La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

19
Tharlagord

Ya vuelve en sí —fue lo primero que llegó a oír Drónegar tras despertar.
Con los ojos entreabiertos, vislumbró un par de sombras que observaban su cuerpo tendido en una cama perfumada y adornada con flores silvestres.
—¿Dónde estoy? —preguntó con angustia mientras intentó incorporarse.
Una mano le detuvo, suave pero firme.
—Estás en el castillo de Tharlagord —le contestó uno de sus cuidadores—, más concretamente en una sala de curación.
Drónegar inspeccionó la estancia y la reconoció como tal. Era una de las salas donde se atendía a los heridos de palacio. Estas salas eran unipersonales, tan diferentes de las casas de curación de la ciudadela donde se amontonaban los heridos de guerra en habitáculos enormes, llenos hasta los topes de camas ocupadas. También reconoció a sus dos cuidadores como sanadores de la Corte; sus cabezas rapadas y sus vestiduras de seda color lila así lo atestiguaban.
—¿Y mi familia? —preguntó—. ¿Dónde está mi familia?
—Debes descansar, Drónegar.
—Quiero ver a mi mujer y a mi hijo —exigió.
Uno de los sanadores pareció considerar la petición durante unos instantes, pero finalmente hizo un gesto casi imperceptible a uno de los guardias que custodiaban la puerta. El soldado salió de la estancia, cumpliendo aquella silenciosa orden.
—¿Qué me ha sucedido? —preguntó el convaleciente—. ¿Por qué estoy aquí?
—Has sido víctima de un envenenamiento —fue la respuesta—. Has estado a punto de perder la vida.
—¿Veneno? ¿Pero cómo…?
—Recibisteis un falso regalo de Nuestro Rey, una figurilla de un caballo blanco. Estaba impregnada de un potente veneno del que ingeriste poca dosis, al parecer, porque limpiaste la figura con agua. En estos momentos se investiga quién ha sido el responsable. Como supondrás, el veneno estaba destinado a Nuestro Señor Vallathir, y no se han hallado a los responsables de la entrega. De momento.
—Vallathir… —musitó Drónegar—. ¿Está…?
—Vallathir se encuentra perfectamente. Gracias a ti. El Rey ha prometido compensarte.
—Vallathir… —repitió, evocando las imágenes de la noche anterior y entendió cómo las circunstancias hicieron que él enfermara y no así el paladín. Entendió cómo los acontecimientos habían, misteriosamente, protegido al paladín. No podía ser casual—. Arkalath está con él —añadió.
Ambos sanadores se miraron y sonrieron. En aquel momento se abrió la puerta de la sala, y entró el guardia que hacía poco había salido. Acompañaba ahora a otro soldado, el cual se acercó a la cama donde estaba Drónegar. Cuál fue la sorpresa de éste cuando reconoció a aquel del atuendo militar.
—¡Téanor! —exclamó. Se incorporó de un salto y abrazó a su hijo. Téanor, sorprendido, no correspondió el gesto con la misma efusividad—. ¡Hijo mío!
—Padre…
Cuando Drónegar calmó su euforia, miró a su hijo de arriba abajo. Llevaba la vestimenta de soldado.
—Te has alistado en la milicia… —le recriminó.
—Sí, padre, he elegido servir al reino. He jurado lealtad eterna al Rey.
Drónegar se afligió al oír aquellas noticias salir de la boca de su hijo. Iba a reprocharle aquella decisión, pero sabía de sobras que había palabras que sólo podían decirse en la más absoluta de las intimidades, pues grande era el peligro para aquel que cuestionaba las acciones de los soldados, del reino o del Rey en público. La actitud de un adolescente como su hijo, con la actividad de los jóvenes, las ganas de aventuras y la posibilidad de ejercitar su cuerpo con el arte de las armas, era hasta cierto modo comprensible. Pero lo que no entendía era cómo Dorianne lo había permitido. Dorianne... Un mal presagio le embargó el alma.
—¿Y tu madre? —preguntó temeroso de oír la respuesta.
—Madre está enferma. La locura se apoderó de su ser poco después de tu partida. Acusó gravemente la política del Rey sin motivo aparente, y su comportamiento cada día ha ido a peor, tanto, que se ha hecho evidente que ha perdido el juicio. Los curanderos han hecho lo posible, Padre, pero su enfermedad no parece tener cura, así que permanece bajo la vigilancia y medicación indicadas.
No supo si había sido peor la noticia en sí o el tono impasible con el que Téanor la había anunciado.
—Está bajo tratamiento —dijo uno de los sanadores—. No corre peligro alguno.
Ante aquellas palabras, Drónegar, alarmado, exclamó:
—¡Llevadme ante ella!
—Eso es del todo imposible —dijo el otro—. Es mejor para ella no ver a nadie que pueda trastornarla.
—¡Llevadme ante ella! —repitió exaltado.
—Necesitas descansar, Padre —terció Téanor—. Ya has oído a los sanadores.
Drónegar entendió que poco podría hacer por el momento. Allí en Tharlagord todo parecía estar en su contra, hasta su propio hijo. Juzgó que sólo había una persona dentro de la ciudadela que podía ayudarle, una persona que no hubiera pasado tanto tiempo allí dentro como para dejarse seducir por la maquinaria de la guerra.

19. Tharlagord

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

—¿Y Vallathir? —preguntó, mas la respuesta que obtuvo de su hijo no lo tranquilizó en absoluto.
—El paladín del reino está reunido con el Rey y el príncipe Demerthed, discutiendo la mejor forma de asaltar Vúldenhard.


§

—Éste es el plan de ataque. ¿Qué opinas? —dijo el Rey apoyando sus manos en aquella mesa, tras exponer sus ideas sobre un enorme plano de Vúldenhard y sus alrededores.
Vallathir estaba asombrado por la clarividencia bélica del Rey de Tharler. El entusiasmo y el interés que dedicaba a aquella tarea era encomiable. Al presentarse ante el Rey por primera vez después de tantos años, le embargó un sentimiento que no supo discernir. Emerthed aparecía frente a él con unas barbas canas pero con sus raíces bien oscuras, y bajo ellas, se adivinaba un rostro rejuvenecido, terso y sin arrugas. Su cuerpo había ganado en complexión respecto a la imagen que tenía aún en sus recuerdos. Sus ojos eran de lo más inquietantes, pues chispeaban con la avidez del adolescente y al mismo tiempo parecían almacenar toda la experiencia de quien había sobrevivido a todo un siglo, y sin duda así era. Su porte era regio, y emanaba una seguridad en sí mismo abrumadora; la seguridad del éxito en aquello a lo que dedicaba su tiempo: la guerra. Emerthed exhalaba poder por los cuatro costados, y sin duda había rejuvenecido, tal y como Drónegar le había dicho.
Drónegar.
No, no había olvidado cuál era el cometido que hasta allí le había llevado, pero entonces le resultó secundario frente a la posibilidad de hacerse con la plaza de Vúldenhard. El paladín había sido entrenado durante toda su vida para capitanear ejércitos y planear batallas como aquélla. Todas las ilusiones de su infancia, todas las emociones de su juventud renacieron ardientes cuando el Rey de Tharler le expuso sus planes de ataque. Después de escuchar las innumerables fechorías que habían cometido los fedenarios ya no albergaba demasiadas dudas acerca de la actitud del Rey. Era en ocasiones duro y severo con sus súbditos, pero era preciso mantener una cierta disciplina interna para que todos rindieran al máximo con sus tareas y que no bajaran así la guardia; simplemente se les exigía interés por aquélla su causa. Vallathir se sintió afortunado por tener a un Rey como aquél. Ahora se avergonzaba de su primer encuentro con Emerthed, pues en sus ansias por discernir si había maldad en el corazón del Rey, la mirada de éste se le clavó en el alma como si le adivinara sus intenciones, como preguntándole quién era él para juzgarle en aquellos momentos tan delicados para el reino. Sí, ¿quién se creía que era? No podía juzgar a aquél hombre a la ligera por mucho que —según las hipótesis de Drónegar— aquel guantelete le hubiera otorgado una vitalidad sobrenatural. ¿Y qué, si así fuera? En la antigüedad existieron diversos objetos mágicos y no por ello generaron maldad. Una prueba de ello era La Purificadora de Almas; Aunethar la había utilizado para implantar la paz en aquellos tiempos ahora olvidados, y su hazaña más notable había sido la destrucción de un temible dragón.
Si aquel guantelete era el artífice de la buena salud del Rey, entonces estaban de suerte.
También se encontraba junto al Rey el príncipe Demerthed, y Vallathir siempre había considerado a su primo como una persona muy cabal.

19. Tharlagord

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

—Un plan magnífico, mi Rey —dijo emocionado—. Trazado sobre un plano muy detallado de una ciudad hasta hoy inexpugnable. En él se cuenta con la disposición estratégica y numérica del enemigo y sus puntos flacos. Decidme, ¿cómo habéis conseguido semejante información?
—Este plano ha sido obra del Capitán Moer. Lo trazó con la información que obtuvo de un espía que conoce muy bien la ciudad. Una obra maestra, ¿no te parece?
—¿El Capitán Moer de Grast del Llano? —se extrañó Vallathir—. No recuerdo que me dijera nada, cuando estuve en Grast del Llano, acerca de la existencia de este plano.
—Al parecer no pudo hacerlo porque hace apenas cuatro jornadas que lo elaboró. De hecho, este plano llegó a Tharlagord hace apenas dos días. Los dioses están de nuestro lado, Vallathir. Justo cuando regresa el Paladín del Reino, me es confiado el mapa de Vúldenhard. El destino lo ha querido así, Vallathir, que seas tú quien rompa las murallas de esa ciudadela y entre glorioso en la historia de los héroes de Tharler.
La emoción embargó el corazón de Vallathir. Por fin capitanearía los batallones del reino. El reino le necesitaba, y no podía defraudarle.
—¿Cuándo movilizaremos el ejército?
—Mañana mismo partiremos hacia Peña Solitaria. El ejército de Loddenar marcha ya hacia Vúldenhard. Nos reuniremos con ellos en la contienda. Disfruta de ésta, tu ciudad, por el momento. Pronto llegará la hora de gloria de Vallathir, Paladín de Tharlagord. Disfruta y recupera fuerzas. Te harán falta.

19. Tharlagord

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.


§

Drónegar volvió a despertar sobre aquella cama —ahora ya familiar— engalanada con flores silvestres que despedían una fragancia embriagadora. Se encontraba todavía en aquella sala de recuperación, y por la luz que entraba por los ventanales —recortando en uno de ellos dos siluetas rapadas— dedujo que acababa de amanecer. De nuevo, sin saber cómo, había llegado un nuevo día. No recordaba en qué momento del día anterior se había dormido, es más, recordaba muy poco del día anterior. A medida que sus sentidos se despertaban le fueron viniendo fragmentos de lo sucedido recientemente. Primero le sobrevino la imagen de su hijo vestido de soldado, luego el recuerdo de Dorianne, su mujer, encarcelada contra su voluntad, y luego le vino al pensamiento un objetivo, una misión, y un hombre capaz de llevarlo a cabo.
—¡Vallathir! —exclamó en un ahogado suspiro.
Los dos sanadores que contemplaban absortos por uno de los ventanales volvieron su mirada hacia el convaleciente. Uno de ellos miró luego a su compañero y éste asintió levemente mientras se acercaba al lecho. Pero Drónegar, intuyendo lo que se proponía el sanador, puso los pies en el suelo y se levantó dirigiéndole, casi sin querer, una desafiante mirada.
—Veo que ya te encuentras mejor —le dijo éste sin sacar las manos de las mangas de su túnica.
—Sí —contestó Drónegar sin apartar la mirada de la puerta—. Estoy perfectamente, gracias.
—No obstante —añadió el sanador que continuaba acercándosele, aunque despacio— sería recomendable que descansaras un poco más. El veneno que ingeriste era muy potente.
—No… —contestó rápido—. Preferiría ver cuanto antes al Rey para agradecerle personalmente las atenciones que me ha otorgado. Y a Vallathir también quisiera…
—Eso va a ser del todo imposible —le interrumpió el sanador que todavía contemplaba el exterior desde el ventanal. En aquel preciso momento Drónegar escuchó el sonido de una multitud vitoreando, y poco después el claro sonido de las trompetas de la ciudadela desgajar el viento—. El Rey y el Paladín de Tharler parten ahora mismo hacia Vúldenhard.
—¡No puede ser! —exclamó mientras se dirigió raudo hacia el ventanal. Se asomó a él y vio cómo sus esperanzas caían a un acantilado y se resquebrajaban como cristal barato. De nuevo. Toda la ciudad vibraba enfervorizada con el desfile de las tropas que se dirigían hacia el exterior, a la conquista de Fedenord. Se veían perfectamente, al final de todo el batallón desfilante, un grupo con la Guardia Real encabezado por Emerthed y Vallathir—. No puede ser… —murmuró esta vez para sus adentros. No podía haber embaucado también a Vallathir… No, a él no. Tenía que hablar con el paladín fuera como fuese, antes de que desapareciera toda esperanza. Volvió sobre sus talones y corrió hacia la puerta. El guardia, sorprendido por la actitud de Drónegar, vaciló unos instantes y lanzó una mirada interrogativa a los sanadores. Uno de éstos meneó su cabeza entre una negativa y una indiferencia. Drónegar pasó como una exhalación el umbral y siguió su carrera por los pasillos de La Corte. Los diferentes guardias que iba encontrando a su paso le observaban con curiosidad, pero ninguno intentó en absoluto detenerle. Miraban atrás como esperando voces de alguien que dijera que le detuvieran, pero cuando veían la indiferencia del resto del personal del castillo entendían que no tenían que intervenir.
Ya cuando salió del castillo se percató de la difícil tarea de alcanzar a los dos grandes capitanes del reino. El enorme gentío se agolpaba para ver de cerca de sus héroes. Drónegar recorrió la ciudadela por el trayecto quizás más largo, pero seguro el más despejado, evitando en medida de lo posible la aglomeración de gente. El sonido de la marabunta era ensordecedor y sólo el sonido de las trompetas parecía interrumpir de cuando en cuando el monótono ruido. Llegó a un punto en que ya tenía que abrirse paso a codazos y empujones, aunque no era el único que los propinaba y más de uno le dejó un doloroso recuerdo en el costado.
La gente se ponía de puntillas y saludaba a los soldados; quien más y quien menos, tenía entre los combatientes a algún familiar o amigo. Avanzar era ya casi imposible para Drónegar, que parecía una ajada embarcación a merced de una tormenta. Aún así, inexplicablemente, llegó a imponerse a la marea humana y consiguió llegar hasta primera línea.
—¡Vallathir! —gritó haciendo aspavientos con los brazos—. ¡Vallathir! —gritó continuadamente.
Pero no podía esperar que el Paladín de Tharlagord le oyera, pues apenas se oía a sí mismo, y no era el único que coreaba el nombre de éste. Lo vio pasar delante de sus ojos, pero nada podía hacer para llamar su atención; los caballos de la Guardia Real impedían que nadie se acercara lo suficiente como para tocar la montura del Paladín o del Rey. De todos modos intentó llegar hasta el primero, pero uno de los Guardias Reales le propinó un duro golpe con el mango de su estandarte que le hizo caer de espaldas.
—Vallathir… —gimió Drónegar, preso ya de la desesperación.
Y fue en aquel preciso momento cuando el paladín vio a Drónegar allí en el suelo. Vio a un hombre derrotado, un hombre abatido. Un hombre que le era familiar pero que no recordaba en ese momento de qué le conocía. Era como si tuviera una cuenta pendiente con él.
Ya tendría tiempo de pensar en ello cuando acabara la guerra.

19. Tharlagord

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Cuando Drónegar intentó incorporarse, la multitud se lo tragó, y ésta vez todo el cansancio acumulado cayó sobre él. Si en algo tenían razón los sanadores era que aún no estaba recuperado del todo. Pero cogiéndose de los ropajes de la gente que le rodeaba, consiguió levantarse una vez más, aunque quedó destrozado al ver que no sólo Vallathir quedaba ya muy lejos, sino que estaba atravesando el portón de la muralla exterior.
Estaba ya fuera de su alcance.

Deambulaba ya sin rumbo fijo y sin fuerzas, lamentando no haber podido hablar de nuevo con el paladín, lamentando que las circunstancias le hubieran separado de su lado en el momento más crítico.
—No puede ser… —gemía desde la impotencia—. Todo esto no ha podido ser en vano…
Tanto esfuerzo, tanto sacrificio para nada. Era lo único que martilleaba su cabeza, impidiéndole pensar en otra cosa. Se sentó en el suelo, exhausto y fracasado, con la cabeza gacha y los ojos vidriosos. Alzó la cabeza y mantuvo su mirada perdida durante unos momentos, mientras continuaba absorto en sus pensamientos. Fue entonces cuando sin quererlo fijó su atención en cierto individuo que pululaba entre el gentío.
Le había parecido un niño a primera instancia, pero luego se percató de que no lo era, ni mucho menos. Como si le costara asimilarlo, como si no acabara de creerlo, se levantó y fue a su encuentro muy poco a poco, vacilante, con la expresión de extrañeza en el rostro. A medida que se acercaba su sangre empezaba a bullir más y más, y el agotamiento desapareció de inmediato cuando tuvo la certeza de que era él. Tiró de él por la espalda y le hizo rodar por el suelo.
—¡Tú!
El mediano se afanó en guardar las últimas monedas que todavía tenía en sus manos —las acababa de conseguir de bolsillos ajenos— y buscó su cinto con la intención de sacar una de sus dagas.
Pero Drónegar fue más rápido; se le abalanzó cual fiera hambrienta y en el encontronazo, le inmovilizó en el suelo y le arrebató la daga.
—¡Tú! —le repitió poniéndole su propio acero en la garganta. Los ojos vidriosos se tornaron inyectados en sangre.
Dedos dedujo que aquél hombre había sufrido una desgracia y que alguien iba a pagarlo muy caro. Le había tocado a él.
—¿Qu… Quién eres tú? —le preguntó, consiente de que muy bien podían ser sus últimas palabras.
Drónegar esbozó una sonrisa propia de la locura.
—Quizás no me recuerdes… Claro, ¿cómo ibas a hacerlo? Yo era uno más en aquella posada…
—¿Posada? —dijo el mediano—. ¿De qué me habláis, buen hombre?
—Tú y tus dos amigos… En la Sierpe.
Los ojos del mediano se abrieron como platos. No podía creerlo.
—¡No es posible!
—¡Sí lo es! Robasteis algo muy preciado… Y debe ser devuelto a su dueño, o mejor dicho, a quien por derecho debe serle entregado.
Dedos no podía creerlo. Le parecía del todo ilógico que le hubieran seguido desde la Sierpe Helada con el único fin de recuperar unas joyas.
—Lo siento, señor… —le dijo—. Lamento comunicarle que vendí esos pendientes hace algún tiempo… Pero se lo devolveré todo. Coja mi bolsa, ahí encontrará todas las monedas que poseo, y créame que es más de lo que valían esas joyas.
—¿Joyas, dices? ¿Acaso te burlas de mí? —le reprochó—. Tú y tus amigos le robasteis a un anciano una espada mágica y luego le abandonasteis a su suerte en aquella posada.
—¡No! —exclamó Dedos y luego en un tono más calmado repitió, dándose cuenta de que no le convenía alterar más el ánimo de su atacante—: No. Aunethar estaba a punto de morir y nos ofreció su espada.
—¡Os la dio porque le engañasteis! —le recriminó, presionando más todavía la hoja sobre el cuello del mediano—. ¡No estaba a punto de morir! ¡Os aprovechasteis de su confusión mental!
—¡Os juro que no es cierto! Él estaba muy mal y nos la ofreció sin que nosotros la pidiéramos. ¡Lo juro!
—¿Dónde está?
—¿Qué?
—La Espada Sagrada… ¿Dónde está?
—Creo que os equivocáis de persona. La Purificadora no me fue confiada a mí, sino a Endegal…
—Endegal… —repitió, como saboreando aquel nombre—. Sí… ¿Dónde se encuentra tu amigo Endegal?
—¡Hey! ¡De eso nada! —exclamó irritado—. No es amigo mío… Sólo le acompañaba.
—¿Ah, sí? —dijo incrédulo—. Bien… ¿Dónde está Endegal?
—Yo… No lo sé —dudó en principio, aunque al sentir de nuevo el agudo filo de su daga en la garganta, pareció recobrar la memoria repentinamente—. Bueno, quizás sí sé —. Drónegar le miró con condescendencia—. No está en Tharlagord. Si no me equivoco estará en el Bosque del Sol, allá por los límites del reino.
—¡Farsante!
—¡No! ¡Digo la verdad! ¡Por la gloria de Arkalath que es cierto!
De pronto, Drónegar se vio a sí mismo empuñando aquella daga, amenazando a aquel mediano, lleno de ira. No se reconocía. Aflojó la presión, avergonzado, y se levantó. El mediano se incorporó también, despacio, alisándose las arrugas de su vestimenta y sacudiéndose el polvo. A punto estuvo de sacar su otra daga y darle su merecido, pero vaciló un instante. Miró receloso a su agresor: sus ropas eran dignas de palacio, y sin embargo no llevaba armas ni tampoco dinero ni ninguna llave, o por lo menos eso era lo que parecía, pues muy escondido debería tenerlo para que un ladrón tan afamado como Dedos no lo hubiera detectado, y más si tenemos en cuenta que las distancias habían sido muy cortas, demasiado incluso para el gusto del mediano. Aquel hombre, que parecía sufrir una lucha interior, emanaba aroma a flores silvestres. Olía a Corte por los cuatro costados, y cuando alguien de La Corte necesita algo que puedes darle, el precio a convenir puede ser muy alto, y eso Dedos lo sabía de buena tinta.
—Creo que puedo ayudarte, buen hombre —le dijo—. Podemos llegar a un acuerdo.
Drónegar casi ni le escuchó, seguía absorto en sus pensamientos.
—Buen hombre… —insistió.
—¿Cómo? —dijo Drónegar, saliendo de su ensimismamiento.
—La Purificadora de Almas —le recordó, mientras extendía la mano derecha en un claro gesto de querer recuperar su daga—. Creo que puedo ayudarle a encontrarla.
Drónegar le devolvió el arma.
—Sí… La Purificadora… —murmuró. Si conseguía llevar la espada a Vallathir tal vez todo cambiaría, tal vez Vallathir recobraría el sentido común, tal vez…—. Llévame ante Endegal —dijo tajante.
—No —interpuso rápido el mediano—. No deseo volver a encontrarme con Endegal de nuevo. Mi sitio está ahora aquí, en Tharlagord. Sin embargo te diré cómo encontrarle —hizo una breve pausa y agregó—: Eso sí, a cambio de un pequeño favor.
Drónegar torció el gesto. Desde luego que aquel mediano tenía la cara muy dura. Aún así, él ya había decidido ir a buscar a Endegal y hacerse con la espada, y no podía desaprovechar una ayuda que se presentaba de gran importancia. No hizo falta decirle nada al mediano, pues con sólo la mirada lo entendió.
—Sólo quiero que me introduzcas en La Corte. ¿Qué cargo desempeñas en el castillo?
—¿Cómo sabes que…? —empezó, mas cuando se miró a sí mismo se percató de que su vestimenta difería bastante de la del resto de ciudadanos—. Soy criado del Rey —admitió con reservas.
—Interesante —dijo pensativo—. Y tendrás habitación, supongo.
—Sí, al menos la tenía.
—¿Y familia? ¿Parientes en el mismo castillo?
—Mi hijo Téanor es soldado de la Corte.
—¿Y tu esposa?
—Mi esposa… —dijo dubitativo. Aquel mediano se estaba inmiscuyendo demasiado—. Está enferma. No recibe visitas.
Apenas meditó el mediano cuando convino:
—Arréglatelas para que yo pueda dormir en tu cama mientras estás fuera.
—Está bien. Lo haré. Ahora dime cómo llegar hasta ese tal Endegal.
—Como te dije, él estará en el Bosque del Sol.
—Pero ése bosque es muy extenso.
—Así es, amigo, y no le encontrarás nunca, a no ser…
—A no ser…
—A no ser que lleves contigo… —dijo mientras se escarbaba bajo el jubón—. Esto.
Resplandeció ante los ojos de Drónegar un colgante plateado. Unas extrañas grafías estaban grabadas en el perímetro y en el centro había representado un árbol bajo un sol de ámbar. Se trataba de un émbeler élfico, y no es que Dedos hubiera hecho méritos en Bernarith’lea para llevar uno propio, pues ni siquiera Avanney ni Aristel tuvieron tal privilegio. Se trataba ni más ni menos que del émbeler de Hidelfalas, uno de los elfos renegados, que Dedos “encontró” casualmente tirado en un rincón de su cabaña. En su momento, algo le dijo que en el futuro podría serle de utilidad, y no se equivocó. Desde luego, aquel colgante era en sí muy hermoso, y en caso de necesidad hubiera podido venderlo a algún mercader y sacar un buen pellizco. Lo había llevado muy bien escondido hasta entonces por razones obvias, y ningún componente de la Comunidad —ni tan siquiera la bardo y el medio elfo— supo nunca que Dedos poseía el colgante élfico.
Ahora la ocasión era inmejorable. Si conseguía entrar en el castillo, estaba seguro que con su don de gentes haría más que buenos amigos, poderosos aliados. Con el capitán Moer había fracasado, en cierto modo, pues aunque el mediano sí había cumplido con su parte —dibujando y detallando un elaboradísimo plano de Vúldenhard que incluía las posiciones habituales y número de soldados—, al parecer el Rey no iba a concederle al capitán de Grast del Llano la comandancia de esta plaza, sino que con toda seguridad iba a ser el Paladín del reino quien impartiera justicia cuando la ciudad amurallada cayese. Si las posibilidades de Moer de sacar tajada de la caída de Vúldenhard eran ya muy pocas, las de Dedos eran ínfimas, pues el capitán había partido junto a las tropas de Tharlagord y había dejado al mediano allí, sin haberle presentado a nadie. Hasta aquel momento se había llenado de resignación. Por lo menos, pensaba a menudo, había cambiado de aires, y había acabado en la más próspera de las ciudades. En apenas dos días había vaciado más bolsillos —que solían estar más llenos, por cierto— de lo que recordaba haber hecho jamás en Vúldenhard. Sí, su situación no estaba mal del todo. Sólo le faltaba dormir bajo techo propio —nada de posadas que consumían su dinero— y hacer algunas amistades en la capital del reino que se presagiaba vencedor de la contienda. Aunque en realidad también sentía la falta de un objeto preciado: un amuleto, una esfera de granito verde que le cabía en el puño. Sabía perfectamente dónde la había perdido; maldijo infinidad de veces aquel momento en el que la bardo tiró de su manga en el justo momento que saltaba del puente al río… Pero no podía volver al Bosque del Sol. No quería volver a aquella vida por nada del mundo.
—Señor mediano —le interpeló Drónegar en un tono mucho más amable que el que hasta ahora había usado. Iba a pedirle algo muy importante para él.
—Mi nombre es Déroter, pero puedes llamarme Dedos.
—Señor Dedos, necesito un favor suyo.
—Otro favor, e imagino que gratis.
—Intente llegar hasta mi mujer, se llama Dorianne y está retenida por los sanadores de la corte. Dicen que ha perdido el juicio y que atentó verbalmente contra el Rey.
—Uff, eso suena fatal, hermano.
—Pero es todo una artimaña, señor Dedos, mi mujer está perfectamente sana, si es que los sanadores no se han encargado de volverla loca con alguna de sus pócimas.
—¿Y qué esperas que haga yo? ¿Que la saque de allí? No soy muy buen luchador, ni tengo talla para llevarla en brazos. También me estimo mucho esta cabeza pegada a mi cuerpo que sin duda pondría en grave riesgo, si usted me entiende.
—No, no quiero que la libere usted. ¡Ojalá alguien pudiera! Simplemente quiero que la localice, que intente verla, que le diga que la amo y que haré lo que sea por sacarla de esta locura. Pero que para eso debo ausentarme un tiempo para conseguir la ayuda necesaria. Sólo eso. Haga eso por mí y le estaré eternamente agradecido.
—Lo intentaré. Si consigues meterme en palacio, no creo que me sea difícil llegar hasta ella.
—¡Arkalath le bendiga, señor Dedos!

19. Tharlagord

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal