La Purificadora de Almas

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.

20
Alderinel el Oscuro

Avanney y el Solitario cabalgaron juntos hacia las Colinas Rojas al encuentro del dragón llamado Ankalvynzequirth el Rojo, dejando atrás a la Comunidad. Mientras, en Ber’lea se organizó el grupo de elfos encabezado por Endegal para ir en busca de los renegados. Finalmente fueron Hallednel, Telgarien, Fëledar y Ethelnil los que acompañaron al medio elfo. La noche anterior a la partida, Endegal tuvo un extraño sueño. Había soñado que toda la Comunidad de Bernarith’lea andaba en círculos en torno al Arbgalen, apelotonados, y se preguntaban unos a otros por qué hacían ése extraño recorrido. El Arbgalen era todavía más gigantesco, tanto, que darle una vuelta entera se hacía eterno, pero era el Gran Árbol, sin duda. Luego, de repente, hubo un temblor, un terremoto. El Arbgalen iba encogiéndose poco a poco, y llegó a ser tan minúsculo que desapareció de la vista de todos. Como un acto reflejo, los elfos fueron a ver qué había sucedido. En el centro del círculo que habían estado trazando hasta entonces había ahora un pequeño agujero. Pequeño en cuanto a diámetro, pues no parecía tener fondo. Endegal se agachó y miró por el orifico como si mirara por el ojo de una cerradura, y vio una oscuridad inmensa, como si el suelo fuese una mísera capa que ocultara una caverna de dimensiones infinitas. Al fondo, atisbó un pequeño reflejo.
¿El reflejo de Los Cuatro Embeber?, se preguntó, pero de pronto notó que caía hacia las profundidades de la tierra. En su acelerada caída, volvió la vista atrás y vio a otros elfos asomarse al abismo y caer como él. Al momento, ya estaba toda la Comunidad al completo, cayendo irremediablemente al abismo sin fondo. Extrañamente, muchos elfos le adelantaron a él en la caída. Oyó después unas carcajadas malévolas, llenas de odio, que sin duda disfrutaban de la suerte de los elfos. A pesar de caer irremediablemente, los afectados podían dirigir su caída como si nadaran en un estanque. Todos iban hacia el resplandor, pues creían que si llegaban hasta él se salvarían. Endegal también lo hizo, y cuando vio lo que había en realidad al final del trayecto se horrorizó. Era Alderinel, y era enorme. Estaba en las profundidades, con la boca abierta, devorando a todos los que caían. Endegal, como otros muchos que se percataron del peligro, intentaba escapar de la mortal trayectoria, pero nadaban contra corriente. La muerte era ya inevitable, y todos, sin excepción, fueron engullidos por Alderinel. Endegal quedó el último, pero la garganta del renegado le absorbía fatalmente. Mientras caía, la visión de la garganta —más oscura todavía que el abismo— se agrandaba… y le tragaba. Fue en aquel momento cuando despertó, y ya no pudo conciliar el sueño durante el resto de la noche.
—No puedo quitármelo de la cabeza —le dijo Endegal al Visionario, tras comentarle la experiencia—. No sé qué puede significar, pero me parece que es la espada. Desde que llevo conmigo a La Purificadora que tengo percepciones extrañas.
—No cabe duda —le respondió éste, al conocer las inquietudes del medio elfo— de que así es. Esa espada te está guiando hacia tu destino, hacia vuestro destino.
Endegal asintió. Era exactamente lo que sentía, que su vida ahora estaba tan ligada a la voluntad de La Purificadora de Almas que parecía que le guiaba. Sus voluntades estaban ahora fusionadas en una sola. Cuanto más se aproximaban al supuesto punto de encuentro, más le apremiaba la necesidad de atrapar a Alderinel. Era un cabo suelto que debía ser atado cuanto antes.
—Si sigues a tu corazón, te llevará por el buen camino, porque siento que La Purificadora de Almas está en armonía contigo, y eso debe albergarnos esperanzas para el futuro.
Endegal le miró con algo sorprendido.
—Y sin embargo —le reprochó— quisiste destruirla.
—No negaré que preferiría que las cinco almas que permanecen prisioneras en ella fuesen liberadas —reconoció, y sin dejar que el semielfo articulara palabra añadió—: Pero nunca hablé de destruirla.
—Sigues hablando de esas almas como si estuvieran retenidas contra su voluntad. ¿Por qué no crees que son ellas quienes conforman la voluntad de la espada?
Hallednel se mantuvo en silencio unos instantes. Era obvio que ni siquiera él podía estar seguro al respecto.
—Sea como sea —dijo al fin—, no hay duda que la espada sigue el camino de la Justicia Divina.
—¿Por qué estás tan seguro de ello? —le preguntó Endegal.
—Muy sencillo. Dijisteis que Aunethar se ofreció para acompañaros hasta Bernarith’lea e intentar deshacer la maldición de Alderinel. ¿No resulta extraño que así, sin más, decida marchar a través de la Sierpe y acompañar a tres personas que acaba de conocer?
—Tampoco tenía otro sitio donde ir… —argumento el medio elfo.
Hallednel esbozó una leve sonrisa.
—Cuando supo de la maldición, supo que el destino de la espada era eliminarla. Confió en vosotros plenamente y te cedió La Purificadora cuando supo que él no llegaría con vida hasta Ber’lea. La Purificadora te escogió a ti.
Endegal pasó inconscientemente la palma de su mano sobre la vaina mágica, y se sintió afortunado por ser el portador de aquella poderosa arma.

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§

La zona donde esperaban encontrar a los cinco renegados, quienes cruzaban el Bosque del Sol y narraban las extrañas matanzas, hablaban de Grast del Llano, y más concretamente, de la entrada al Cañón del río Curvo. Allí era dónde ya se encontraban, y la ruta convenida atravesaba el cañón de sur a norte. Siendo esta ruta un poco más larga que la que pasaba por Peña Solitaria, la prefirieron porque evitaban la entrada a territorio tharleriano. En realidad nadie planteó nunca esta otra posibilidad, pues la salida que daba a Peña Solitaria era sinónimo de mal augurio y los elfos apostados en aquella entrada al Bosque advirtieron que los tharlerianos la vigilaban constantemente; que controlaban a quienes salieran del Bosque por si fueran de origen fedenario.

Endegal notó que Hallednel había mostrado cierta desenvoltura mientras su ruta se mantenía dentro del Bosque. Donde hay vida, hay un espíritu, recordó el medio elfo de las enseñanzas de Telgarien. Y en verdad así debía ser, porque el Visionario bordeaba con la máxima naturalidad los arbustos y plantas que le salían al paso, y era un excelente trepador de árboles. Sin embargo, una vez fuera del Bosque, donde la vegetación empezaba a escasear, su marcha era más imprecisa, pero Endegal se percató de que el Visionario se limitaba a seguir los pasos de los demás. Resultaba irónico, pues a pesar de las dificultades, era Hallednel quien les guiaba en última instancia, pues como había anunciado anteriormente, era capaz de percibir las almas atormentadas de los cinco elfos renegados.

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§

En aquel lugar era donde se hallaban en aquellos momentos, cuando Hallednel se detuvo.
—Están ya muy cerca —advirtió.
—¿Cómo de cerca? —preguntó Ethelnil.
—Muy cerca.
Todos escrutaron los alrededores con la mirada, pero nada vieron fuera de lo común.
—Ahí arriba —dijo finalmente señalando las rocas que flanqueaban la orilla derecha sobre sus cabezas.
—¡A cubierto! —ordenó Fëledar en voz baja. En un abrir y cerrar de ojos, los elfos se camuflaron tras los arbustos, con sus arcos dispuestos. Permanecieron un tiempo así, agazapados, a la espera de un murmullo del viento, una pauta inusual de las bestias, un olor inusual, una señal de la naturaleza que delatara la posición del enemigo. No obtuvieron nada diferente del silencio más absoluto, y ésa era quizá la señal más amenazadora.
De pronto, se oyeron unas risas macabras retumbar en los ecos del cañón. Eran las risas de dementes.

¿De quién os ocultáis?—se oyó.
Malditos…
Nos humillasteis entonces…
Y hoy habéis venido…
…a destruirnos.
Pero seréis vosotros…
…los que pronto sufriréis…
…la muerte.

Las risas volvieron a hacerse oír durante largo tiempo. Parecían no querer callar nunca. Aquella voz que habían oído era sin duda la de Alderinel, aunque tan distorsionada que no parecía una voz de este mundo. Hablaba en élfico, pero pronunciando con una malicia que jamás nadie imaginó que pudiera usarse este lenguaje de semejante modo. A más de uno se le erizaron los cabellos; no hacía tanto tiempo que les habían considerado hermanos, y ahora aquellos querían su muerte.
Una sombra se movió entre las rocas, y el viento silbó. Una flecha se clavó cerca, a la vista de todos.
—No os mováis —dijo Fëledar—. Estamos fuera de su alcance visual.
Luego se oyeron más silbidos de saetas acercarse a ellos, cinco para ser exactos, y cuatro de ellas se clavaron en el suelo, en lugares aparentemente arbitrarios, pero la quinta encontró el muslo de Telgarien. El elfo de cabellos plateados ahogó un gemido; era consciente de que un grito habría revelado su posición exacta. Sus compañeros le observaron con preocupación, mientras él procedía a extraerse la saeta y vendarse silenciosamente el muslo. Pronto cayeron otras cinco flechas, pero esta vez con mejor suerte para los cinco de Ber’lea, pues no hirieron a nadie más. Endegal dirigió su mirada a Fëledar y señaló hacia las rocas que tenían frente a ellos. El Maestro de Armas cabeceó una afirmación; sabían perfectamente desde dónde habían sido disparadas aquellas flechas, y cinco flechas disparadas al unísono desde lugares muy cercanos entre sí sólo podía significar una cosa. Por suerte, no estaban rodeados, y sus enemigos estaban ligeramente separados, pero en todo caso controlados.
Todos esperaron el próximo movimiento, esperando a tener un blanco fácil en cuanto los elfos renegados se dispusieran a acercárseles. Pero antes de que se produjese, volvieron a oírse las risas endemoniadas.

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Ilusos…

Seguidamente a estas palabras, Endegal notó que la luz de la tarde menguaba a pasos agigantados. Miró al cielo, en busca de una nube que estuviera ocultando el sol, pero no la encontró y sin embargo, el sol parecía perder fuerza a cada instante que pasaba. Miró estupefacto los rostros de sus compañeros, viendo en ellos la misma incredulidad. Pronto el color del mundo se desvaneció y la oscuridad les envolvió por completo, dejándoles prácticamente a ciegas. Las risas volvieron, pero esta vez estaban ya muy cerca. Demasiado.
Ni siquiera la visión élfica les sirvió de mucho, pues antes les advirtió su oído de que el enemigo estaba frente a ellos. Era inútil usar el arco en aquellas condiciones; los de Bernarith’lea sacaron a relucir sus espadas.
Ethelnil vio una sombra desplazarse velozmente a su izquierda. Se volvió rápido hacia ella, pero cuando creyó estar frente al enemigo, descubrió que ya no estaba. Por el rabillo del ojo se percató de otra sombra a sus espaldas, quizá se tratara de la misma, y aunque se volvió deprisa hacia ella, más deprisa fue su adversario, pues una centelleante espada le abrió un tajo en la espalda. Puso una rodilla en el suelo, y cuando estaba en esa posición, de nuevo una sombra se le acercó por detrás. Esta vez fue Ethelnil el primero en atacar, pero una brillante espada detuvo la mortal trayectoria. Era Telgarien.
—¡Ethelnil! ¡Soy yo! —le dijo mientras le tendía la mano—. ¿Estás bien?
Ethelnil asintió en silencio. Las risas continuaban oyéndose desde todas las direcciones, y por encima de ellas, oyeron ahora el tintineo del entrechocar de espadas.

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Fëledar vio acercarse las dos sombras desde dos flancos opuestos, y eso fue lo que le salvó. Eran dos de los elfos renegados, aunque su piel y vestimenta estaba tan oscurecida que no consiguió saber la identidad de sus atacantes. Sólo sabía que ninguno de ellos era Alderinel, ya que ninguno le recordaba la rapidez de los ataques del hijo del Líder Natural. Aquéllos se movían continuamente, entrando y saliendo de su campo de visión. Consiguió detenerles multitud de ocasiones, pero en una de ellas recibió un corte en el costado.

Endegal, Purificadora en mano, no encontraba a sus enemigos. Sentía la presencia de los renegados, sentía el odio que emanaban, pero no los veía. Guiado por el tañido de espadas, avanzó esperando ayudar a alguno de sus compañeros. Avanzó hasta encontrarse con una sombra que parecía esperarle, una sombra que emanaba tal odio que no dudó en aventurar de quién se trataba.
—Por fin… —murmuró, y su mano empuño furiosa a La Purificadora.
La sombra se abalanzó hacia él, lanzó un espadazo que fue detenido por La Purificadora y se ocultó en las tinieblas entre risas. En aquel corto instante, Endegal sólo pudo distinguir sus ropas y piel oscuras —un camuflaje perfecto dentro de aquella oscuridad— y sobre todo la fugaz visión de los ojos de su adversario. Eran rojos como la sangre.

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A Hallednel aquella oscuridad también le afectaba. Veía vagamente aquellas almas torturadas enfrentándose a sus compañeros, pero no con la claridad que deseaba, pues de algún modo las tinieblas mermaban su visión espiritual. No sabía hasta qué punto los elfos renegados eran capaces de ver en aquellas condiciones, pero por cómo se había presentado el encuentro, imaginó que aventajaban en mucho a sus compañeros. Allí, detrás de los arbustos, había conseguido eludir el peligro, pero no era suficiente. Debía ayudar desde su inmejorable posición; arco en mano, debía acercarse más si quería tener un blanco fácil.

Telgarien y Ethelnil pegaron sus espaldas cuando vieron otra sombra acechándoles, pero esta vez no hubieron ataques furtivos, sino que el renegado fue acercándose hasta saberse visible. Los dos elfos vieron la oscura silueta de cabellos plateados que desenfundaba lentamente su espada. Atravesando la negrura, algo parecía brillarle en el pecho. Anduvo hacia ellos dos, lenta pero inexorablemente. Ethelnil se puso en posición defensiva, y Telgarien hizo lo mismo, pero a ambos se les heló la sangre cuando lo reconocieron. Tenía el pecho al descubierto, mostrando su piel oscura y un medallón dorado. Sus ojos eran rojos y brillaban en la oscuridad.

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Vais a morir.

Fëledar sufrió un par de cortes más. Se defendía bien, dadas las circunstancias, pero le resultaba imposible asestar ninguna estocada eficiente ante dos enemigos que se coordinaban tan bien. Siempre tenía a uno de ellos detrás, y nunca a los dos visibles. Cuando uno de ellos le apareció al frente, decidió seguirlo sin darle tregua, bajo riesgo de descuidar la retaguardia. Hizo trastabillar a su adversario y se dispuso a darle muerte. Hubiera sido fácil en condiciones normales aprovechar aquella ventaja, pero ni las condiciones lo eran, ni tampoco uno solo su rival. El segundo renegado apareció por detrás. Fëledar dibujó un amplio arco y logró herirle en una pierna, pero el otro atacó igualmente, hiriéndole en el brazo y consiguiendo desarmar al Maestro de Armas.

—Alderinel… —empezó Telgarien, levantando una mano con la intención de convencer al elfo renegado, pero no tuvo tiempo de más.
Alderinel se abalanzó hacia ellos con el ímpetu del loco. Llegó hasta ellos como una exhalación y los aceros entrechocaron hasta ocho veces cuando el elfo renegado se apartó momentáneamente. Telgarien y Ethelnil se miraron mutuamente. Ambos presentaban numerosos cortes en brazos y piernas, y en sus rostros se reflejaba la impotencia, el saber que su adversario les había superado a ambos, perdonándoles la vida en cada corte. No obstante, lejos de amilanarse, cambiaron ahora de táctica, intentando atacar al enemigo por ambos flancos a la vez. Así lo hicieron, atacaron con ímpetu y valor, pero su adversario se movía a una celeridad de vértigo. Esquivó el ataque de Ethelnil y se colocó detrás suyo, amarrándolo por el cuello de un modo que ningún elfo había visto antes. La espada del renegado mantenía su filo en la garganta de Ethelnil, pero la sujetaba con ambas manos por la hoja, lacerándose a sí mismo en la presa, sangrándose las palmas. Del cuello de Ethelnil manaba un hilillo de sangre, ni mucho menos tan oscura como la de su verdugo. A continuación no hubo palabras. El elfo preso soltó su espada en señal de rendición mientras Telgarien observaba de muy cerca impotente la escena. Alderinel sonreía diabólicamente desde atrás y miraba fijamente a Telgarien con sus ojos color rubí. Ethelnil tanteó su cinto lentamente hasta encontrar la daga. La desenfundó, y eso fue lo último que hizo. Alderinel lo degolló antes de que llegara a apuñalarle. Telgarien palideció. Ethelnil cayó como un muñeco sobre el suelo, y sin embargo el elfo renegado no dejo de mirarle a él. Ni siquiera pestañeó, manteniendo su mirada y su sonrisa. Telgarien arremetió contra él. Sus dos estocadas fueron desviadas fácilmente por el acero de su enemigo, y fue ese acero el que se hundió en su estómago. Alderinel pegó su oscuro rostro al del elfo de cabellos platinos y le dijo:

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Estás muerto.

Y acabó hundiéndole la espada hasta la empuñadura. Luego la sacó repentinamente y Telgarien cayó arrodillado, sin dejar de mirarle.
Alderinel se sumergió de nuevo en las tinieblas.

Endegal consiguió detener los fugaces ataques de su agresor interponiendo a La Purificadora de Almas continuamente. No obstante tampoco conseguía dar en el blanco, pues el renegado desaparecía con la misma velocidad con que atacaba. Hasta ahora sus reflejos le habían salvado, pero su agresor tampoco se descuidaba; siempre entraba desde atrás y esperando el descuido del semielfo. Viendo que la prudencia de su adversario no le permitía asestarle una buena estocada, bajó la guardia a propósito y musitó:
—Ligero como la brisa…
Y obtuvo el premio esperado; consiguió verlo el tiempo justo para esquivar —con la ligereza de sus pasos— la espada del elfo renegado y colocarse en posición de privilegio. Le asestó un mandoble que La Purificadora hizo volar por los aires la espada que el enemigo había interpuesto. En el segundo movimiento le cercenó el brazo a la altura del codo. Un tercer movimiento estaba destinado a darle muerte, pero de pronto un sentimiento le detuvo. Le había prometido al Líder Natural que le traería a su hijo para que respondiera de sus actos. Muerto no le servía, y sin embargo era tanta la necesidad de acabar con él… Le derribó y le puso la punta de La Purificadora de Almas en la garganta. Podía sentir el ansia de la espada por acabar con aquella miserable vida. El contacto de la hoja parecía quemar la piel del renegado que no paraba de gritar. Endegal lo observó bien ahora. Le miró a los ojos y cayó en la cuenta de que aquél no era Alderinel, sino Hidelfalas. Endegal levantó levemente La Purificadora y el elfo renegado recuperó la espada con el brazo que tenía intacto. No había promesas acerca de los otros cuatro renegados. Fue la excusa perfecta.

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Fëledar sacó dos dagas largas e intentó mantener a raya a sus enemigos, pero no lo logró. Volvieron a herirle, esta vez en una pierna, haciéndole caer. Fue entonces cuando aparecieron bien visibles los dos elfos renegados, con sus ojos rojos clavados en el Maestro de Armas. Uno de ellos levantó la espada para asestarle el golpe de gracia, pero una flecha impactó en su cráneo. En ese momento de desconcierto, Fëledar se levantó y hundió su daga en el vientre del otro renegado. De la dirección de donde había salido la flecha, apareció Hallednel, armado con un arco. Se acercó al Maestro de Armas y observó a los dos elfos renegados, tendidos ya en el suelo.
—Velendel y Alverim —dijo Fëledar mientras recuperaba su espada.
El Visionario asintió con pesar.
—Yo he abatido a Adhergal —anunció—. Eso nos deja a Alderinel e Hidelfalas.
—Hidelfalas ha caído también —dijo Endegal desde atrás—. Sólo nos queda Alderinel.
La oscuridad se estaba levantando poco a poco; ya se distinguían los perfiles a cierta distancia. El horror se materializó cuando encontraron los cuerpos de Ethelnil y Telgarien. El dolor se adueñó de sus almas, y la venganza fue el sentimiento que más afloró en ellos. La muerte de Ethelnil era muy dura, pero la de Telgarien lo era especialmente para Endegal, pues aquél había sido su mentor desde el día en que entró en Bernarith’lea; Telgarien le había enseñado a vivir como un elfo. Telgarien había sido como un padre para él, aunque por su aparente juventud le había considerado como a un hermano. Telgarien había muerto.
—Hay que cogerlo vivo —recordó el Visionario intentando frenar las iras del semielfo y del Maestro de Armas.
—Tal vez no sea posible —estimó el semielfo con ojos vidriosos. El destello esmeralda que de ellos nacía manifestaba la rabia que mantenía muy adentro.
—Se lo prometimos al Líder Natural —remarcó Hallednel.
El Maestro de Armas inspeccionó los cadáveres de los elfos renegados. Sus vestimentas eran completamente negras y habían cubierto su piel con alguna sustancia grasienta igualmente negra. Sin duda era un atuendo perfecto para ocultarse en el interior de aquella oscuridad antinatural. No les cupo ninguna duda de que habían sido ellos quienes habían invocado a los poderes de la oscuridad para acabar con sus vidas. Sin embargo, había en ellos algo totalmente anormal; sus ojos eran claramente rojizos, lo que les confería un aspecto todavía más amenazador, hecho al que no supieron darle otra explicación distinta a la que ofreció el Visionario:
—Sus espíritus se han corrompido tanto que han llegado a alterar sus cuerpos, siendo éstos una manifestación clara del odio que profesan al mundo.

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—Alderinel debe haber huido —aventuró Fëledar, que no quería distraer la atención de lo que realmente importaba en aquel momento—, si es conocedor de la derrota de sus pupilos.
—Es conocedor de ello —aseguró Hallednel—, pero te equivocas si en verdad crees que ha marchado.
El semielfo y el Maestro de armas se dirigieron una mirada de incredulidad.
—Es un necio si cree que podrá con nosotros tres —dijo Endegal.
—¡No! —exclamó Hallednel—. Fue un necio el día en que levantó su espada contra los de su especie. Fue un necio el día que rechazó su émbeler y recorrió los senderos de la sinrazón. Sí, fue un necio entonces, pero no ahora.
—¿Tan poderoso es? —preguntó Fëledar.
—Torrentes de rencor recorren ahora sus venas. Su ira es descomunal comparada con la que emanaba de sus desdichados compañeros, y su poder está a la misma altura que su odio.
—Pero ya ha perdido la ventaja —observó el Maestro de Armas—. La oscuridad apenas se sostiene.
—Espero no alarmarte en demasía, amigo Fëledar —dijo de nuevo el Visionario—, si digo que Alderinel está esperando a que la nube oscura se desvanezca.
—Pero… —intervino Endegal—. ¿Por qué?
El Visionario no contestó. Mantenía su cabeza fija, como si aquellos ojos invidentes estuvieran observando la respuesta. Las risas volvieron a hacerse oír, esta vez claramente por delante de ellos. Hallednel no se sorprendió en absoluto, muy al contrario que sus compañeros.

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Haced caso al Visionario…
Ya sabéis que nunca se equivoca.

La figura de Alderinel apareció ante ellos. Su aspecto era muy similar al resto de los elfos renegados: ropajes negros, piel oscurecida… y esos brillantes ojos color sangre. A todos les extrañó que fuera a pecho descubierto, pues no eran aquellos unos días calurosos. Tampoco perdieron detalle de la cadena de oro alrededor de su cuello que sostenía un medallón dorado con algunas gemas engastadas.

Dinos, Visionario…
¿Qué nos deparará hoy el destino?

—Ya nos ha deparado mucho por hoy —intervino el Maestro de Armas—. Muertes y más muertes. Juro que hoy clamarás piedad, Alderinel, y ni siquiera eso conseguirá aplacar el dolor que has infligido.

Alderinel estalló en risas y de pronto calló para luego añadir:

Las tinieblas se esfuman.
Mirad ahora el poco sol que queda.
Porque será la última vez que lo contemplaréis.

Y con su espada en alto, se dirigió hacia ellos. Endegal y Fëledar se adelantaron, no sabiendo si aquel impulso respondía a una defensa a ultranza del Líder Espiritual o a las ansias de darle una somera lección al Elfo Renegado. El Visionario se inclinó más por la segunda opción.
Pero Alderinel no se amilanó ante el empuje de aquellos dos y les atacó con fiereza, tanto, que Endegal apenas tuvo tiempo de interponer su espada, y Fëledar no consiguió abrir una brecha en las defensas del Renegado. Alderinel pasó entre ellos, dejándoles dos tajos de consideración; Endegal en el antebrazo derecho —el que manejaba a La Purificadora— y al Maestro de Armas en una pierna. Luego lanzó una estocada a Fëledar que lejos estuvo de alcanzarle, pero cumplió el cometido de mantenerlo alejado mientras propinaba una patada al medio elfo, el cual voló unos metros por los aires; todavía se mantenía el hechizo del manto del viento, y el cuerpo de Endegal era ahora tan ligero como la brisa.

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Hallednel no se arriesgaba a disparar. Su visión espiritual no era tan precisa como para realizar el disparo sin arriesgar la vida de sus compañeros, y de haber tenido una clarividencia absoluta de los cuerpos de los combatientes, tampoco hubiera realizado el disparo, pues Alderinel se movía a tal celeridad que acertarle era todo un desafío, y en la mente del Visionario todavía se preservaba la opción de capturarlo con vida.
El Elfo Renegado arremetió contra el Maestro de Armas y le produjo tres serios cortes antes de que Endegal llegara a intervenir. El medio elfo lanzó un poderoso mandoble por la retaguardia que hubiera partido en dos a su rival de no ser porque éste lo esquivó desplazándose hacia un lado. En el movimiento, Alderinel encontró tiempo para alcanzar el costado de Endegal, produciéndole otro corte de consideración. Fëledar apenas podía mantenerse en pie y Endegal comprendió que el Maestro de Armas no estaba en condiciones de ayudar. Se lanzó contra su oponente.
Esta vez el Elfo Renegado cometió el error de interponer su espada a la de Endegal. La Purificadora de Almas realizó su recorrido completo, haciendo volar por los aires la espada de Alderinel y produciéndole una herida en el brazo que le causó un dolor que hasta entonces jamás había sentido. Era un dolor que nacía de la pureza, de la perfección, como una luz tan blanca y brillante que te deja ciego. Un dolor que le hirió en lo más hondo de su alma. Sus ojos rojizos se alzaron en malicia infinita hacia los de Endegal, y la mirada de éste no era menos vengativa.
En aquel respiro, el Renegado se lanzó al suelo y recuperó su espada. Había aprendido la lección. Debía mantenerse lejos de aquella espada cromada. Levantó la vista y tuvo el tiempo justo para ver cómo una flecha surgida del arco del Visionario iba en su busca. Se apartó, pero la flecha le arañó en una pierna. Comprendiendo que el Visionario era un peligro fue por él. Corrió en su dirección. Hallednel tuvo tiempo de preparar otra flecha, pero no de dispararla. Ante la proximidad del Renegado, le lanzó el arco entero al rostro, y Alderinel, en un acto reflejo trazó un arco horizontal con su espada que no hirió al Visionario, pero si partió su armas.
Hallednel había rodado por el suelo y había desenfundado dos hojas élficas que había mantenido ocultas bajo las mangas de su túnica.

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¿Por qué resistes?
¿Acaso no has Visto hoy tu muerte?

Endegal y Fëledar se afanaron en llegar hasta ellos, pero antes de hacerlo, Alderinel lanzó tres estocadas que, contra pronóstico, el Visionario pudo esquivar aunque con serias dificultades usando aquellas hojas de acero semicurvadas. Alderinel no podía comprenderlo, pero el Visionario lo vio claro. El espíritu manda sobre el cuerpo, y éste se mueve una fracción de tiempo después de haberlo hecho su alma. Una fracción de tiempo insignificante, pero el suficiente como para que el Líder Espiritual de Bernarith’lea pudiera anticiparse a los ataques del Renegado. Además, había notado que a distancias cortas, era capaz de interferir en el espíritu de Alderinel hasta el punto de ralentizar levemente su respuesta corporal. Pero estas sutiles ventajas no fueron suficientes para frenar las iras del Renegado, quien obtuvo su recompensa al herir al Visionario en su espalda. Hallednel cayó al suelo retorciéndose de dolor.
En ese momento llegó Fëledar seguido de cerca por Endegal. Alderinel se deshizo del primero con un espadazo que hirió nuevamente al Maestro de Armas, y a Endegal le propinó un duro golpe con la empuñadura sobre el rostro que le hizo caer y de poco perder el sentido. En el suelo, La Purificadora yacía a escasos centímetros de la mano derecha de Endegal, pero el elfo Renegado había sido más rápido. Se había colocado encima del medio elfo, inmovilizando sus brazos con las rodillas y había puesto la punta de su espada sobre el gaznate de Endegal. Tras comprobar que tenía al medio elfo bajo control alzó la vista para controlar a los otros dos. Fëledar intentaba levantarse sin mucho éxito y Hallednel apenas se movía. Ambos estaban lo suficientemente alejados como para intervenir a tiempo.

20. Alderinel el Oscuro

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Endegal.
El medio humano.
El fruto de la fornicación humana.
La debilidad de Galendel.

Alderinel olía su triunfo. Estaba tan cerca… Rebanarle el pescuezo a Endegal era tan fácil que deseaba verle sufrir. No quería acabar tan rápido.

Tanto tiempo te he esperado.
Mutilaré tus miembros antes de verte muerto, sí…
Sufrirás…
La de Telgarien ha sido una muerte dulce…
Comparada con la que a ti te espera…

Endegal no cabía dentro de sí, notaba todo aquel odio que El Renegado le profesaba y la imperiosa necesidad de matarle, de acabar con El Maldito llegaba a sus cotas máximas. Aunque la punta de la espada de su enemigo se posaba peligrosamente sobre su garganta, sopesó la posibilidad de intentar liberar su brazo y alcanzar a La Purificadora de Almas. Si tuviera una oportunidad, sólo una, lo haría. Aunque su propia vida se fuera con la del Renegado.
Pero no se vio capaz de ser tan rápido.
Alderinel aumentó tanto la presión que manó sangre del cuello de Endegal. Pronto la aflojó, comprendiendo que podía darle un final demasiado rápido al medio elfo. Algo sintió el Renegado cuando volvió a mirar al Visionario. Éste, desde el suelo había levantado una mano, como si de aquel modo pudiera alcanzarles. Patético, fue la palabra que le vino a la cabeza. Sin embargo notó una vibración dentro de sí, como una oleada que le producía un choque interno, un desajuste. Se sintió desacoplado por unos instantes, y luego sintió el dolor. Porque en aquellos instantes de duda su cuerpo había dejado de responderle, su espada había caído de sus manos y la presión sobre los brazos aprisionados de Endegal cesó, y el medio elfo, que vio su oportunidad, alcanzó La Purificadora de Almas y la hundió en el hombro del Renegado. Con el dolor Alderinel volvió a ser consciente de su cuerpo, y de qué manera. La punta de La Purificadora le quemaba el alma cómo un fuego blanco, al tiempo que le paralizaba sus extremidades. El dolor era insoportable y sus alaridos así lo atestiguaban.
De la herida producida salía una espesa y oscura neblina, como si parte de la sangre que brotaba de ella hirviera en una marmita de odio. En aquella desgarradora escena, quizás cuando mayor era el dolor que sentía Alderinel, éste miró fijamente al semielfo que continuaba debajo suyo, hiriéndole en el alma como jamás había sufrido. Y como si toda la voluntad del Renegado se dirigiera hacia un solo propósito, movió su brazo ensangrentado por el primero de los cortes que le había inferido La Purificadora y amarró el antebrazo de Endegal que sostenía La Espada del Bien, y que también sangraba por una herida reciente.
Aquel contacto fue horrendo para Endegal. Las dos heridas quedaron unidas en un mortal abrazo de dolor. Endegal notó también cómo su propia herida, lejos de escocerle parecía quemarle desde su interior, y también bramó de dolor. Endegal podía ver, casi palpar el odio que el hermano de su padre sentía. Vio a los hombres maldecir a los elfos del Bosque del Sol, vio a su madre, sucia, seducir con malas artes a un elfo que no podía ser otro que su padre, vio a La Comunidad en peligro, vio a su padre morir vilmente en manos de los aldeanos de Peña Solitaria, vio un émbeler que le quemaba el alma, vio el placer de la sangre, vio a La Comunidad dando la espalda a Alderinel, vio el oscuro abismo, vio el poder de la muerte… Y gritó.
Fëledar se abalanzó sobre ellos, consiguiendo separarles. El Elfo Renegado cayó al suelo, exhausto y completamente inconsciente. Endegal permanecía en el suelo, aturdido, y con los ojos fuera de sus órbitas, como contemplando una escena que sucedía en otro mundo.

20. Alderinel el Oscuro

La Purificadora de Almas / Víctor M.M.



§

Cuando Endegal reaccionó, estaban junto a él Fëledar y Hallednel. Procedieron a limpiar sus heridas y trataron de curarlas como mejor pudieron. Todos estaban malheridos, y los ungüentos que el druida les había confiado sirvieron al menos para que pudieran ponerse en pie e intentaran regresar a Bernarith’lea con unas mínimas garantías de éxito. Fëledar inspeccionó con detenimiento el cuerpo del Renegado. Seguía con vida, pero las medicinas de Aristel no parecían surgir demasiado efecto; la herida que le había provocado La Purificadora no aceptaba aquellas curas.
—Puede que no llegue a Ber’lea con vida —observó Hallednel—. No llegará a rendir cuentas con Ghalador.
—Puede que no lo merezca —replicó Fëledar con acritud.
Endegal no dijo nada.
Fëledar observó también que la piel de Alderinel estaba oscurecida, pero no como sus esbirros, que se habían untado con alguna sustancia grasienta, sino que la tonalidad de toda la piel del Renegado era natural. Y aquel extraño medallón, dorado con piedras preciosas en su pecho, había llegado a encarnizarse por completo. Era del todo imposible separar el medallón o su cadena del pecho de Alderinel. En cuanto al resto de los Elfos Renegados, tenían todos en las palmas de sus manos unas heridas extrañamente cicatrizadas.
Sin decirse nada más, recogieron los cuerpos de los caídos y marcharon penosamente hacia Ber’lea.

20. Alderinel el Oscuro

“La Purificadora de Almas” y la portada del presente libro son obra de Víctor Martínez Martí y se encuentran bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 3.0 Unported.
Para ver una copia de esta licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

By Víctor Martínez Martí @endegal