La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

18
En territorio amigo

Nada se dijeron en aquel angustioso cabalgar, pues ambos estaban profundamente afectados por la reciente pérdida de Aunethar, cuyo cadáver todavía transportaban. Sólo brotaron las palabras de Drónegar cuando empezaron a vislumbrar el primer poblado tharleriano.
—Grast del Llano, mi señor —anunció—. De nuevo en casa.
Sí, de nuevo en casa, pensó Vallathir. Tantos años fuera del añorado hogar, y ahora que volvía había en él un cruce de emociones contrapuestas que no sabía explicar. El único paladín que podía presumir de que había dominado la Visión Verdadera acababa de morir recientemente. La única persona que hubiera podido aleccionarle, el único ser que hubiera podido guiarle por el Sendero de la Luz hasta hacerle obtener el mismo don, había muerto en sus propios brazos. Volvía para, según Drónegar, salvar el reino, pero él sabía que no estaba preparado para hacerlo, o cuanto menos, no tanto como hubiera querido. Mientras Aunethar se hubiera mantenido a su lado, no hubiera dudado de su palabra. ¿Cómo dudar de aquél que distingue entre el Bien y el Mal Verdaderos?
—Por fin en casa, diría yo, viejo amigo —contestó Vallathir—. Tantos años esperando el ansiado regreso, y ahora veo ante mí un poblado que me es desconocido.
—Sé a lo que os referís, mi señor. Ciertamente yo también lo veo muy cambiado, a pesar de que mi última estancia en Grast del Llano no dista tanto como la de vos en el tiempo.
—Desde aquí se distinguen atalayas y empalizadas por doquier, Drónegar, y tanto los pastos como los campos de cultivo han medrado en demasía. No miento si digo que no recuerdo este Grast del Llano.
—No hace falta que lo juréis.
—¿Queda al norte todavía el cementerio? —preguntó con la intención de dar sepultura al legendario paladín en aquellas tierras—. ¿O también en eso ha cambiado esta villa?
—El cementerio ha cambiado, pero no en posición, sino más bien en tamaño para nuestra desdicha.
Vallathir torció el gesto, y sin mediar palabra condujo a su caballo hacia Grast del Llano.

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A pesar de las empalizadas y atalayas, las aldeas de Tharler estaban desprovistas de murallas y la llegada de aquel caballero acompañado de su sirviente no llamó demasiado la atención de los guardias, que apenas se dignaron a seguirles con la mirada tras aventurar que ni el uno ni el otro podría crear problemas en Grast del Llano. Llevando ya a sus monturas por las riendas, se dispusieron a buscar alguna patrulla para presentarles sus respetos al capitán al mando e informarle de su regreso. Y pronto la encontraron.
Un tumulto de gente se agolpaba alrededor de un corro formado por soldados uniformados con sus característicos ropajes blanquiazules y ambos se acercaron para presenciar el mismo espectáculo que parecía entretener a la muchedumbre. Uno de los soldados —en cuya frente se podía apreciar el tono rosado de una reciente cicatriz— peleaba con un joven aldeano, o mejor dicho, le estaba propinando una paliza de cuidado. Al joven le costaba ya ponerse en pie, pero los integrantes del corro se afanaban en ayudarle con acalorados empujones —cuando no patadas— hasta situarlo de nuevo frente a su adversario. El joven mostraba coraje, pues aún malherido como estaba y con el inconveniente de que estaba rodeado por los compañeros de su contrincante, no intentó escapar en ningún momento, aunque bien pensado, intentarlo hubiera sido del todo inútil. El soldado lo tumbó en el suelo y empezó a propinarle puñetazos en el rostro. Uno, dos, tres…
Hasta que una mano enguantada sostuvo aquel brazo implacable.
El soldado volvió la cabeza bruscamente para ver quién osaba interrumpirle y se encontró con los ojos de Vallathir, el cual se había abierto paso rompiendo el cordón que formaban los, ahora sorprendidos, soldados.
—¿No creéis que ya es suficiente? —le dijo el paladín al soldado. Aún no había acabado de pronunciar estas palabras cuando varias espadas se desenfundaron y se alzaron amenazadoras ante su rostro. El paladín las ignoró por completo y mantuvo su mirada fija en los ojos del soldado agresor esperando respuesta.
El de la cicatriz liberó su mano con un brusco movimiento.
—Creo —dijo finalmente el soldado mientras se levantaba— que quizás vos queráis ocupar su lugar.
—Creo —dijo él— que sería sin duda una liza más justa que la que acabo de presenciar, pues no veo en ese pobre infeliz cota de malla ni protección alguna, ni tampoco amigos que golpeen por él.
—Sin duda no es vuestro caso —dijo aquél, fijando su atención en el atuendo caballeresco de Vallathir al tiempo que lanzaba una rápida mirada a la muchedumbre para asegurarse de que aquel extraño no tenía un séquito de seguidores. Las expresiones de los conocidos aldeanos le indicaron que no era tal el caso—. ¿Ocuparéis entonces su puesto?
—Gustosamente os daré una lección.
Los soldados rompieron a carcajadas.
—Quizás prefiráis batiros con la espada, si sois tan noble como aparenta vuestro atuendo.
—La nobleza no entiende de armas, sino de sangre y corazón —le dijo—. Pero si es vuestro deseo usar el acero, sea pues.
El soldado de la cicatriz desenvainó su hoja y Vallathir hizo lo propio. Inmediatamente, el corro se ensanchó de forma notable; obviamente, un lance con espadas resultaba mucho más peligroso para los mirones, aunque éstos no dudaron en alentar calurosamente a los combatientes.
—¡Deteneos! —dijo Drónegar angustiado, pero su voz se ahogó ante la alborotada masa.
El soldado empezó despacio, tanteando las artes de Vallathir, no fuera que cometiera el error de creerse superior a aquel extraño. Vallathir contestó parando con firmeza aquellos ataques sencillos, pero no atacó. El de la cicatriz en la frente continuó ahora con ataques más serios, y en uno de ellos, Vallathir paró la trayectoria espada contra espada mientras le propinaba un puñetazo en el rostro a su adversario. Aquél perdió el equilibrio, y sólo los brazos de los soldados evitaron que cayera sobre sus posaderas. Se echó la mano a la nariz y comprobó que, efectivamente, estaba sangrando.
Se incorporó repleto de furia contra el paladín.
—¡Deteneos, por la gloria de Arkalath! —gritó de nuevo Drónegar, ahora con más energía. Pero si alguien le escuchó no podría decirse, pues no hubo ninguna muestra de ello.
Vallathir detuvo nuevamente las estocadas del soldado y finalmente su puño encontró de nuevo la faz de aquél, que esta vez sí acabó en el suelo. Impotente y humillado, dirigió una mirada a los demás soldados, y aquéllos respondieron desenvainando sus armas, amenazando a Vallathir. El paladín se revolvió y trazó un amplio arco con su espada que hizo pensar a más de uno que peligraba su cabeza. El círculo se ensanchó momentáneamente, pero de nuevo volvió a cerrarse. La multitud gritaba alborotada.
—¡Por orden del Rey Emerthed, deteneos!
Esta vez la voz de Drónegar sonó tan profunda y convincente que todos se quedaron como paralizados. El tumulto se calmó, las voces callaron y los soldados parecieron congelarse en el tiempo. Cuando todos volvieron sus miradas hacia Drónegar, éste tragaba saliva, como si no hubiera esperado que le obedecieran; o no al menos de ese modo. Antes de que pasara aquel desconcierto, que sin duda le favorecía, sacó un legajo y enseñándolo en alto dijo:
—Es voluntad del Rey de Tharler que mi señor Vallathir, paladín de Tharlagord, llegue hasta sus aposentos sano y salvo para comandar el grueso de las tropas. Todos los soldados le debéis pleitesía. Quien ose interferirse en los planes del Rey, pagará con su vida. Escritas están las palabras de nuestro Rey Emerthed en esta misiva. Quienes no lo crean, que acarreen con las consecuencias.
El de la cicatriz le arrebató el pergamino de las manos y lo inspeccionó. La sola visión del lacre con el sello real le hizo estremecer como si un viento gélido le atravesara el alma y, tras leer el contenido, supo con certeza que aquellas eran las palabras del propio Emerthed, mas no queriendo ser humillado en público, argumentó lo siguiente:
—Por vuestro bien que esto sea cierto, señores… Si se trata de alguna clase de engaño, sufriréis el más angustioso de los finales. Nadie falsifica las palabras del Rey y sigue vivo.
—Ese final angustioso —dijo ahora envalentonado Drónegar— será el vuestro, si no acatáis las órdenes de mi señor, vuestro señor, Vallathir, pues apostaré gustoso mi vida a que este escrito es del puño y letra de Emerthed, nuestro Rey.
El soldado de la cicatriz, que a todas luces era el cabecilla de aquella cuadrilla, frunció el entrecejo todavía más y cuando abrió la boca, apunto de replicar algo, Vallathir habló:
—¿Quién es el capitán al mando?
—El capitán Moer —respondió el soldado con desdén—. Será mejor que os lleve ante él y aclare este asunto.
—Sí —observó Vallathir viendo la incomodidad de aquél—, mejor será que lo hagáis…

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§

El capitán Moer, tras escuchar impávido las historias de ambas partes, desplegó el pergamino y lo examinó, sentado como estaba detrás de aquella mesa, leyendo cada una de las palabras que allí se contenían. Dirigió su mirada a un sirviente suyo de nariz aguileña y cabello ralo que permanecía a su derecha, de pie, quien no había perdido detalle ni de aquellos dos ni del contenido del legajo, y éste asintió tan levemente como si sólo el capitán Moer debiera percatarse de su gesto. El capitán levantó la vista hacia aquellos que esperaban su veredicto, y finalmente habló:
—Sed bienvenidos a Grast del Llano, señores —dijo—. Espero disculpen la insolencia de algunos de mis hombres, pues sin duda su torpeza hizo que les tomaran por vulgares camorristas.
Antes de que Vallathir o Drónegar hicieran observación alguna a aquellas disculpas, se desmarcó el de la cicatriz.
—¿Entonces es cierto? —dijo simulando asombro—. ¿Tenemos ante nosotros al paladín del reino? ¿No es acaso falso ese documento?
—¡Inútil! —le reprochó el capitán, con una mirada de las que matarían de ser tangibles—. ¡Has alzado tu espada contra el paladín del Rey! —El de la cicatriz pareció encogerse por momentos—. No mereces sino la muerte.
—¡Piedad! —exclamó aquél.
—Un momento —interrumpió Vallathir—. Yo dictaré sentencia —dijo, y después fijó su mirada en el capitán Moer, por si tuviera algún inconveniente al respecto.
El capitán no era estúpido. No podía negarse a una orden directa del paladín del Rey, pues en asuntos militares su palabra era la máxima autoridad, sólo por debajo de la del propio Rey.
—Sois vos el afectado —convino finalmente—. Justo es que ajusticiéis al infeliz como os plazca.
—No he sufrido yo ninguna afrenta, pues yo mismo me metí en el lance. Pero no puedo decir lo mismo del joven a quien apaleó hasta dejarlo sin sentido, él y sus secuaces. ¿Qué os hizo aquél joven? —le preguntó al ahora acusado.
—Me… —titubeó—… insultó.
—¿Os insultó?
—Sí —dijo como si estuviera avergonzado.
—¿Y una somera paliza, diez contra uno al menos, es el justo pago por un mero insulto?
Esta vez el de la frente marcada no se atrevió a responder. Tal vez, sopesó Vallathir, la afrenta no llegara a ser siquiera aquélla.
—¿Cuál será, pues, vuestro modo de ajusticiar a este soldado? —preguntó el capitán Moer algo impaciente.
Vallathir paseó dos dedos por su mentón, acariciando su cuidada perilla.
—De momento conservará la vida —dijo—. Su comportamiento no es el digno de un soldado de Tharler, por lo que queda relegado del servicio para siempre. No obstante, antes deberá cumplir un último servicio al reino: cabalgará sin descanso hasta la ciudadela de Tharlagord y anunciará al propio Rey que Vallathir, Paladín Absoluto, ha regresado a Tharler para desempeñar las funciones que requiera el Monarca.
—Sea, pues —dijo el capitán Moer—. Ya puedes coger tu caballo y llegar a Tharlagord sin más demora. ¡Pobre de ti si cuando llegue Vallathir a la ciudadela no han tenido tiempo de prepararse convenientemente para recibirle!
—Tus secuaces te acompañarán en tu camino y correrán tu misma suerte —añadió Vallathir.
El capitán hizo un gesto a uno de los guardias, el cual pareció entenderlo sobradamente. Se acercó hasta el acusado y lo cogió por el brazo. En ese momento, el capitán Moer le dijo:
—Asegúrate de que se cumplan las órdenes de nuestro señor Vallathir. Ahora mismo y sin demora alguna.

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Cuando hubieron salido de la estancia el guardia y el de la cicatriz, el capitán Moer añadió:
—Se hospedaran ustedes, en esta mi casa, en las habitaciones para los invitados ilustres si no tienen ningún inconveniente. Pueden descargar aquí mismo sus fardos y se les atenderá debidamente. Pueden darse un baño, si así lo desean. Se les procurará muda limpia y alimentos de calidad si quieren saciar su apetito ahora mismo.
—Vuestra hospitalidad es grata, capitán, pero primero debemos ocuparnos de otro asunto —dijo el paladín—. Llevamos con nosotros el cuerpo sin vida de un gran guerrero que nos acompañaba en nuestro viaje. Murió ayer mismo. Justo cuando salíamos del cañón del río Curvo fuimos atacados por unas extrañas criaturas.
—Sí, se perfectamente de lo que habláis —afirmó el capitán—. La Horda Oscura, sin duda. Últimamente hemos estado sufriendo ataques furtivos de esos seres.
—¿Qué clase de criaturas son? —preguntó Drónegar.
—No lo sabemos a ciencia cierta —respondió el capitán Moer—, pues pocos son los que han llegado a verlos de cerca y siguen con vida. Las descripciones son vagas y muchas veces contradictorias. Posiblemente se trate de alguna variedad de orcos, pero son tremendamente eficaces, rápidos, inteligentes y audaces.
—Esa descripción no coincide con la de los orcos que conocemos, si a eso añadimos también que son capaces de montar a caballo. Cuando nos atacaron, al parecer, no llevaban montura, pues se desplazaban por los árboles y las rocas. Pero sin duda que se sirven de ellos, a juzgar por las huellas de cascos que pude discernir antes de ser sorprendidos.
—Quizás vierais el rastro de la patrulla que envié hace dos días en su busca.
—No sólo el rastro —aclaró tajante—. Esa patrulla la encontramos. Había once cadáveres y once caballos despedazados. No esperéis pues su regreso. Sin embargo, las huellas de caballo a las que me refiero, eran de equinos sin herrar.
—Entonces están todos muertos.
—Con toda seguridad. Pero nuestro deber ahora es enterrar el cuerpo del guerrero que murió tan fatídicamente.
—Se hará como vos digáis, Vallathir.
Pronto una serie de criados y soldados se ocuparon de Drónegar, Vallathir y el cuerpo de Aunethar, así como de las provisiones y fardos.

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Cuando se quedaron solos el capitán Moer y su consejero, ambos se miraron mutuamente. Ambos parecían pensar lo mismo, mas fue el consejero del capitán quien habló:
—La inesperada llegada del paladín de Tharlagord troca nuestros planes.
—Una lástima que en la refriega no hubiese muerto.
—En verdad no os entiendo, señor. Si hubiera muerto el paladín con la sospecha en el pueblo de que Vallathir era el paladín de Tharlagord, no hubiera hecho sino empeorar las cosas. Los rumores hoy en día son más rápidos que los heraldos, y Emerthed habría enviado hombres para resolver el caso. Cuando se hubiesen enterado éstos que el paladín fue asesinado por uno de vuestros soldados, la ira del Rey recaería en vos.
—Ya lo sé. No soy un necio. Me refería al encuentro con la Horda Oscura —explicó—. Mientras Vallathir esté en mi territorio no puede sufrir daño alguno.
—Y sin embargo, pronto saldrá de él…
—¿Qué insinúas?
—¿Acaso no os lo imagináis?
—Por supuesto…


§

El funeral se celebró poco después, sin los honores que Vallathir hubiera deseado para un ser que tanto representaba para él, pero bajo consejo de Drónegar, optaron que era mejor así, que los demás nada supieran del guerrero legendario. En la memoria de los hombres apenas quedaba el lejano recuerdo del paladín Aunethar, y no era recordado precisamente con honor, pues más que por su nombre quienes algo sabían de la historia le denominaban el paladín renegado. Ya llegaría la hora en que, restablecido el reino y la paz, pudiera hacerse comprender a los tharlerianos la importancia del ilustre paladín y rendirle así el merecido homenaje.
Y después del reconfortante descanso en Grast del Llano —que agradecieron gentilmente después de tantas jornadas en la fría Sierpe y tantas noches de dormir al raso— emprendieron su marcha final hasta Tharlagord, acompañados de una escolta de siete soldados y un heraldo que portaba un bello estandarte. Pero no lo hicieron por el camino más corto, sino recorriendo todos los poblados de la periferia: Grast del río Curvo, Yvenha del río Curvo e Yventhael, según el consejo del capitán Moer. De este modo, argumentó, todas las ciudades conocerían en persona la grandeza del paladín. Ellos solían cabalgar a una marcha tranquila, mientras que el heraldo se adelantaba raudo a sus pasos y les anunciaba a los capitanes responsables de las ciudades la llegada de Vallathir y su séquito. Cuando llegaban a las ciudades, eran recibidos con celebraciones y vítores dignos de los héroes más tenaces.
Fue ya en Yventhael cuando Drónegar estalló, en plena cena de bienvenida:
—Debimos haber partido de Grast del Llano a Tharlagord, mi señor. Hemos perdido mucho tiempo de recepción en recepción.
—Pero sin duda lo merecíamos, Drónegar —dijo el paladín tras engullir el último bocado de su pierna de cordero—. Muchas jornadas hemos pasado al amparo del frío y de las inclemencias del camino. Hemos tenido una acogida de reyes y nuestra presencia ha avivado el espíritu de Tharler. El capitán Moer tenía razón; era necesario que pasáramos por todos los poblados y ciudades que nos venían al paso. Así, muchos tharlerianos sabrán de primera mano quién es el paladín del reino.
—Mucha carne y mucho vino derrochados mientras no pocos trabajan de sol a sol para echarse a la boca una hogaza de pan duro a la boca al final de la jornada.
El paladín pareció darse cuenta entonces de que ya había comido demasiado. Apuró el poco vino que le restaba en su jarra.
—En eso no voy a quitarte la razón, pero dime, ¿no compensa la alegría y el brillo de sus ojos? Les inspiramos confianza, Drónegar.
Drónegar no contestó. Desde luego, él hubiera preferido llegar lo antes posible a la ciudadela para reencontrarse con su mujer Dorianne y su hijo Téanor, pero quizás aquellos pormenores de la milicia fueran necesarios. Sólo quizás.
El bardo que amenizaba la velada con su bandurria detuvo su actuación cuando entró un heraldo de la Corte acompañado de dos soldados que portaban cada uno un estandarte de Tharlagord. El heraldo se adelantó hasta la mesa, justo delante de Vallathir y habló:
—Es deseo de Emerthed, rey de Tharler, que Vallathir, hijo de Dalnathir sea bienvenido en su regreso a la tierra que le vio nacer. El Rey le espera para dirigir su ejército hacia la victoria final, y os hace entrega de este regalo.
El heraldo le acercó un pequeño cofre. Vallathir lo cogió con delicadeza y lo abrió. En su interior había un disco de madera noble con una talla en mármol blanco de un unicornio. Vallathir lo cogió entusiasmado, pero en ese momento se dio cuenta de que aún tenía las manos sucias de grasa y que había pringado sensiblemente aquella figura. Volvió a dejarla en el cofre y le dijo al heraldo:
—Haz saber a Emerthed que agradezco sus palabras de bienvenida, y que acepto gustoso su regalo. Mañana mismo partiremos hacia Tharlagord sin más demora.
El heraldo asintió con una inclinación y salió de la instancia con sus dos acompañantes.
Vallathir se giró disimuladamente hacia Drónegar y le dijo en voz baja:
—Pásame la jofaina… Mucho me temo que no me limpié las manos antes de tocar la figurilla.
Drónegar sonrió, pero antes de pasarle el barreño de agua, remojó sus propias manos y procedió a limpiar aquel regalo de su señor. Al verlo, Vallathir le dijo:
—Sí, es mejor que lo guardes tú, amigo. Estará más seguro en tus manos.
—Y más limpio… —dijo Drónegar, y ambos rieron jocosamente.
Una vez limpia y seca, Drónegar colocó la figurilla de nuevo en el cofre y cuando la puso a buen recaudo —fuera de peligro— continuó con su comida, pues aún tenía hambre.

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Pero aquella noche transcurrió trágicamente para Drónegar. Mirando absorto los festejos y los bailes sufrió mareos y vomitó un par de veces justo antes de acostarse. A la mañana siguiente descubrieron que aún tenía fiebre, y los curanderos de la ciudad —de poca monta, por cierto— no supieron qué le ocurría. Unos aventuraron que podía haber contraído alguna enfermedad, otros que simplemente le había sentado mal la cena, pero ninguno aportó solución. Ni las hierbas medicinales ni las supuestas imposiciones de manos parecieron menguar el sufrimiento de Drónegar. Los mejores sanadores del reino se encontraban en Tharlagord, así que Vallathir cargó con él y salieron tan veloces como pudieron de buena mañana a lomos de Gwyrth junto a la escolta y el heraldo oportunos.

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“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal