La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

23
La bardo y el dragón

» Éstas son las armas más eficaces contra un dragón: sus ansias de poder, su vanidad y su avaricia. Pero existe aún otra que en ocasiones puede ser más poderosa que todas las anteriores juntas: su curiosidad. «

» Consigue ofrecerle al dragón aquello que eclipse tu propia muerte y salvarás la vida. «

» Dar crédito a los juramentos de un dragón es lanzar la piedra al arroyo y esperar que flote. «

Fragmentos del Libro de las Revelaciones.

Avanney se encontró las galerías vacías de enanos, aunque llenas de una lúgubre oscuridad y de muchos enseres esparcidos por los suelos, fruto sin duda de la alocada huida que habían protagonizado días atrás. Con antorcha en mano, fue llamando al dragón por su nombre. Reinaba un olor acre en el ambiente, mezclado con otro que no podía ser otro que el de la roca fundida. Recorrió muchos túneles, siguiendo las indicaciones que le había dado el propio Ondyrk el Barbatosca. Recordaba perfectamente las indicaciones, tanto como si el jefe enano se las estuviera susurrando al oído en aquel instante. Por ello sabía que a partir de entonces las galerías serían muy anchas —tanto como para permitir el paso de un dragón— y que estarían en contacto directo con la cámara del tesoro; cuando cruzara el próximo umbral, ya podía estar a merced de Ankalvynzequirth.

23. La bardo y el dragón

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Se acercó cautelosa a la abertura, pero ésta era un túnel angosto y largo que desembocaba en una de las grandes salas.
—¡Ankalvynzequirth! —gritó una vez más, y el eco de su propia voz resonó en las paredes y se perdió al frente.
Llegó al final del túnel y se asomó. Su antorcha apenas iluminaba un pequeño volumen dentro de aquella enorme sala. No sabía dónde estaban los límites de la estancia, ni las paredes ni el techo. Se adentró unos pasos y se detuvo de repente.
Un extraño sonido encima de su cabeza le alertó. Saltó hacia delante mientras veía por el rabillo del ojo cómo una enorme cola rojiza le caía encima. El choque de aquella cola en el suelo provocó un estruendo, mientras Avanney rodaba por el suelo, soltaba la antorcha y echaba mano rápidamente de sus espadas. El pecho de la bardo subía y bajaba por las respiraciones, su pulso se aceleró cuando vio aparecer a la bestia, que se interpuso entre ella y la salida.

Ankalvynzequirth miraba fijamente a aquella osada humana con sus ojos amarillos refulgiendo como el fuego abrasador en la oscuridad de la sala. Allí estaba ella, una rodilla en el suelo y con sus dos espadas en alto, apuntándole, como si con ellas pudiera atravesarle el corazón, con una mirada desafiante de las que el dragón hacía tiempo que no recordaba. Sí, los enanos eran muy orgullosos y muchos de ellos le habían desafiado abiertamente aun a sabiendas de que iban a morir. Pero la mirada de aquella joven era muy diferente. En sus ojos había un brillo especial, un desafío que iba más allá del enfrentamiento físico. Las suposiciones del dragón se vieron pronto ratificadas cuando la joven clavó sus espadas en el suelo, una a cada lado de la antorcha caída, y se levantó con una tranquilidad pasmosa ante él.

23. La bardo y el dragón

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—Humana insensata… —empezó el dragón—. Has entrado hasta aquí descaradamente y proclamando mi nombre, cuando sabes perfectamente que nunca saldrás con vida de esta sala. Sufrirás una muerte en acorde a tu desfachatez y osadía.
La voz era aterradora, pero si el dragón pensó por un momento que amedrentaría a aquella humana, se equivocó.

—Tienes razón, en parte, gran Ankalvynzequirth —respondió ella—. He entrado aquí con osadía y voluntariamente, pero lo he hecho porque sé que saldré de aquí indemne.

El dragón soltó una enorme risotada que hizo temblar toda la sala.
—¿Acaso crees que podrás vencerme? ¿O quizás que tendré compasión de ti? Aplastarte me sería más sencillo que continuar esta conversación.
—Lo sé —reconoció—. Es del todo imposible que una humana como yo logre vencer a un dragón tan poderoso como tú. Pero sé que me dejarás ir, porque de mí depende que puedas salir de esta prisión de roca o que permanezcas aquí para siempre.
—¡Por favor! No me hagas reír, insignificante ser. ¿Crees acaso que no puedo salir?
—Así lo creo. Estoy convencida de ello. Ni siquiera tú, Ankalvynzequirth el Rojo, puedes destruir una montaña.
—¿Crees que no puedo? Fíjate.

23. La bardo y el dragón

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Dio un tremendo y poderoso golpe con su cola contra uno de los muros, e irremediablemente cayeron multitud de cascotes.
—Sigue golpeando así la estructura base de la sala y nos enterrarás a ambos.
—Muy segura estás de tus afirmaciones, mujer. Desde que has entrado aquí sólo he oído palabras acerca del saber. ¿Quién eres tú que dices saberlo todo?
—Avanney es mi nombre. Y he venido hasta aquí para hacerte una proposición.
—¿Una proposición? No debes estar en tus cabales, humana, si crees que tienes algo que ofrecerme.
—Te ofrezco la libertad.
—Suponiendo que pudieras ofrecérmela, ¿qué te hace pensar que quiero salir de aquí? Aquí dentro hay muchas riquezas, y en ocasiones algún enano insensato, intentando escapar, que me sirve de divertimento.
—Has estado muchos siglos encerrado bajo la montaña, gran Ankalvynzequirth. Dudo mucho que no quieras salir al exterior y demostrar tu poder al mundo entero.
—Sí, no niego que no me gustaría desplegar mis alas por el mundo exterior, pero no tengo prisa. La memoria de los mortales es muy corta, y dentro de unos cuantos siglos se olvidarán de mi existencia y entrarán de nuevo aquí.
—Pero eso no te asegura la libertad. Estarás aquí eternamente, guardando tu tesoro y atemorizando a algún incauto. Has estado mucho tiempo aislado, y hasta tú puedes morir de hambre.
—¡Tienes razón! ¿Por qué no comerte ahora mismo y saciar mi apetito?
—No lo harás, porque lo que te ofrezco tiene mucho más valor que mi carne.
—¿Y por qué debo pensar que una vulgar humana como tú quisiera ayudarme?
—La respuesta es evidente, Ankalvynzequirth el Rojo. Porque tú tienes algo que ofrecerme a cambio.
—Mmmm… Lo suponía —dijo el dragón que empezaba a entrever la naturaleza del asunto—. Quieres llevarte parte de mi botín, ¿no es cierto?
—Así es. Pero no hablo de tus joyas y metales preciosos, sino de los enanos que tienes cautivos.
—¡No! —dijo tajante—. Nada de todo eso. No te dejaré marchar con ningún enano. ¿O te creíste que podrías entrar aquí, impresionarme con tu palabrería y largarte con los enanos y una promesa que nunca cumplirás?
—Puedo cumplirla y la cumpliré si tu cumples tu parte del trato, porque también es mi deseo que salgas de estas galerías.
—¿Tu deseo? ¿Y por qué deseas que abandone mi guarida?
—No negaré que tengo simpatía hacia los enanos que moraron estas cavernas, gran dragón. Y los que sobrevivieron a tu furia desean volver a su antiguo hogar.
—Pero sabes que si salgo de aquí, puedo acabar con más gente. Gente de tu especie, por ejemplo —razonó el dragón todavía receloso.
—Cierto es. Por eso quiero tu palabra de que no lo harás, de que te irás lejos de estas tierras y de que te alimentarás de animales sin dañar a hombres ni enanos de estas regiones.
—¿Y qué te hace pensar que cumpliré mi promesa?
—Sé que puedo confiar en tu palabra. Es conocido por todos que la palabra de un dragón es sagrada, Ankalvynzequirth.

23. La bardo y el dragón

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No, no lo era, pero el dragón sopesó aquella posibilidad. ¿Por qué no prometerle a aquella humana que no infligiría ningún daño a ninguno de sus semejantes? Si era posible que aquella hembra creyese que su juramento fuera válido, podría brindársele una oportunidad de oro. Si de algún modo pudiera escapar de aquella montaña, le prometería lo que fuese. No tendría por qué cumplirlo después y con toda seguridad que no lo haría.

—Veo que sabes mucho acerca de dragones —mintió Ankalvynzequirth, y riendo para sus adentros—. Pero aún no me has dicho cómo me ayudarás a salir de aquí.
—Tal vez, del mismo modo cómo entraste —improvisó ella.
—¿Acaso sabes por dónde entré?
—No exactamente. Aunque puedo imaginar que fue por una entrada mucho más grande que las actuales.
—Sí, no te equivocas, mujer. Pero esa entrada fue sepultada tiempo atrás. Daba al acantilado.
—Los enanos atesoraban hasta hace poco un pico mágico capaz de perforar túneles con tremenda facilidad. Si les prometes devolverles su hogar y no atormentarles nunca más, ellos reabrirán esa abertura para que puedas salir. El problema es que el pico se ha extraviado. Quizá tú llegaste a verlo.
—Tienes razón. Los enanos son hábiles y minuciosos haciendo sus túneles. Pero del pico mágico nada sé. Algunos enanos pretendieron atacarme con sus martillos, hachas y picos. Tal vez me comiera enano y pico.
—Reza para que no sea así, Ankalvynzequirth, pues en ese caso nada podré hacer por ti.

23. La bardo y el dragón

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El dragón estaba tranquilo en ese aspecto, pues a pesar de sus palabras, estaba completamente seguro de que no se había cruzado con el Pico de Haîkkan. Recordaba los fuertes golpes de aquel poderoso pico sobre sus escamas cuando aún estaba sepultado. Entonces percibió su magia. Si en la refriega con los enanos él se hubiera topado con El Pico, lo habría sabido con sólo mirarlo, y lo hubiera agregado a su preciado tesoro. La energía mágica era para el dragón algo visible, una esencia casi palpable. Por eso no acababa de confiar en aquella humana, pues en ella había un poder oculto a los ojos de los mortales, pero no a los suyos; una magia especial que no era capaz de determinar. Pero la idea de la libertad le entusiasmaba mucho más de lo que le había dado a entender a aquella humana, y sabía perfectamente que arañando con sus garras sólo conseguiría derrumbes incontrolados.
—Debo encontrar ese pico —le dijo ella—. Si el pico mágico no lo tienen los enanos que consiguieron escapar, entonces debe de estar aquí dentro. Debo ir a buscarlo.

Pero cuando Avanney ya tanteaba el terreno para averiguar donde podría encontrarse El Pico, Ankalvynzequirth la detuvo.

—¡No tan deprisa, humana! ¡Quiero cumplir mi primera parte del trato! Dejaré ir a los enanos que todavía restan con vida como señal de buena voluntad…

23. La bardo y el dragón

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La bardo dudó unos instantes. Era evidente que no esperaba aquella reacción del dragón y estuvo unos instantes reflexionando aquella propuesta. Al final accedió.

—Está bien. ¿Tengo tu palabra de que no sufrirán daño?
—La tienes…
El dragón se apartó de aquella abertura, que representaba el último obstáculo de los cautivos para escapar de la guarida del dragón. Muchos de estos enanos se habían acercado ya a aquella sala, pues estaban intrigados después de oír una voz de mujer humana adentrarse en sus cavernas y desafiando tan abiertamente al dragón. Fueron pocos los que osaron asomarse y presenciar la increíble escena que se estaba dando, pero a oídos de todos había llegado el transcurso de aquella conversación. Por ello, no tuvieron que ir a buscarlos ni explicarles el asunto. Los más valientes —o los más ingenuos, según se mire— se aventuraron a salir de sus estrechos agujeros, y manteniendo la máxima distancia posible de Ankalvynzequirth fueron desfilando, cautos y temerosos en dirección al túnel de salida. Su aspecto era famélico y debilitado. Avanney imaginó que habían estado racionando severamente las reservas cárnicas almacenadas en las despensas que tendrían a su alcance, y que habrían basado su alimentación en los hongos y otras plantas que crecen en la oscuridad de las cavernas. Una dieta cruel para aquellos enanos tan acostumbrados hasta entonces a la opulencia de la carne de ganado y la cerveza de los hombres.

23. La bardo y el dragón

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Todo parecía ir bien hasta que Ankalvynzequirth se interpuso en un veloz movimiento, de nuevo entre los enanos y la salida. Con su cola barrió a todos ellos y los cercó evitando que se escaparan de su mortal abrazo.

—¡Me has dado tu palabra! —gritó ella.
El dragón rió fuertemente.
—¡Y la tienes, humana! —respondió—. Ninguno ha muerto por el momento, y ninguno morirá a menos que intente escapar.
—¡El trato era dejarlos en libertad! —protestó Avanney.
—¡Y lo cumpliré! —dijo—. ¡Cuando tú cumplas tu parte! Mi palabra es sagrada y tú lo sabes —le dijo con malicia—, pero no puedo decir lo mismo de la tuya. Nada me avala tu confianza, salvo estos infelices. Intenta engañarme y todos ellos morirán por tu culpa.
—Está bien —dijo ella resignada. La situación había cambiado totalmente, mas pensó que todavía podía sacar partido de aquella charla—. Pero antes debo preguntarte acerca de un asunto —le dijo al fin.
—¿Preguntarme? ¿Acerca de qué?
—Acerca de La Hermandad del Caos, Ankalvynzequirth. Necesito saber dónde se encuentra.
—¿Y por qué debería decírtelo?
—Porque de esa información puede depender que te ayude a salir, y porque nada te une a ellos que te impida revelar su posición.
—Este trato se está ampliando demasiado, mujer.
—¿Y por qué no hacerlo? Yo sólo te pido información. Eso no tiene ningún coste para ti.
—Ellos me ayudaron a venir aquí. Y han hecho lo posible por liberarme. ¿Por qué debo fiarme de ti más que de ellos?
—Sé que en la antigüedad estuviste bajo sus órdenes, pero…
—¿Bajo sus órdenes? ¡Nunca! ¡A nadie obedezco, miserable humana, porque nadie es capaz de someterme!
—¿Entonces por qué protegerlos ahora?
—¿Protegerlos? ¡Jamás! ¿Pero por qué crees, tú que tanto sabes, que han intentado liberarme?
—Porque ellos confían en que volverás a sembrar el terror sobre la humanidad, y eso beneficia a su causa. Y liberándote se creerán a salvo de tu poder. Tal vez les prometieras en un pasado que jamás les procurarías daño alguno, porque si no es así, entonces éste asunto escapa a mi comprensión.
—Sabias son tus palabras, mujer —le dijo Ankalvynzequirth. Nunca imaginó que disfrutaría tanto conversando con un ser humano. Podían ser tan estúpidos a veces…
—Pero hay algo que quisiera saber, Ankalvynzequirth. Si ellos intentaran destruirte, ¿romperías tu promesa o te limitarías a huir?

23. La bardo y el dragón

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El enorme dragón empezó a reír como nunca lo había hecho. El planteamiento de la pregunta era del todo ilógico para él, empezando por el hecho de que él, ni cumplía promesas, ni tampoco las había siquiera establecido como imaginaba su infeliz compañera de charla. Pero la mayor de las memeces que había estado suponiendo aquella humana era otra:

—¡Insensata! ¿Cómo osas siquiera imaginar que alguien puede destruirme?
—¿Acaso eres tú mucho más poderoso de lo que lo fue Dernizyvalath?
—¿Qué insinúas? —bramó—. ¿Que Dernizyvalath ha muerto?
—No lo insinúo. Lo afirmo. Y tengo pruebas fehacientes de ello.
—¡Mientes! —gritó colérico el dragón—. ¡Y morirás por ello!
—¡Fíjate bien en mis espadas, Ankalvynzequirth el Rojo, porque en ellas está grabada la leyenda de la muerte de Dernizyvalath! Una leyenda que pocos saben, porque pocos son los que creen que algún día existieran bestias tan poderosas como los dragones en estos reinos. Y tal circunstancia sólo puede ser concebida porque hace muchos siglos que ningún dragón ha aparecido por el mundo de los hombres —Hizo una breve pausa sin apartar la mirada de su majestuoso interlocutor y luego prosiguió con la misma voz firme a la vez que tranquila—: Tú estabas aquí sepultado, y Dernizyvalath fue abatido. Tú mismo lo has dicho antes: La memoria de los hombres es corta. Pero los subestimas si crees que es tan paupérrima como para olvidar a un Dernizyvalath que todavía hoy pudiera rondar por estos parajes.

23. La bardo y el dragón

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El dragón acercó su rostro hasta las espadas clavadas en la arena del suelo, aunque no tuvo que hacerlo demasiado, pues su visión era tan aguda que pudo ver con detalle los grabados de las espadas que aquella humana tan hábilmente había orientado, y los entendió a la perfección. Narraban la muerte de un colosal dragón.

—¡Ningún grabado demuestra nada, humana! ¡Ninguna espada puede atravesar el cráneo de un dragón!
—¡Ninguna que tú conozcas!

Entonces el dragón entendió que si aquella historia era cierta, aquella espada debía de ser mágica. Y muy poderosa.

—¿Puede haber alguien en este infeliz mundo con tanto poder como para crear un arma como ésa? —preguntó colérica la enorme bestia.
—No creo que la respuesta sea tan difícil de imaginar, gran dragón —repuso Avanney. La bardo detectó cierta incredulidad, en vista de lo cual, echó mano de su cuerno de batalla y lo arrojó más allá de Las Dos Hermanas de Hyragmathar—. He aquí la prueba definitiva de que mis palabras son ciertas, Ankalvynzequirth el Rojo. Escenas similares de lo ocurrido tiempo atrás se relatan también aquí, pero que sin duda poco valor tendrán para ti comparado con la materia utilizada para labrar tan maravilloso cuerno.

23. La bardo y el dragón

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El dragón se quedó estupefacto al reconocer de pronto que aquel cuerno de batalla no era sino un diente de dragón. Un diente que él sabía que sólo podía pertenecer a Dernizyvalath. Estuvo unos momentos meditando y al final dijo:

—La Hermandad del Caos estuvo antaño ubicada en el Pantano de la Bruma. Es cuanto puedo decirte. Si han cambiado de lugar, yo no lo sé. Pero ni con un ejército podríais derrotarles, pues los caminos pantanosos que hasta allí llevan son tortuosos e impracticables y una vez en sus dominios seríais pasto de las miles de criaturas que tienen a su servicio. Si conservan la mitad de las fuerzas que recuerdo, los humanos no tenéis ninguna posibilidad de alzaros contra ellos en su propia morada.
—Es cuanto necesitaba saber, Ankalvynzequirth. El Pantano de la Bruma es ahora conocido como el Pantano Oscuro, y eso explica la cantidad de criaturas malignas que rondan aquellos parajes. Sólo espero que cumplas tu parte del trato y no procures ningún daño a hombres o enanos.
—Por supuesto —dijo éste con sorna, dirigiendo su terrible mirada ambarina hacia los enanos que tenía bajo cautiverio—, cuando cumplas tu parte.
—Así se hará —convino ella, recogiendo tranquilamente sus cosas—. Ahora debo, pues, encontrar el Pico de Haîkkan —dijo, dirigiéndose hacia los túneles más estrechos, donde el dragón no podía pasar.

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Mientras se alejaba, meditó sobre aquel fascinante encuentro. Los enanos retenidos bajo las fauces de Ankalvynzequirth no estaban en sus planes iniciales, pero pensó que a fin de cuentas había logrado su objetivo. Había hablado con un dragón milenario y había sobrevivido. Y le había sonsacado información de un interés gigantesco para ella. Ya fuera del alcance visual del dragón, Avanney sacó de un bolsillo una bola de granito verde tan redonda y perfectamente pulida, que parecía del todo imposible que ningún ser de este mundo la hubiera podido crear. Si había salido indemne de aquel encuentro, razonó, se debía claramente a la influencia de La Esfera del Conocimiento. ¿Quién si no hubiera conseguido tanto de un dragón?

23. La bardo y el dragón

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal