera perdido su retorno. La única posibilidad que se le ocurría al medio elfo era que Ghalador estuviese enfadado con él por algún motivo y no hubiera querido recibirle. Otras posibilidades le parecían todavía más crueles y temía pensar siquiera en ellas. Cuando preguntó con voz ahogada por él, a Telgarien que estaba cerca de él, se le ensombreció el rostro y le dijo:
—El padre de tu padre está en reposo en su cama. Su salud ahora no es del todo buena.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó ansioso mientras se apresuraba hacia el Arbgalen y enfundaba su poderosa arma hasta hacerla del todo invisible e insustancial.


§

Por el camino le explicaron que la maldición de Alderinel le había afectado demasiado anímicamente, y que su avanzada edad no ayudaba mucho en su recuperación. Endegal sabía de sobras que Ghalador era el elfo más anciano de la aldea, pero aún así no recordaba signos de debilidad en su persona. Lo entendió perfectamente cuando se lo explicaron todo. Hallednel no había debilitado realmente la oscura maldición, más bien la había intentado contrarrestar. El estudio del Libro de Magia Natural no era nada fácil, ni siquiera para el más preparado de los elfos, y por donde el Visionario vio una posibilidad fue en el campo de las fuerzas vitales, un campo que no le era del todo extraño. Enseguida vio lo relacionados que estaban los flujos vitales de los flujos espirituales, y ése fue su punto de partida; era el camino más fácil para el Visionario. Aprendió a drenar la energía vital de la Comunidad hacia su entorno natural. En otras palabras, logró que la propia vida de los elfos alimentara la tierra y los árboles del entorno de Bernarith’lea al mismo ritmo en que la maldición los medraba. Y sobre todo, se centraron los esfuerzos del Visionario en realimentar al Arbgalen, ya que era el elemento de mayor importancia en la Comunidad. Aquello tenía su lógica. El Arbgalen alimentaba a los Cuatro Grandes Émbeler, y éstos, reconfortaban el espíritu con su resplandor a los decaídos elfos.
Con aquella explicación Endegal y Avanney entendieron por qué había algo en la actitud de los elfos que notaban extraño. Su ánimo, imbuido por los Grandes Émbeler, estaba en buena forma, pero su estado físico había decaído en buena medida. Felices pero cansados, podría decirse. Aquella era la triste contradicción. Lo que aún no acababa de cuadrarles era el infausto estado de Ghalador. Hallednel les explicó que la primera vez que abrió un canal para el trasvase de energía vital desde los elfos hacia el Arbgalen, contra todo pronóstico el propio Ghalador vació una parte importante de su vitalidad. Demasiada.
—Entonces aún no era capaz de cerrar los canales de flujo vital con la suficiente rapidez —explicó el Visionario—. Quizás me precipité. No tenía suficiente dominio de este arte nuevo para mí y no pude impedir que nuestro Líder Natural se vaciara tanto.
—Pero, ¿cómo pudo ocurrir? —preguntó el medio elfo—. ¿Ha llegado a sucederle lo mismo a alguien más?
Hallednel cabeceó una negativa; no le había ocurrido aquello a ningún otro elfo. Avanney intuyó el porqué.
—Ghalador lo hizo intencionadamente —dijo ella—. Ofreció gran parte de su vida para salvar a la Comunidad, ¿no es así?
El Visionario asintió con pesar. Se notaba que él mismo se hacía responsable de lo sucedido. Fue una imprudencia dejar participar al elfo más anciano y más importante de la Comunidad en aquel drenaje de energía. No debió dejarse convencer. Las órdenes del propio Líder Natural no tenían efecto sobre el Líder Espiritual cuando se trataban asuntos morales, trascendentales o espirituales. Su obligación debería de haber sido negarle rotundamente la participación, por mucho que Ghalador se empecinara. Ahora el estado de salud de Ghalador pesaba amargamente sobre la conciencia del Visionario.
—Pero podemos drenar del mismo modo la energía vital del entorno hacia el cuerpo de Ghalador, ¿no es cierto?
—En teoría puede hacerse —afirmó el Visionario en un tono que albergaba ciertas dudas—, pero no lo he conseguido. Por razones que desconozco, su cuerpo no admite curación de este tipo.
—¿Piensas que el propio Ghalador no quiere ser curado? —aventuró la bardo.
—Ciertamente, es lo que más temo.

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Entraron en la habitación del Líder Natural, y lo vieron tendido sobre su cama. A su cuidado había tres elfos, entre los cuales se destacaba Derlynë, la discípula del Visionario, sosteniendo un cuenco con agua. Endegal corrió hacia aquel lecho y se inclinó para ver al más anciano de los elfos. Su aspecto había empeorado. Presentaba arrugas de consideración, demasiadas para un elfo.
—¡Ghalador! —exclamó el medio elfo.
El Líder Natural le miró con ojos cansinos, reconociendo al hijo de su hijo Galendel.
—Endegal... —dijo—. Por fin has regresado a tu verdadero hogar.
—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó él.
—Alderinel maldijo nuestro hogar, Endegal, y ahora sufrimos las consecuencias de su odio y su demencia. Y aunque mucho me pese, Alderinel es mi hijo también, como lo fue tu padre. Es mi deber como padre erradicar todo este dolor que ha engendrado un descendiente mío. Es mi deber como Líder Natural proteger la Comunidad que regento, aunque ello me cueste la vida. Como Padre y como Líder, es mi deber. Sé que no acabas de entenderlo, pero lo harás cuando te llegue el momento.
El anciano elfo se había referido claramente a la sucesión del trono de Ber’lea, y a Endegal esta vez no le pesó tanto aquella posibilidad. No tanto como el darse cuenta de que él tampoco estaba exento de responsabilidad frente a Alderinel. La misma sangre corría por las venas del medio elfo y las del hijo renegado de Ghalador y eso creaba un vínculo de responsabilidad mayor del que nunca hubiera imaginado y que ahora empezaba a sentir cada vez con más fuerza.
—Deberíais de haber esperado un poco más. Hemos vuelto con la Purificadora de Almas. La llevo aquí conmigo. Ella salvará Bernarith’lea.
—Muéstramela entonces, muchacho. Quiero verla con mis propios ojos.
Endegal la desenfundó, esta vez más despacio de como lo hacía habitualmente y la sostuvo frente a Ghalador. El Líder Natural la tocó con sus finos dedos, como acariciándola, viendo su envejecido rostro perfectamente reflejado sobre aquella impoluta superficie.
—Es muy hermosa —dijo en primera instancia—. Y muy poderosa —añadió en tono más solemne y centrando su mirada en la del medio elfo—. Espero que seas digno de ella, Endegal el Ligero.
—Juro que pondré todo mi empeño para serlo.
—Estoy seguro de ello.

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Estuvieron unos instantes en silencio, hasta que se adelantó el Visionario y poniendo su mano sobre el hombro del semielfo anunció:
—Creo que ha llegado el momento.
Sí, el momento había llegado. Endegal debía hacer uso de La Purificadora de Almas y librarlos por siempre del horror que asolaba a la Comunidad. Mientras bajaba hasta las raíces del Arbgalen meditaba cómo podría hacerse. En aquel momento no estaba seguro de si podría hacerse siquiera. De hecho, cuando le plantearon la situación a Aunethar, primer portador de la espada, tampoco él pudo afirmar con certeza si la espada sería capaz de tal hazaña. Las dudas arremetieron contra Endegal. ¿Acaso no era suficiente la mera presencia de la Espada Benefactora para frenar la maldición? ¿Qué se suponía que debía hacerse que no se hubiera hecho ya?
Abajo, la totalidad de los miembros de la Comunidad le esperaban. El silencio se hizo absoluto. Aunque aquella raza no fuera en sí tan ruidosa como la humana, era fascinante a la par que abrumador el contemplar a toda aquella multitud expectante y en el más absoluto de los silencios. Hasta el viento pareció dejar de soplar para contemplar aquella escena. Sólo el trino de un pájaro sonó durante aquellos largos instantes.
Endegal cerró los ojos intentando concentrarse, como si así la espada pudiera hablarle e indicarle qué era lo que debía de hacer. Si aquella espada era tan poderosa quizás pudiera hacerlo, pensó el medio elfo. Alejó de sus pensamientos cualquier otra cosa que no fuera él mismo y la espada. Se aisló mentalmente. Sólo estaban él y La Purificadora. No sintió nada en especial. Luego recordó las palabras de Aunethar: «Ahora tú formas parte de ella», le había asegurado. Era una idea absurda, porque aquello cambiaba el concepto de dueño. Él ya no era el dueño de aquella espada, sino parte de ella misma, una prolongación de ella, o tal vez simplemente un instrumento al servicio de La Benefactora. Sonrió para sus adentros al imaginarse a La Purificadora desenvainándolo a él y haciéndolo servir como arma. Era una idea estúpida, pero posiblemente no tan lejos de la realidad. Desde que había llegado a sus manos que parecía que era la espada quien tiraba de él. «Es tu deber acabar con la Hermandad del Caos», le había dicho Aunethar. Y también era su deber acabar con aquella maldición. El filo de la espada le había trazado su destino y no tenía ahora opción de cambiar de rumbo sin decepcionarse a sí mismo y a sus seres queridos.
Era su responsabilidad.
Alderinel. La maldición. Podía sentirla. Era como una nota discordante dentro de la sinfonía natural, una pulsación arrítmica, una oscura mancha grasienta en un estanque cristalino, una vibración estruendosa en una melodía, una almendra amarga en un exquisito manjar. Aquella sensación abarcaba una amplia zona del Bosque, pero había un lugar muy definido donde su intensidad era máxima. Él no había presenciado el momento en que Alderinel maldijo la Comunidad, ni tampoco cuando Aristel intentó pararla. Pero se lo habían contado todo y no pocas veces, y sabía perfectamente hacia dónde le dirigían sus pasos.
No le hizo falta abrir los ojos para saber donde se había detenido. Ahora podía sentirlo con mucha claridad. Había mucho odio bajo sus pies, en el lugar donde había escupido el elfo renegado. La Purificadora de Almas clamaba por eliminar la maldición. Ahora la voluntad de la espada se había fusionado con la de Endegal. La sujetó fuertemente con las dos manos y la clavó con fuerza en el suelo. En el mismo momento en que Endegal soltó la empuñadura, el filo se abrió paso a través de la tierra y se fue hundiendo más y más, y sólo cuando todos pensaban que iba a perderse en las entrañas de la aldea élfica se detuvo, quedándose toda la hoja completamente enterrada. Sólo la empuñadura asomaba parcialmente a ras del suelo.
Poco después se oyó un sonido grave, un crujido que pareció manar de las profundidades, y aparecieron algunas grietas que resquebrajaron la superficie del claro. Algunos se echaron hacia atrás en un acto reflejo de ponerse a salvo, aunque el temblor pronto menguó. No obstante, oleadas de energía empezaron a manar del lugar donde La Benefactora permanecía clavada. No era una energía visible, pero todos se estremecieron porque notaban las sacudidas de su tremenda fuerza. Algunos perdían el equilibrio y se tambaleaban o caían, otros se desorientaban o notaban dolores de cabeza a cada pulsación que les llegaba. El ritmo de aquellas sacudidas era variable, pero cada vez más se reducía el tiempo entre choque y choque, aumentando su frecuencia lenta pero inexorablemente. El bombardeo se hizo insoportable para todos; ya nadie quedaba en pie, y muchos se retorcían en el suelo o vomitaban. Cuando la pulsación se hizo continua, se mantuvo durante unos interminables segundos y finalmente desapareció.
Empezaron a levantarse paulatinamente todos los congregados a medida que se iban recuperando del shock.
—¿Ya acabó? —preguntó un elfo.
—Ya pasó lo peor —dijo Endegal—. Pero me temo que no ha terminado todavía.
En efecto, lejos de volver todo a la normalidad, la brillante empuñadura que asomaba de La Purificadora de Almas emitía un humo negro y denso. Era como el humo de una pipa, pero mucho más oscuro y pesado. Endegal, en vista de que aquello no cesaba, alargó su mano no sin cierto temor hasta la empuñadura para desenterrar a la espada. Sus dedos tocaron la esfera que remataba la empuñadura, y el humo pareció arremolinársele en la mano, a veces esquivo, a veces anhelante de carne humana, mientras subía y acababa esparciéndose pesadamente en el aire. Endegal se estremeció ante el frío contacto de aquel extraño humo y vaciló. Los demás le observaban intrigados. El medio elfo no parecía dispuesto a sacar todavía aquella espada de allí.
—El grueso de la maldición ha desaparecido, mas todavía siento restos latentes en nuestra tierra. Aún así, podemos estar tranquilos, ¿verdad Endegal? —le preguntó Hallednel.
—Eso parece, amigo. Se están liberando los últimos reductos poco a poco. Puede que tarde un día entero a terminar, o puede que varios. No puedo asegurarlo.

15. La nueva Bernarith'lea

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal