La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

16
La horda demoníaca

Largo fue el camino, y largos los días que siguieron desde la partida de Smethanha de Vallathir, Drónegar y Aunethar. Su destino era claro: Tharlagord. Pero Vallathir había albergado la esperanza de alcanzar mucho antes al mediano y a sus dos acompañantes, pues desde el día que el paladín conoció a Aunethar que en su cabeza no cesaba el pensamiento de encontrar al tal Endegal y arrebatarle la Espada Benefactora de sus inmerecidas manos. Esa era la impresión que Vallathir tenía del medio elfo y sus acompañantes; que eran unos ladrones embusteros, que con sus diabólicas palabras habían conseguido engañar al confundido anciano y hacerle creer que su muerte estaba próxima para que de este modo Aunethar les cediera su poderosa arma. Y no era este pensamiento del paladín un pensamiento infundado, puesto que las palabras del propio Aunethar, cuyos recuerdos eran cada vez más evanescentes y confusos, parecían ir encaminadas en la misma dirección. La salud del anciano paladín no era demasiado buena, sobre todo después de haber cruzado la Sierpe Helada. Aun así, Aunethar estaba ahora mucho mejor que cuando Dedos, Endegal y Avanney decidieron dejarle en cuanto a salud física, pues por aquel entonces era impensable que Aunethar abandonara con vida siquiera aquella posada en la que habían descansado.
Ahora cabalgaban por los escabrosos caminos que cruzaban el cañón del río Curvo por el consejo de Drónegar. Vallathir había preferido cruzar el Bosque del Sol, pues en su memoria todavía recordaba aquella ruta como segura. Pero Drónegar le había advertido; se decía que en el Bosque del Sol ocurrían cosas muy extrañas, que no eran sólo orcos quienes lo habitaban, y que muchos eran los que evitaban pasar por aquellos senderos. No es que Vallathir temiera enfrentarse a los orcos del bosque o del pantano, pero no podía arriesgar la vida de sus acompañantes, ni mucho menos la de su desvalido maestro Aunethar. Por lo que se sabía, la ruta del cañón era más segura y tampoco representaba un retraso en su viaje.
No podían imaginar cuánto se habían equivocado.

16. La horda demoníaca

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Ocurrió quizás cuando más confiados estaban, puesto que poco les quedaba ya para salir del desfiladero y el pensamiento de que los tres estaban ya tan cerca de Tharler hizo que bajaran la guardia. Y no era para menos. Los tres habían nacido en aquel reino y lo habían abandonado por distintas razones, y ahora no sabían cuán cambiado lo encontrarían. De todos ellos, Drónegar era el que menos tiempo hacía que había partido de Tharler, y sospechaba que el mandato de Emerthed habría empeorado la situación de los poblados del reino, y eso en el mejor de los casos, pues cabía la posibilidad de que Fedenord los hubiera invadido. Dorianne y Téanor, los nombres de su mujer y su hijo, así como sus rostros le venían a la memoria con cada vez más frecuencia.
Marchaban tranquilamente por un ancho sendero que lindaba con la orilla derecha del río cuando Vallathir frenó a su caballo de batalla Gwyrth. Drónegar reconoció en los ojos del paladín la expresión de que algo no marchaba bien.
—¿Problemas? —le preguntó sin alzar demasiado la voz. Vallathir levantó la mano en señal de espera y luego se la llevó a su nariz.
—¿No hueles? —le preguntó.
Fue Aunethar quien, saliendo de su ensimismamiento, cayó en la cuenta e informó a Drónegar.
—Huele a muerte.
A Drónegar no le hizo falta aguzar sus sentidos. Una vez advertido, sintió perfectamente el nauseabundo olor; olía desagradablemente a carne en descomposición. Avanzaron lentamente, inspeccionando el terreno que pisaban. Vallathir encontró huellas recientes de herraduras.
—Diez o doce caballos. Vinieron de Tharler y dieron media vuelta justo aquí —informó el paladín, y a medida que avanzaban continuó con sus deducciones—: Aquí empezaron a galopar más rápido... Hubo una persecución, no hay duda... Y aquí... —Pero antes de terminar la frase levantó la cabeza y vio a lo lejos la razón por la que aquel desagradable olor incrementaba incesantemente. Varios cadáveres humanos estaban tendidos en el suelo. Sus monturas también habían perecido.
—¡Arkalath bendito! —exclamó Drónegar tapándose las vías respiratorias con parte de su manto.
Vallathir hizo lo propio con su capa y tras verificar que no había peligro alguno inspeccionó los cadáveres. Sus ropajes blanquiazules y su equipación no daban lugar a dudas. Era una patrulla de tharlerianos. Los cuerpos presentaban diversas mutilaciones, y más de uno presentaba signos claros de tortura. Los corceles no habían tenido mejor suerte.
—¡Salgamos de aquí! —ordenó Vallathir.
Al pasar de largo, Drónegar contempló con repugnancia la escena y dijo con voz ahogada:
—Orcos...
El anciano Aunethar se volvió para encararse con Drónegar.
—Me temo que no fueron orcos los responsables de esta carnicería. —Drónegar no acababa de entender a qué se refería el anciano así que éste le aclaró—: Los orcos de mis tiempos no montaban sobre caballos.
A Drónegar se le heló la sangre cuando Vallathir asintió aquellas palabras. Desde luego, los orcos no montaban a caballo. Mas bien solían comérselos, y aquella relación no era la más idónea para cabalgar. Como mucho, había oído historias de trasgos y goblins montando a enormes lobos, pero de ningún modo a caballo.
—¿Fedenord? —preguntó incrédulo.
—No lo sé, amigo mío —le dijo Vallathir—. Hay algo muy extraño en todo esto. Los cuerpos presentaban heridas de flecha, muchas de ellas atravesando incluso parte de la coraza, pero no había rastro de ninguna saeta. Tampoco se han desvalijado los cuerpos, pues he visto bolsas de monedas esparcidas por el suelo. El motivo de la emboscada escapa a mi comprensión, pero si Fedenord es el responsable de este ensañamiento, les haré pagar con creces esta deshonra.

16. La horda demoníaca

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Drónegar cabeceó con desesperación. Al parecer las cosas no habían ido a mejor desde la última vez que estuvo en su tierra natal. Mas los ojos de Aunethar se abrieron de par en par como si hubiera presentido algo. Su mirada era vacía, ausente. Vallathir se dio cuenta del estado de su maestro.
—¿Qué? —le preguntó.
—El Mal... —dijo el anciano con voz casi inaudible y sin perder su semblante anodino—. El Mal... Está aquí.
Como si aquello hubiera destapado la caja de los truenos, Vallathir volvió a inspeccionar meticulosamente el terreno. Una sombra fugaz y silenciosa se movió a sus espaldas. No demasiado cerca, pero se desplazaba rápidamente entre los arbustos y peñas y descendía a su encuentro. Luego vieron otra sombra actuar de igual modo, dejándose ver levemente pero a todas luces con inusitada presteza. Y en su dirección.
—¡Emboscada! —exclamó el paladín—. ¡Huyamos!
Cuando todavía no habían alcanzado siquiera a moverse, una flecha apareció de la nada y pasó entre la cabeza de Drónegar y la de su caballo. La saeta rebotó en las piedras de la orilla y fue a parar a las aguas del río Curvo. La visión de los cuerpos masacrados cegó los ojos de Drónegar, que no podía ahora ver otra cosa. Un miedo escalofriante le atenazó el alma, y clavó sus talones repetidas veces sobre los flancos de su montura. Salió tan rápidamente de allí que logró rebasar al atónito Vallathir, el cual había dudado durante unas décimas entre escapar y averiguar la posición y el número de adversarios. Cuando el paladín vio a Drónegar pasar por su lado lo tuvo claro: no podía detenerse y luchar, no por él, pues la sensación de miedo le había desaparecido por completo en su larga estancia en la Sierpe Helada, si es que por aquel entonces aún le hubieran quedado restos en su persona. Pero no podía permitirse el lujo de arriesgar la vida de sus acompañantes, ni mucho menos la de Aunethar. Y suponiendo a sus agresores como responsables de la matanza que habían visto, tampoco se creyó capaz de sobrevivir él mismo a aquella emboscada. Así que también él espoleó a Gwyrth, que soportaba su peso y el de Aunethar y salieron a toda prisa.
Más flechas salieron de las rocas y arbustos colindantes que pasaban silbando muy cerca de los tres tharlerianos al galope y los acechadores seguían sin aparecer claramente visibles. En plena cabalgada, como si la noche más profunda se hubiera concentrado justo en la trayectoria de huida, Vallathir contempló atónito cómo a Drónegar se lo tragaba literalmente la oscuridad. Él intentó evitar aquella nube tenebrosa, buscando una ruta paralela, aunque más tortuosa, y lo consiguió en parte.
El caballo de Drónegar paró en seco y se encabritó. Aquella oscuridad no era natural y el caballo lo sabía. A punto estuvo de desmontar a su jinete, pero supo salir de allí, aunque a trompicones. De pronto, una flecha se clavó perpendicularmente en el hombro derecho de Drónegar. El sirviente de Tharlagord volvió la mirada hacia las rocas y vio fugazmente a aquel que le había disparado colocar otra flecha en su arco y cómo otra sombra sobrepasaba a éste y continuaba corriendo hacia ellos. Lo único que Drónegar distinguió fue su oscuro atuendo. Con su hombro dolorido, espoleó a su caballo como jamás lo había hecho y cerró los ojos, confiando en que su montura le sacaría de aquel apuro.
—¡No puede ser! —exclamó Vallathir al ver una de las sombras correr, sortear los obstáculos y disparar su arco al mismo tiempo, a una velocidad increíble, pues se diría que avanzaba casi tan deprisa como ellos, que iban al galope.
Gwyrth era un magnífico caballo de guerra, fuerte y poderoso, pero con dos jinetes en sus lomos no podía dar alcance al caballo de Drónegar, mucho más ligero y con menos carga. Recibió el impacto de una flecha en sus cuartos traseros y Vallathir no llegó a darse cuenta hasta que la vio. Gwyrth continuaba con su poderoso galope, haciendo caso omiso del dolor infligido por la saeta. Varias flechas continuaron buscando su muerte, pero a medida que ellos se alejaban, éstas fueron más imprecisas y fueron quedándose cortas, hasta que llegaron a un punto en el que ya no las oyeron rebotar o clavarse a su alrededor.
Drónegar detuvo a su caballo cuando creyó estar a salvo del peligro; había conseguido salir del cañón del río Curvo y ahora se abría una amplia explanada libre de árboles y rocas extrañas que pudieran ofrecer abrigo a una emboscada. Miró atrás y se tranquilizó al ver que nadie le seguía, aunque cayó en la cuenta de que al mismo tiempo había perdido de vista a los dos paladines. Agudizó sus sentidos para ver si los localizaba, pero lo único que oía era su agotado respirar y los latidos de su corazón amplificados veinte veces en sus sienes. El sudor de su frente caía sobre sus ojos y hacía que éstos le escocieran. Estaba exhausto, y ahora que recuperaba el aliento recordó el porqué de su dolor. Se miró al hombro y vio aquella flecha clavada muy adentro. Casi lo había atravesado. Con la otra mano cogió el astil y lo movió con sumo cuidado. Cuando se creyó capaz, sacó la flecha de un tirón. Para su sorpresa, fue más fácil y menos doloroso de lo que había imaginado, pero su hombro no dejó de sangrar. Se taponó la herida con la propia mano mientras pensaba en cómo iba a vendárselo.
En aquel momento aparecieron al galope los dos paladines montados sobre Gwyrth. Vallathir, al descubrir a Drónegar sofrenó su corcel y se colocó al lado del antiguo sirviente de Emerthed.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Drónegar hizo una mueca de dolor.
—Más o menos… ¿Y vos?
—Bien. Aunque Gwyrth ha sufrido como tú el impacto de una de esas flechas traicioneras.
Sin embargo, Aunethar no había soltado palabra. Continuaba pegado a la espalda de Vallathir como si continuara el peligro. Mantenía la boca semiabierta y unos ojos que parecían no tener vida. Aquello alarmó a Drónegar.
—Aunethar, ¿os encontráis bien?
—No… demasiado… bien.
Aquella voz ahogada alteró a Vallathir, quien se giró por completo para contemplar a quien desde hacía poco había llamado su maestro y lo que vio no le gustó nada. El mero hecho de que Vallathir hubiera alterado la posición de su espalda hizo que Aunethar casi cayera al suelo. Drónegar ahogó un “no” de desesperación cuando vio aquella flecha clavada en la espalda del legendario guerrero.
—¡Ayúdame, Drónegar! —le ordenó Vallathir, pero Drónegar ya se le había adelantado y ya había desmontado y se encontraba justo al lado del Gwyrth.
Quitó la flecha del muslo del caballo para que no le entorpeciera en su tarea de desmontar al malherido Aunethar. Lo colocaron en el suelo, tumbándolo cuidadosamente de costado. Vallathir sacó un cuchillo y le rasgó sus ropajes por la espalda para inspeccionar la herida. El paladín frunció el ceño con disgusto. Su expresión reflejaba claramente su ánimo.
—No tiene buena pinta —expresó con preocupación—. La herida es profunda y mucha sangre se ha derramado ya —dijo al observar lo empapados que estaban los jirones de tela rasgada—. ¡Drónegar! ¡Mi bolsa rápido!
Drónegar alcanzó la bolsa que estaba sujeta a la silla de Gwyrth y se la tendió a Vallathir. Éste se apresuró a abrirla, y sacó de ella unas hojas frescas que Drónegar no supo distinguir, pero que con toda probabilidad tendrían un efecto curativo o cauterizador de la herida. Aunethar, desde el suelo, adivinó las intenciones del paladín e intervino repentinamente.
—¡Detente! —exclamó, aunque casi de forma inaudible—. Es… demasiado tarde. Esta vez es... inevitable…
—¡No! —dijo Vallathir, negando lo que parecía evidente—. No te dejaré morir, Maestro. —Y mientras masticaba aquellas hierbas le sacó la saeta con cuidado, limpió la herida y la taponó momentáneamente con tela limpia. Luego le aplicó las hierbas masticadas y procedió a vendarlo.
Aunethar apenas se quejaba, pues su conciencia empezaba a diluirse en la nada. Aquella mirada perdida se centró en los ojos de Vallathir y le dijo:
—Vallathir... Es inútil… Me marcho… No podré ver… el reino que dejé atrás hace tanto tiempo.
—Lo verás, Maestro, lo verás.
—No dejes de buscar tu objetivo… Debes dominar la Sagrada Virtud. Pero no dejes de cumplir… tus deberes.
—Lo haré, Maestro. No te defraudaré.
—Sé que no… lo harás. La Purificadora de Almas… Tenía que haber sido tuya… sí.
—Juro que la recuperaré, Maestro Aunethar. Con ella en mis manos y con la Visión Verdadera, haré justicia en este mundo. Lo juro.
Pero los ojos de Aunethar ya no miraban a los del joven paladín.
—Ha muerto —anunció Drónegar—. Que su alma repose en el palacio de Arkalath para siempre.
—Que así sea —dijo el paladín. Su voz temblorosa revelaba el afecto que le había tomado.
La muerte de Aunethar significaba mucho más que la simple pérdida de una vida. Le había devuelto a Vallathir la esperanza de lograr la Visión Verdadera que él tanto anhelaba. Ahora todo aquello se había desvanecido.
—¿Dónde lo enterraremos? —preguntó Drónegar poco después.
—En el lugar que le corresponde —dijo en tono solemne—. En Tharlagord, en el Sepulcro de los Valientes, donde descansan los Nobles, Paladines y Reyes de nuestro reino.
—Pero… —titubeó Drónegar—. No podemos llevar el cadáver tantos días hasta Tharlagord, mi Señor.
—Lo sé, pero tampoco lo enterraremos aquí, en este lugar indigno en el que ha sido abatido por esos engendros de Ommerok —aseveró—. Llegaremos hasta territorio Tharleriano y allí le daremos sepultura. Más adelante, cuando tengamos ocasión, exhumaremos el cuerpo y lo llevaremos al castillo.
—Me parece una buena idea —admitió Drónegar. Instantes después de reflexión, añadió—: ¿Quién o qué nos ha atacado?
El paladín le miró directamente, y de sus ojos manaba el brillo de lo que sólo podía tratarse de un loco o un iluminado:
—No eran humanos, ni tampoco orcos. Una horda demoníaca, sin duda. La encarnación misma del Mal.

16. La horda demoníaca

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
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By Víctor Martínez Martí @endegal