La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

24
El final de la partida

Ya desde la lejanía Endegal pudo adivinar que no se encontraría la misma Vúldenhard que dejó junto con Avanney hacía ahora tanto tiempo. Los alrededores presentaban los claros síntomas de asedio y batalla, y las murallas de la ciudadela ya no resultaban tan imponentes como antaño, sino que aparecían ahora claramente derrumbadas por al menos dos lugares, incluido el portón de entrada. Incluso Drónegar, que no era ningún experto militar, supo discernir perfectamente cuál había sido el desenlace.

—¡Vúldenhard ha caído! —exclamó.

Endegal asintió levemente con la cabeza, corroborando las palabras del antiguo criado del Rey, mas una expresión que distaba mucho de mostrar conformidad.

—Confiemos en que tu rey no haya abandonado la ciudad —le dijo.
—No lo creo, señor Endegal. No más de tres días llevará Vúldenhard bajo mando Tharleriano y puede que Emerthed estime oportuno establecerse aquí o, como mínimo, volver a Tharlagord con la certeza de que el gobierno de esta ciudadela está perfectamente establecido, y según tengo entendido otorgará ese honor a mi Señor Vallathir.

Endegal le lanzó una mirada amenazadora.

—¿A tu señor Vallathir? ¿Al mismo a quien pretendías que le entregase a La Purificadora de Almas?

24. El final de la partida

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

Drónegar bajó la mirada y admitió con cierta vergüenza:
—Así es —le dijo—. Pero mi Señor Vallathir debe tener un plan oculto. Debe estar evaluando la situación para encontrar el momento oportuno.
—¿Evaluando? —dijo Endegal con desprecio—. ¿Y espera a arrasar Vúldenhard para encontrar una oportunidad? Yo más bien diría que está bajo las órdenes del tirano y que merece sin duda correr su misma suerte.

Una vez en las puertas de la ciudad, nadie osó interponerse en su camino, pues había gente que la abandonaba, familias enteras que preferían forjarse un nuevo destino fuera del alcance del mando Tharleriano. Por lo común, a nadie se le impedía abandonar Vúldenhard, puesto que cuantos menos ciudadanos quedaran en el interior, habría más botín a repartir y menos bocas miserables que alimentar. No obstante a los exiliados se les sometía a un duro registro.
—¡Venga, perros fedenarios! —gritaba uno de los guardias a una familia—. ¡Vaciad vuestros bolsillos u os arrancaré yo mismo vuestras ropas!
El padre de familia se adelantó y le ofreció una bolsa de monedas.
—¡Es cuanto tenemos! —le dijo.
El guardia examinó la bolsa y aceptó el tributo, mas no pareció serle suficiente.
—¡Enseñadme qué tenéis en ese saco!
—Oh, señor, son mudas de vestir, algunas sábanas y unos pocos cacharros.
—¡Enseñádmelo he dicho! —ordenó desenvainando su espada.

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El padre de familia abrió con cuidado aquel saco, que no era más que una manta que tanto les había costado de cerrar y expusieron su pobre mercancía. El guardia pudo descubrir que, efectivamente, todo lo que llevaban carecía de valor alguno.
—¡Está, bien! —convino—. ¡Marchaos de aquí!

Pero cuando se apresuró aquel hombre a volver a empaquetar todo aquello, el guardia le empujó con el pie hasta hacerlo caer por los suelos. El soldado y un compañero suyo que no estaba lejos y que había presenciado la escena rompieron a carcajadas. Drónegar se apresuró a desmontar y ver en qué estado se encontraba aquel pobre hombre.

—¿Está usted bien, señor? —le preguntó en voz baja mientras se agachaba. El hombre levantó su mirada y asintió con resignación—. Tome esto —le dijo, colocándole un par de monedas de plata en la mano, asegurándose de que ningún guardia se percatara del gesto.
El hombre sonrió levemente, aun con desconfianza en su rostro, y guardó con celo aquel inesperado regalo.

El guardia que le había propinado la patada dejó de reír y olvidándose del hombre y su familia centró sus sentidos en Drónegar y Endegal.

—¿Y vosotros, asquerosos fedenarios, acaso habéis cambiado de idea? ¿Volvéis a nuestra ciudad? —dijo con recelo, pues las vestiduras de Endegal le resultaron bastante extrañas, y más extraño era que fueran sin equipaje y montados a caballo.
—Os equivocáis de medio a medio, señor —dijo Drónegar con una reverencia—. Somos Endegal y Drónegar, tharlerianos de nacimiento y sangre, y venimos desde Tharlagord para entrevistarnos con nuestro Rey Emerthed, acerca de un asunto de suma importancia.
—¿Qué asunto exactamente?
—Es un secreto de estado, señor. Sólo se nos permite hablarlo con Emerthed nuestro Rey, o Vallathir, el Paladín Real. Ya sabéis cuál es la pena por interrumpir la labor de un emisario real —añadió mordazmente.
—Está bien —accedió—. Os llevaré ante ellos —dijo con la esperanza de que quizá su rey le compensara por ello.

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Por el camino, mientras cabalgaban hacia la casa del gobernador, pudieron observar el estado de las calles de Vúldenhard. Como Drónegar había dicho, no parecía que el ejército de Tharler hubiera tenido el tiempo suficiente para establecer un control absoluto sobre la ciudad. El desorden se respiraba en el ambiente, los ladrones y desaprensivos practicaban el pillaje, saqueaban casas enteras y los soldados tampoco desaprovechaban la ocasión de enriquecerse a costa de los maltratados ciudadanos. Montones de arena y serrín cubrían parcialmente los restos de sangre de la más que probable matanza que había acaecido días atrás. De hecho, el olor a muerte y cenizas todavía se dejaba percibir en algunos callejones.

Cuando llegaron a su destino, dejaron sus caballos y subieron las escaleras. Cinco guardias custodiaban la puerta, y dos de ellos cruzaron sus alabardas.
—Traigo a unos emisarios de Tharlagord que desean informar a nuestro Rey —dijo el soldado.

Los guardias les escrutaron con la mirada, y uno de ellos que parecía estar al cargo, le dijo a aquél:
—Está bien, soldado. Ya nos encargaremos nosotros de los emisarios. Vuelve a tus asuntos.
El soldado no pareció estar de acuerdo, pero se fue sin rechistar.

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El cabecilla de los guardias se dirigió al semielfo y a Drónegar.
—Depositad vuestras armas.
—Vamos desarmados, señor —aclaró Drónegar palpándose los ropajes.
El cabecilla hizo una seña para que dos de sus guardias comprobasen la veracidad de aquella afirmación. Mientras realizaban esta tares, Drónegar les explicó:
—Hemos dejado nuestras armas en las monturas, pues imaginábamos que nos haríais esa recomendación. Somos emisarios y conocemos las normas.

El jefe de los guardias frunció el entrecejo, como desconfiado. Sus sospechas parecieron aflorar cuando el guardia que cacheaba a Endegal dijo:
—¿Y esto qué es?

Apartaba con la mano el manto de Endegal y enseñaba la vaina mágica de La Purificadora de Almas y aunque para el soldado no era más que un objeto redondo plateado, precisamente por estar conformado de tal bello material le pareció una propiedad de demasiado valor para un simple emisario. Alargó la mano hacia la vaina, y Drónegar tragó saliva nerviosamente, pero el guardia no llegó a alcanzarla. La mano firme de Endegal le agarraba la muñeca y le contestó, fulminándole con la mirada:
—Un recuerdo de familia —le desafió.

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Eran las primeras palabras del medio elfo en mucho tiempo. No había abierto la boca desde antes de entrar a Vúldenhard, pues a cada momento que pasaba sus pensamientos se centraban más y más en el Rey Emerthed y sólo pensar en lo cerca que estaba de aquel tirano le albergaba un sentimiento de cólera que le nublaba el pensamiento y que al mismo tiempo le evidenciaba que el destino de La Purificadora pasaba por la muerte del Soberano. No entendía el porqué, quizás fueran las insinuaciones de Avanney tiempo atrás, pero se le antojaba que Emerthed guardaba una estrecha relación con La Hermandad del Caos, aquella a la que había jurado destruir a petición de Aunethar, antiguo portador de La Benefactora. Y sí, a cada paso que daba era como si todas las conjeturas cobraran más fuerza, como si pudiera sentir la presencia de Emerthed, viéndolo culpable en última instancia de la muerte de la persona que él más había querido en el mundo: su madre.

El soldado desistió en su empeño cuando su superior le dio a entender con un gesto que no había razón para empezar una pelea, y menos con unos emisarios que querían ver al Rey en persona.

—Acompañadme —les dijo mientras entraban en un largo pasillo—. Os anunciaré primero, pues es probable que Nuestro Rey se encuentre ocupado en estos momentos.
—Os rogamos que nos llevéis hasta Vallathir, señor —pidió Drónegar esperando encontrarse con el paladín antes que con el Rey—, pues traigo noticias para el Paladín del Reino así como para Nuestro Rey.
—¡No! —espetó Endegal de pronto—. Llévanos ante Emerthed primero.
—Esperad aquí —les dijo el guardia receloso—. Tomad asiento mientras veo quien pueda atenderos.

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Endegal hizo un amago de desobedecer aquella orden. Al fin y al cabo se veía perfectamente capaz de llegar hasta Emerthed, abriéndose paso a través de los guardias que pudieran estar tras aquellas puertas. Se veía muy capaz de ello; estaba pletórico de fuerzas y sentía que Emerthed estaba tan cerca que podía oler su maldad. Pero Drónegar lo frenó.
—Esperemos, señor Endegal —le dijo—. Por favor.
Tras breves instantes de tensa espera, Endegal escuchó un alarido agónico, lejano y ahogado por el efecto de la distancia y los muros. El semielfo se levantó sobresaltado y echó mano instintivamente de La Purificadora, aunque no llegó a desenvainarla.
—¿Qué ocurre? —preguntó Drónegar.
—¿No lo oyes? —al ver la negativa de su compañero, añadió—. Están torturando a alguien aquí dentro.
—¿Torturando?
El medio elfo agudizo sus sentidos. Cerró los ojos y luego cabeceó amargamente.
—Ya han acabado con él —dijo conteniendo su ira—. Lo han asesinado sin piedad.
—¿Cómo podéis saberlo?
Endegal no respondió. En su lugar se abrieron las puertas de doble hoja del otro extremo de aquel inmenso recibidor. Un soldado arrastraba una manta que contenía un bulto inerte. Cuando se dio media vuelta para bajar las escaleras que daban a un más que probable sótano, Drónegar vio que asomaba de entre aquellos pliegues una mano ensangrentada, lo que le provocó un nudo en el estómago con solo pensar en la crueldad de quien hubiera infligido o permitido tal castigo.

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—Vuestro turno, emisarios —dijo una voz provinente del umbral de aquellas puertas. Se trataba del oficial que hasta allí les había guiado.
Endegal marchó con decisión hacia la sala, Drónegar, sin embargo, avanzaba con nerviosismo, ocultándose tras la figura del medio elfo.
La sala era espaciosa y se mantenía en buen estado. Al parecer, los antiguos dirigentes de Vúldenhard habían desistido de atrincherarse en aquel edificio una vez que las tropas de Tharler hubieron superado la muralla. Se hubiera dicho que la estancia estaba impecable, de no ser por algunas manchas de sangre reciente que se arrastraban desde la puerta hasta Emerthed.
Las puertas se cerraron tras ellos, quedándose dos soldados guardándolas con sus alabardas.
Se encontraron primero a cuatro soldados de la guardia real, a quienes sobrepasaron. El Rey de Tharler se hallaba al fondo de la habitación, de pie, mientras limpiaba con un paño su preciado guantelete de mitrhil. Cuando acabó, tiró el paño que había alcanzado tintes carmesí sobre la mesa que tenía a su derecha. Fue lo que más les llamó la atención al entrar; el guantelete del rey.

—¿Qué nuevas traéis de Tharlagord, emisarios? —les preguntó.

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A su izquierda estaba Vallathir, observándoles detenidamente, pero sólo Drónegar pareció percatarse de la presencia de su Señor, pues Endegal había clavado su mirada en Emerthed, y para él, no había nadie más en aquella sala.

—Vuestro hijo Demerthed se felicita por vuestra victoria, Majestad —balbuceó Drónegar.
—¿Demerthed? —exclamó el Rey—. ¿Sabe ya de nuestra victoria? Muy rápidos son vuestros caballos.
—No exactamente, mi Señor —se excusó rápidamente Drónegar—. El príncipe sabía que vuestra campaña tendría un éxito inmediato, y aún cuando salimos de Tharlagord nos dijo que felicitáramos al Rey y a su Paladín, porque sin duda ya habríais vencido cuando llegáramos hasta vos. Y veo que así ha sido.
—Extraña conducta la de mi servicial hijo —dijo Emerthed—. No sabía que poseyera el don de la premonición.
—Oh no, mi poderoso Señor. Se diría que Demerthed posee el don de quien confía en lo inevitable.

Emerthed rió profundamente, tanto, que aquellas carcajadas le parecieron demasiado forzadas a Drónegar.
—Tienes en eso razón, mi siervo Drónegar. Sin embargo, todavía no me habéis dicho el motivo real de vuestra inesperada visita. Según me han informado, tenéis una información de sumo interés. Las palabras que han llegado a mis oídos has sido “secreto de estado”, concretamente. Decidme, pues... —dijo ahora clavando su mirada al semielfo—. ¿De qué se trata?

24. El final de la partida

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Drónegar tragó saliva, pues no le quedaban argumentos para alargar mucho más aquella conversación y posó sus ojos en Endegal, a quien el Rey estaba deseoso de oír. No podía sino acongojarse ante lo que estaba a punto de ocurrir. En el fondo de su corazón todavía amaba a su rey, no por lo que era, sino por lo que había sido. Hasta ese día le había sido leal o, por lo menos, esa era la imagen que había dado en los últimos años y ahora esas apariencias pronto caerían por su propio peso. Si la misión fallaba, no quería ni imaginar cuál sería su destino, el de su mujer Dorianne y el de su hijo Téanor. ¿Acaso esperaba que en la remota posibilidad de que Emerthed cayera bajo la espada de Endegal las represalias del príncipe hacia él y su familia serían menores? Temblaba sólo con imaginarlo, pues la suerte estaba echada. Sólo le quedaba rezar a Arkalath para que todo fuera bien y que Vallathir estuviera de su parte.

—¡Basta de cháchara! —estalló Endegal—. ¡Llegó la hora de purificar tu alma, Emerthed el Tirano!

Y en un abrir y cerrar de ojos apareció en sus manos La Purificadora de Almas. Como si aquello hubiera accionado un resorte, los cuatro soldados de la guardia real reaccionaron y se abalanzaron por detrás hacia Endegal, pero éste, sin esfuerzo aparente, realizó una serie de movimientos precisos a la vez que mortales que cercenaron brazos, piernas y cabezas por doquier, no dejando a ninguno con vida. Cuando los dos alabarderos de la puerta entraron a ver qué ocurría, Endegal ya estaba listo para darles una muerte igual de rápida para evitar que llamasen al resto de soldados y tenerse que enfrentar a todo un ejército. El semielfo se asomó al pasillo exterior para comprobar que nadie se había percatado de lo ocurrido y cerró las puertas tan rápido como pudo. Se encaró entonces hacia Emerthed, pero se interpuso en su camino raudo el paladín, que ya había recorrido gran parte del camino y se disponía a dar muerte a aquel individuo.
—¡No! —chilló Drónegar—. ¡No matéis a Vallathir!

24. El final de la partida

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Quizás fue aquella súplica desesperada lo que frenó la mano del colérico Endegal, quien descargó su furia contra la espada de Vallathir más que con el propietario de ésta. El paladín fue empujado por el brutal embiste de La Purificadora y cayó al suelo aturdido.
—¡Mi Señor! —exclamó alarmado Drónegar.

Ahora nada le separaba de él; Endegal tenía por fin a Emerthed donde quería. El Rey esbozó una sonrisa malévola y desenfundó lentamente su espada, saboreando el largo roce con la vaina sabiendo que aquél iba a ser un rival con el que podría emplearse a fondo. Esperaba que, al menos, le durase un poco más que el engreído de Gareyter.
—¿Cuál es tu nombre, tú, que te sirves de mi criado Drónegar para llegar hasta mí? Dímelo y te lo grabaré en el cráneo si consigues que te mate sin destrozártelo.
—Mi nombre, tirano, es Endegal, hijo de Galendel. Endegal el ligero. Endegal el Purificador. Puedes elegir el nombre de quien va a darte muerte, porque juro que no vas a salir de esta sala con vida.
—Elijo entonces Endegal el Gusano, el Insensato, el Bravucón y el Muerto. ¿Acaso crees, miserable insecto, que tienes una mínima posibilidad de matarme?
El semielfo no respondió inmediatamente, esperó unos instantes mientras sus ojos esmeralda escrutaban con firmeza a su adversario. No se trataba de un estudio detallado del rival, ni una ponderación de su destreza; aquel escrutinio iba más allá de la persona física. Volvieron los recuerdos y las sensaciones, y aquella necesidad imperante que La Purificadora alimentaba para acabar con la existencia del monarca. Irremediablemente, la herida del antebrazo quemó desde muy adentro, lo que avivó en él una cólera irremediable.

24. El final de la partida

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—Rey Emerthed... Tú has sido el causante de todos los males de este reino. Tú nos has llevado a la guerra, al sufrimiento de nuestra gente. Tú nos alimentaste de odio contra Fedenord, tú nos hiciste rencorosos hacia nuestros semejantes. Tú eres el responsable último de todas las muertes ocurridas en los últimos años. También de la de mi madre.

Emerthed rompió a carcajadas.
—¿Eres tharleriano, entonces, Endegal el Traidor? Así que se trata de eso, ¿no es así? —dijo—. Osas desafiarme sólo porque tu madre ha muerto en una refriega. Insensato. Hubieras preferido que tu madre viviera a cambio de que nuestro amado reino estuviera en manos de la chusma fedenaria. Admiro tu valor, Endegal el Miserable, aunque no por eso pienses que tendré piedad contigo.
—¡No espero piedad! ¡Espero tu muerte!
—En ese caso, ven a buscarla.

Endegal avanzó los cuatro pasos que le separaban del Rey y atacó con la fuerza y la convicción de quien piensa partir en dos a su adversario, mas Emerthed interpuso su espada, deteniendo la mortal trayectoria de La Purificadora. Las espadas permanecieron cruzadas breves instantes, suficiente tiempo durante el cual ambos contendientes parecieron sorprendidos por el poder de su adversario; Emerthed se resintió más de lo esperado de aquel choque, y Endegal se sorprendió al comprobar que la espada de su adversario no se había quebrado ni tampoco éste cayó por la fuerza del golpe. Las espadas volvieron a tañer buscando hollar en las carnes del enemigo, pero tanto el uno como el otro demostraban ser diestros en su arte, y no dejaron espacios en sus defensas.
Tras un par de estocadas y fintas las espadas volvieron a cruzarse y ambos contendientes se atravesaron mutuamente con la mirada. Emerthed se fijó entonces en la superficie cromada de La Purificadora y pareció sentir la luz blanca y pura que manaba de ella. Endegal, por su parte, no pudo dejar de mirar el guantelete que manejaba la espada del Rey y entendió de pronto todas las palabras de Avanney acerca del poder del monarca y de las leyendas que circulaban más allá de Tharler, así como comprendió perfectamente el relato de aquel que hasta allí le había guiado, aquel siervo llamado Drónegar, de cómo había cambiado el Rey desde el día que se hubo enfundado aquel guantelete. Sentía su maldad con tanta intensidad que le pareció que podía cortarse con una daga, o mejor dicho, con el filo de La Purificadora.
Por unos instantes le atrapó el fulgor sangriento del rubí engastado en el guantelete, y Emerthed empujó con tan brutal empeño que lanzó al semielfo varios pasos atrás. Endegal trastabilló, pero no llegó a caer. Logró apoyarse en una robusta mesa, a la que pronto se subió de un salto para esquivar la próxima embestida del Rey. Con un segundo salto logró evadirse del segundo espadazo del monarca, que esta vez impactó sobre la mesa para hacerla añicos. Endegal rodó por el suelo hasta ponerse a salvo, y con una rodilla todavía en el suelo musitó:
—Ligero como la brisa...

24. El final de la partida

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La capa de su manto mágico ondeó levemente, y el semielfo notó pronto los efectos del hechizo, rebajando su peso corporal en buena medida.
Aferró con fuerza la empuñadura de La Purificadora y corrió directo hacia Emerthed con la convicción de que tenía que zanjar el asunto cuanto antes. El Rey, sin embargo le esperó con su espada preparada, listo para ensartarle y cuando tuvo cerca al medio elfo lanzó un golpe directo. Pero Endegal saltó justo antes de llegar a su radio de alcance y, esta vez, su salto antinatural alentado por su manto del viento le elevó sin dificultad por encima de su adversario, esquivando su mortal ataque. El semielfo aterrizó justo detrás de Emerthed y realizó un giro que describió un amplio arco con La Purificadora de Almas que llegó a alcanzar la espalda de Emerthed. Por suerte para el rey centenario, éste consiguió moverse lo suficientemente rápido como para que el golpe de Endegal pasara de provocar una herida mortal a ser un rasguño de cierta importancia; la capa y la sobrevesta del Rey quedaron feamente rasgadas. Emerthed se las arrancó para que no estorbara sus movimientos. Al hacerlo, quedó visible en la coraza un corte que hacía dudar si llegó la espada a tocar la piel del Monarca.
En cualquier caso había sido un golpe satisfactorio, pensó el semielfo, pues la propia armadura del Rey le procuraría daños suficientes debido a los roces continuados del acero astillado. No obstante, Emerthed pareció ignorar por completo dolor alguno y siguió atacando a Endegal con más agresividad si cabe de cómo lo había hecho hasta entonces, sin tregua alguna, y en uno de aquellos lances le propinó un puñetazo en el rostro que, aun habiéndolo hecho con la mano enguantada —que no con el guantelete, para suerte del medio elfo— le hizo rodar por los suelos y la Espada Benefactora cayó también de las manos de su dueño. Apenas tuvo el semielfo el tiempo justo de alcanzar su arma y apartarse a un lado para librarse del poderoso mandoble que el Rey de Tharler descargó y que, por fortuna, no encontró las carnes de su adversario sino las duras baldosas de mármol que se quebraron por el tremendo golpe. Ya rsultaba evidente que el propio guantelete no solo confería fuerza a su portador, sino también a la espada que empuñaba.
Con los reflejos de un felino, Endegal se levantó rápido y consiguió conectar un durísimo espadazo contra la guarnición del arma del Rey, haciéndola volar por los aires una distancia más que considerable. Emerthed se vio pronto desarmado y con su adversario encima de él descargando ya lo que sería el golpe definitivo. No obstante, reaccionó más rápido de lo que el semielfo esperaba; adelantándose a la acción, detuvo el brazo de su agresor agarrándolo por la muñeca que sujetaba La Purificadora de Almas.
Endegal se resintió de inmediato. La presión que el guantelete del Monarca ejercía en su presa era descomunal, ya no impropia de la supuesta edad del Rey, sino inconcebible en cualquier ser humano. Emerthed apenas inclinó la mano para que el medio elfo se viera obligado a hincar su rodilla en el suelo ante la dolorosa amenaza de romperle el antebrazo como si fuera de cristal barato.
—Miserable... —le dijo el Rey mientras aumentaba la presión.
Endegal notaba a La Purificadora bullir, pero su dolor era tan inmenso que perdió el control. No era su voluntad soltar La Espada Benefactora, pero la agonía le impedía pensar y los músculos de la mano dejaron de obedecerle. La espada cayó, tan aplomada como siempre lo hacía debido a su enorme peso.
Emerthed obligó al medio elfo acercársele un poco más para propinarle un puñetazo en el estómago que lo alzó en el aire varios metros. Todavía estaba bajo el influjo de su manto mágico, lo que le permitió resistir el durísimo golpe volando como una pluma y caer del mismo modo. De no haber sido así, probablemente habría muerto. Lo próximo que hizo el Rey fue fijar su mirada en el arma que tan cerca había estado de acabar con su vida, consciente de que el poder que atesoraba su rival residía en ella en gran medida. Se acercó a ella y sonrió.
—Será un final hermoso para ti, infeliz traidor —le dijo—. Morirás bajo tu propia hoja.
Y se agachó para cogerla.

24. El final de la partida

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Endegal, desde el suelo, aturdido por el impacto y con la respiración cortada, no pudo creer lo que vio a continuación. El guantelete de Emerthed se cerró sobre la empuñadura de La Purificadora y al tirar de ella logró levantarla sin dificultad aparente.
—¡No puede ser! —alcanzó a exclamar el medio elfo en un ahogado quejido.
Emerthed la levantó hasta llevársela a sus ojos y se vio reflejado en ella. Frunció el ceño, como extrañándose por algo, y luego posó su mirada en el semielfo que intentaba levantarse con ciertas dificultades. Seguidamente volvió a verse reflejado sobre la hoja cromada de La Purificadora y rió.
—¡Un juguete interesante! —dijo mientras se dirigía a uno de los anchos pilares, del que sólo le separaban apenas cuatro pasos.
Blandió a la Purificadora hacia atrás, amarrándola con ambas manos y descargó un colosal mandoble contra la piedra del pilar. Una nube de polvo y cascotes de diversos tamaños salieron despedidos en dirección a Endegal, pero ninguno de ellos le ocasionó daño similar al que sufría su ánimo, pues nada podía dolerle más que ver a La Purificadora de Almas mancillada por las sucias y viles manos de aquel tirano, la fuerza del cual le permitía manejarla a su antojo. Tras observar el tajo producido por el mandoble, el semielfo estaba seguro de que si hubiera tenido un diámetro de dimensiones comparables a la de su espada, Emerthed lo hubiera partido en dos con la facilidad con que se rebana una hogaza de pan.
Emerthed inspeccionó el arma y verificó que no había sufrido ni un rasguño, pero una especie de humo oscuro empezaba a emanar de ella. Sonrió. Se acercó lentamente hacia Endegal con actitud fríamente amenazante, mientras aquél intentaba mantenerse en pie, todavía magullado y algo desorientado. Además del estómago, todavía le dolían las heridas del rostro, pues el impacto del puño del Rey había sido como caer de cabeza desde un árbol. Pero mayor era el dolor en su antebrazo; apenas sentía la mano derecha, y por el contrario, la herida que no cicatrizaba le quemaba por dentro como jamás lo había hecho. Endegal la apretaba con fuerza con la otra mano al igual como apretaba los dientes, como si así consiguiera mitigar su sufrimiento. Pero no cesaba, seguía ahí, y la herida empezó a sangrar por debajo de aquel brazalete de cuero y la mano inerte de Endegal se tiñó de su propia sangre. Sentía la repulsa que La Purificadora sentía por su nuevo portador, sentía la sombra de maldad que manaba del Rey, sentía ahora la muerte de su madre como si la hubieran matado en aquel momento ante sus ojos, sentía el lacerador contacto de Alderinel en su antebrazo... Y no pudo más que gritar.
Aquel grito consiguió aislar su mente por un instante de todos aquellos padecimientos y descubrió que Emerthed estaba ya muy cerca de él, y con La Purificadora de Almas en alto.
Endegal rodó a un lado y esquivó el ataque de milagro, tanto, que el manto del viento sufrió una pequeña rasgadura. Emerthed insistía en sus ataques, pero el hechizo del manto mágico persistía y el instinto de supervivencia del semielfo lograba vencer las acometidas, logrando así evadir continuamente por los pelos mandoble tras mandoble. En un par de ocasiones el mobiliario de la sala fue víctima de la furia del Rey. Endegal se cansaba de tanto correr y huir y tenía la sensación de que en cualquier momento sus músculos no reaccionarían lo suficientemente rápido y que, como Emerthed le había dicho, acabaría muriendo bajo su propia espada. No obstante, el medio elfo se percató finalmente de que cada ataque era más lento e impreciso que el anterior y quiso averiguar el motivo. Era sorprendente, pero le pareció percibir que una neblina se creaba en torno del propio Emerthed y que cada vez era más visible. No, no era una neblina, era humo negro y ahora veía claramente que manaba de La Purificadora o, más concretamente, de su empuñadura. El semblante sudoroso del Rey reflejaba una incomodidad absoluta. Se diría que incluso un dolor agudo.
Quemaba. Aquella maldita espada quemaba ahora como si de lava hirviendo se tratase y en las sienes de Emerthed reverberaba una vibración tan insoportable que no pudo más que arrojarla bien lejos. Se miró la palma del guantelete, no entendiendo cómo había podido traspasar tanto calor a través de él. Contra todo lo esperado, vio que parte del guantelete se había fundido lo suficiente como para dejar la huella imborrable de la empuñadura de aquella espada. Él no podría manejarla, pero mataría en aquel momento al verdadero dueño con sus propias manos.
Endegal, que había seguido con la mirada la trayectoria de La Espada Benefactora, fue tras ella como alma que lleva el diablo, pero alguien a quien tenía olvidado llegó antes que él.
Vallathir no sabía exactamente qué era lo que le impulsaba irremediablemente hasta aquella espada hasta que intentó blandirla. A duras penas conseguía levantar la punta del suelo y ello aplicando todas sus fuerzas en el intento. No podía. Una oleada de energía espiritual le empujó hacia atrás hasta hacerlo caer de espaldas. El impacto de aquella energía lo dejó atónito unos instantes. A su memoria le llegaban ahora pequeños fragmentos que habían sido sepultados de sus recuerdos. Aquel que se le acercaba ahora con aire de preocupación y vociferando “Mi Señor” era un personaje que le resultaba familiar y aquella espada que había intentado coger le hacía sentir dentro de una luz blanca. En su mente resonaba un nombre propio y un deseo: Purificadora de Almas, y que tenía que ser suya.
Endegal dudó un instante al agacharse a coger la espada que Aunethar le había legado. Quiso cogerla con la derecha, pero recordó que no la tenía en condiciones y por eso fue que decidió hacerlo con la izquierda. Pero no llegó a hacerlo, pues se sintió arrastrado violentamente hacia atrás cuando apenas había tocado la empuñadura de La Purificadora; Emerthed le mantenía ahora sujeto por el manto y la patada posterior hizo que el medio elfo volara hasta la pared y se quedase en el suelo boca abajo, respirando a duras penas. Emerthed llegó hasta él, y poniendo su pie entre sus omoplatos fue aumentando la presión.
—Viviste como Endegal el Ligero —le dijo—. Ahora morirás aplastado como Endegal el Gusano.
Endegal apenas podía moverse, sintiendo cómo sus pulmones no podían hincharse lo suficiente para captar el aire vital y sus costillas amenazaban con quebrarse de un momento a otro. Sólo tenía fuerzas para alargar el brazo. Si al menos tuviera La Purificadora en sus manos... Su mano se extendió en dirección a su preciada espada y el deseo de tenerla con él desencadenó una súplica agónica desde lo más profundo de su alma.
Y la espada se movió, primero levemente, en desacompasados impulsos; parecía responder a la llamada de su dueño, y Endegal así lo sintió. Pero un nuevo pisotón descentró la concentración del semielfo y la espada no volvió a moverse.
Fue cuando Endegal se había dado ya por vencido cuando oyó unos sonidos que, en su actual estado, no pudo identificar en primera instancia, pero que precedieron a una clara disminución de la presión de la bota de Emerthed sobre su espalda y luego vio algo caer delante de sus ojos casi nublados. Era redondeado, rodaba grotescamente por el suelo y lo cubría gran cantidad de cabello. Cabello cano y negro al mismo tiempo, manchando de sangre por donde pasaba. Era la cabeza de Emerthed, no cabía la menor duda, y su cuerpo cayó poco después con el sonido metálico de su coraza chocando ruidosamente contra el suelo. Al levantar la vista, Endegal contempló a su salvador, enfundado también en su armadura, espada en mano, con la que acababa de decapitar a Emerthed: Vallathir.

24. El final de la partida

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

—Gracias. Suerte que recobraste a tiempo la cordura —le dijo Endegal, intentando levantarse torpemente.
Él no lo advirtió, pero sí lo hizo Drónegar. Los ojos del paladín estaban tan desorbitados que quizás la afirmación del medio elfo estaba equivocada. A Vallathir, con la espada todavía extendida, sin duda se estaba planteando si matar al medio elfo (cosa que le resultaría enormemente fácil, dadas las circunstancias) no le daría la posibilidad de adueñarse legítimamente de La Purificadora de Almas. Si la Benefactora detectase que su portador estaba muerto muy probablemente elegiría a otro portador, con toda seguridad a aquél que estuviera más capacitado.
—No lo haga, mi señor Vallathir —le suplicó el criado.
Oír a Drónegar le sacó del ensimismamiento. Claro que no lo haría. Si la Purificadora estaba en manos de Endegal era porque aquélla lo consideraba digno. Si lo mataba, él mismo sería indigno de ella.
Enfundó su espada y alargó la mano para ayudar al semielfo a incorporarse y éste aceptó la ayuda no sin recelo, ya que las palabras de Drónegar habían despertado en él cierta inquietud. Vallathir entonces dijo:
—Así parece, Endegal el Ligero. Fue al intentar empuñar a la Benefactora cuando cayó el velo de tinieblas que poco a poco se había apoderado de mi mente. Sin duda fue ella quien me liberó de tal embrujo e, incluso, pude discernir claramente que Emerthed debía morir porque era el Mal quien obraba en su nombre. Es como si, de repente, hubiera obtenido la Visión Verdadera, aquello que tanto he anhelado.
—¿La Visión Verdadera? —preguntó el medio elfo.
—La capacidad de discernir entre el Bien y el Mal, por muy ocultos que estos se hallen.
Endegal asintió con la cabeza. Sabía exactamente de qué le hablaba.
De pronto, un movimiento les alertó a todos. El cuerpo de Emerthed se movía a espasmos. El puño del guantelete golpeaba el suelo con fuerza. La boca del monarca se abría y se cerraba en ahogados gorgoteos.
—¡Arkalath bendito! —exclamó el paladín echando mano a la empuñadura de su espada. Estaba seguro que aquella cabeza cortada hubiera hablado si hubiera tenido unos pulmones que le insuflaran aliento y una tráquea en condiciones.
Mas Endegal no le dejó desenfundar y dijo:
—Guarda tu espada, paladín. El cuerpo y alma de Emerthed no tendrán descanso hasta que sean convenientemente purificados.
Y diciendo esto, recogió la Purificadora de Almas y la clavó en el pecho del rey decapitado. Empezó a emanar un humillo negro que, tras un par de espasmos más, todo se detuvo.
—¿Se acabó? —preguntó Drónegar.
Descargó otro golpe con la Purificadora sobre el guantelete y lo hizo añicos, destrozando también la mano que había dentro y que, apreciaron, apenas tenía ya piel sobre el hueso, como si estuviera momificada.
—Ahora sí —sentenció.

24. El final de la partida

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

El problema entonces era otro. Entre ellos estaba el paladín del reino, quien debía gobernar la ciudad de Vúldenhard a partir de ese momento. Drónegar tenía que llegar a Tharler para liberar a su mujer y convencer a su hijo que abandonase la milicia. Y Endegal tenía un dragón que matar, lejos de allí. Pero estaban en una ciudadela recién conquistada, llena de soldados de Tharler, dentro del edificio consistorial, en la sala de mando junto al rey recién decapitado. No tenían mucho tiempo para pensar.
Se miraron los tres, pero fue Drónegar quien, en su pragmatismo de criado, resumió el asunto perfectamente:
—¿Y ahora, qué?

24. El final de la partida

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
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By Víctor Martínez Martí @endegal