La herida física tampoco sanó. Aquélla, la de su antebrazo, permaneció con aspecto reciente durante aquellos días de recuperación y a Endegal no le pasó inadvertido que cuando albergaba algún pensamiento de ira o frustración aquella herida le quemaba por dentro como hierro candente. Para colmo, los antecedentes no eran de ningún modo alentadores, pues fue Derlynë quien dedujo que los cortes que presentaban en las palmas de sus manos los Elfos Renegados señalaban que hubo entre ellos un hermanamiento de sangre por el que sellaron su odio para siempre. La Magia de la Sangre, como la denominó Derlynë por sus habituales lecturas del Libro de Magia Natural —palabras que Aristel corroboró—, era muy poderosa. Se la conocía también por otros nombres, como Brujería o Artes Negras, y se caracterizaba por requerir en la mayoría de los hechizos un derramamiento de sangre, que era el fluido vital de mayor poder en el mundo de los vivos. Hubo quien aventuró que cuando Hidelfalas, Velendel, Alverim y Adhergal se marcharon de Bernarith’lea en busca de Alderinel, no lo hicieron del todo convencidos de que iban a unirse al Renegado en aquella su locura, pero que cayeron definitivamente en el pozo de la sinrazón en el momento en que derramaron su propia sangre y la unieron a la de aquél para unirse a su causa hasta la muerte.
Para Endegal la analogía era evidente, pero a nadie comunicó sus temores porque por fortuna para él nadie se percató de la herida que nunca cicatrizaba, pues él ya cuidaba de cubrirla con un vendaje bajo un brazalete de cuero acorde a su vestuario. Intentó también evitar cuanto pudo el contacto con otros elfos, sobre todo con el Visionario, pues temía que alguien viera en sus ojos la inquietud que sentía en su alma. La presencia de Elareth fue una carga más para el semielfo, pues la elfo no quiso perderse su recuperación y se le notaba realmente sensible al estado de ánimo de Endegal. El medio elfo no había olvidado la promesa de llegar hasta las Colinas Rojas para reunirse con el Solitario y con Avanney, de quien realmente estaba enamorado. Quizás fuera el recuerdo de la bardo lo que le mantenía con ánimos suficientes, y pensó que había llegado la hora de marchar a su encuentro, que el destino de La Purificadora no se encontraba de ningún modo en Bernarith’lea, sino acabando con todo resquicio sembrado por La Hermandad del Caos y el dragón del que habló el Solitario que, aunque preso por el momento, era un eslabón importante en aquella historia que Avanney intentaba recomponer.
Ya había comunicado su intención de marchar pronto hacia las Colinas Rojas a los integrantes de Ber’lea cuando Eliedhorel fue a su encuentro como una exhalación.
—¿Qué te ocurre, hermano? —le preguntó el medio elfo.
—Tenemos un problema —dijo todavía recobrando el aliento—. Un humano se acerca peligrosamente hacia aquí. Está desarmado y presenta un estado bastante lamentable.
—¿Cómo que viene directo hacia aquí? ¿A Ber’lea?
—Lleva consigo un émbeler y al parecer sabe de su utilidad.
—¿Cómo es eso posible?
—No lo sé —le dijo con cierto recelo—. Pero desde que entró en el Bosque que está vociferando tu nombre.
Ante el desconcierto, acordaron que Endegal debía mostrarse y hablar con aquel extraño, pues intuyeron que debía conocerle, y averiguar de qué iba aquel asunto de tan extraña naturaleza. Le acompañarían varios elfos que se mantendrían ocultos y con sus arcos preparados por si fuera necesario intervenir. Cuando Endegal se encontró con aquel humano, se extrañó, pues no lo encontró de ningún modo familiar. ¿Cómo pues, llevaba un émbeler y sabía su nombre? Endegal se mostró y el hombre pareció dudar, pero pasados esos breves instantes gritó:
—¡Endegal! ¡Por fin!
—¿Quién eres tú, y de qué me conoces?
Drónegar fue desesperado a su encuentro, y cuando llegó a su altura se echó a sus pies.
—¡Señor Endegal! —dijo entre sollozos.
Eliedhorel tenía razón; el aspecto del hombre era lamentable, y Endegal ya no se preguntó de qué le conocía, sino qué le había llevado hasta allí con tal desesperación, aun así, insistió:
—¿De qué me conoces?
—Oh, perdone mi insolencia, señor. Mi nombre es Drónegar. La verdad es que no sé por dónde empezar… —titubeó—. Coincidimos en una posada de La Sierpe Helada, en la del Oso Pardo.
—Entiendo… ¿Y qué te ha llevado hasta aquí si puede saberse?
—Bueno… En realidad soy un sirviente del Rey Emerthed.
—¡Emerthed! —Ante aquel nombre, Endegal se puso en guardia, recelando de aquel hombre—. Ese tirano… —dijo con desprecio—. Ese tirano nos ha llevado a la guerra. Por lo que a mi respecta os podéis ir tú y tu rey al Abismo de Ommerok.
—¡Yo coincido con vos, señor! El reinado de Emerthed debe llegar a su fin. Por eso estoy aquí.
—¿Quieres que destrone a tu Rey? ¿Por eso has venido?
—No… Bueno, sí. Lo que realmente necesito es una espada que, según tengo entendido, se halla en vuestro poder: uno de los nombres que recibe es La Purificadora de Almas.
—¿Qué sabes tú de La Purificadora?
Y fue entonces cuando Drónegar le contó su búsqueda de Vallathir por la Sierpe y el posterior encuentro con Aunethar.
—Así que Aunethar sobrevivió, a pesar de todo… —dijo Endegal pensativo, y sin dudar de las palabras de Drónegar, pues todo lo que le contó no podía haberlo sabido sino por boca de Aunethar. Y pensó entonces en Avanney, pues el presentimiento que la bardo había tenido acerca de la supervivencia del centenario paladín parecía estar fundamentado.
Luego Drónegar narró su más reciente encuentro con Dedos, aunque evitando mencionar detalles como que había estado a punto de degollar al mediano. Endegal hizo una mueca de desprecio al oír el nombre del mediano, alargó su mano hasta el pecho de Drónegar y le quitó el émbeler. En él pudo leer el nombre de Hidelfalas y se preguntó cómo habría podido llegar a manos de Dedos y si el resto de los émbeler de los Renegados estarían también perdidos. Maldijo al mediano para sus adentros, viendo la irresponsabilidad de aquél al entregar semejante objeto a un tharleriano, incluyendo las instrucciones precisas para encontrar la aldea oculta de los elfos. ¿Cómo había sido capaz? Pero luego agradeció este gesto cuando Drónegar le explicó cómo empezó toda la historia, no olvidando detalle en cuanto al comportamiento del Rey desde que se enfundó aquel poderoso guantelete.
Para Endegal se hizo evidente que el caso del Rey y el de Alderinel tenían cierto paralelismo.
Demasiado.
—Debéis entregarme La Purificadora. Fue el último deseo de Aunethar antes de expirar que la espada perteneciese a mi Señor Vallathir. Y es el único modo de derrocar a Emerthed.
Endegal sonrió fugazmente ante la petición de entregar La Purificadora a otra persona, pero pronto la sonrisa se desdibujó; se sumió en un torbellino de pensamientos, y muchos de ellos giraban en torno a Emerthed, situándolo como culpable de las desgracias del reino y, entre ellas, la que más le dolía, la muerte de su madre. Por un momento le embargó la ira, y la herida del brazo derecho ardió por momentos.
—No, no lo es —dijo al fin—. Y aunque quisiera no podría entregársela a tu señor, pues está vinculada a mí más de lo que puedas alcanzar a comprender. Tu señor no podría siquiera manejarla. Pero no temas, buen hombre, pues me has revelado el verdadero destino de La Purificadora. El mal que se ha apoderado de tu rey es el mismo que yo debo combatir. Llévame ante Emerthed.